Sábado, 30 de abril de 2016 | Hoy
SOCIEDAD › ADELANTO EXCLUSIVO DE LO FEMENINO, EL NUEVO LIBRO DE SANDRA RUSSO
“¿Las mujeres nacemos así?”, “¿lo ‘femenino’ es natural?” Estas y otras preguntas responde la periodista y escritora Sandra Russo en su último libro, que la editorial Debate distribuye estos días en librerías, donde despliega diversos registros de investigación, observación y reflexión para acercarse de diferentes maneras al tema, como lo muestran los fragmentos que se reproducen en estas páginas.
Por Sandra Russo
En el caso de la ex presidenta argentina, una de las cosas que me intrigaban en 2010, antes de hablar con ella, era precisamente –como dije– su tipo de feminidad. Porque había advertido además y lo seguí confirmando que ella defendía su “coquetería” –lo expresa así– como un derecho personal, digamos que como millones de mujeres, mientras que hay otros millones que usan zapatos bajos, pero piensan muy distinto de Merkel. Es decir, no hay nada intrínseco de lo femenino en un zapato. Lo que hay son lecturas sobre un zapato en particular en un contexto determinado. Y esas lecturas y esos contextos generalmente no están bajo el control de esa mujer, ni de mujeres.
Sobre su maquillaje, Cristina dijo en público varias veces que “desde chica me gusta pintarme como una puerta”. Decirlo así formaba parte de una posición tomada sobre el asunto. No era que se pintaba mucho y ya, sino que se pintaba mucho a conciencia y además lo verbalizaba como una elección. Como quien dijera: no me van a venir a decir a mí cómo tengo que maquillarme.
En efecto, una de las críticas sexistas que comenzó a recibir en 2008 fue esa: exceso de maquillaje (después fue acusada de muchos otros “excesos”). Esa crítica en particular contenía un ingrediente de clase. Las mujeres de las clases más acomodadas usan maquillaje invisible o directamente usan la cara lavada. No las que tienen dinero, sino las que tienen apellidos. Sin embargo, esa crítica traspasaba el sexismo y lo hacía jugar políticamente. Baste recordar nuestros noventa.
La fiesta neoliberal con arranque peronista y continuidad radical impregnó de Versace la escena nacional. Mientras se destruía la industria, se privatizaban las empresas estatales y se ajustaban los salarios, el dorado, el animal print y las narices y las tetas operadas no molestaban. El menemismo y su estética kitsch fueron un telón de fondo apenas pintoresco para los maridos de las mujeres de maquillajes invisibles, dado que eran ellos los que estaban ganando mucho dinero.
Cristina se pinta con los colores y la densidad de las chicas de los años setenta que desaparecieron. Uno de esos parecidos que siempre me llamó la atención fue el de la hija de Estela Carlotto, Laura, cuyo recordatorio sale publicado, como tantos miles, todos los años en el diario Página/12. La foto de Laura la mostraba con los ojos delineados y sombreados en un estilo muy similar al de Cristina. Era como un tatuaje de su generación.
Y el pelo, y la cintura. Cristina siempre tuvo cintura. De todas las presidentas que me acuerde es la de vestuario más entallado, con vestidos o conjuntos marcados por un cinturón o unas pinzas. Eso le dio una silueta diferente a la de, por ejemplo, Merkel. Hay una curva en Cristina que no está en Merkel. Y sobre el pelo, sintetizando, la alemana lo usa corto y apenas pasando la nuca. Es un corte práctico, que le corresponde a esa personalidad que no tiene tiempo para vestirse, peinarse o maquillarse. Cristina persiste en su melena que inevitablemente necesita ser producida cada día con secador y cepillo para estar impecable. Hay algo en su cabellera que está sexuado y que provoca una sorda reacción, no solo entre opositores.
De modo que al cabo de tantas diferencias en relación con el cuidado de sí y de la manera de transmitir en público una personalidad, se arriba a la conclusión de que, en este contrapunto de feminidades tan distintas, cuando se trata de cuestiones de poder, queda más a la vista que nunca que el patriarcado es una cuestión de poder. El establishment mediático que sostiene un modelo de mundo al que Angela Merkel no solo es funcional, sino neural, apenas si se sirvió de los rasgos de su feminidad. Merkel no es noticia por sus zapatos, más allá de cómo sean, sino por sus decisiones, que son las que se comunican a través de miles de dispositivos mediáticos diarios, y que la desdibujan como mujer porque precisamente lo que quieren que irradie su figura pública es poder.
De esta manera, Merkel representaba el opuesto a la frivolidad. ¿Y quién se daba tiempo para la frivolidad según la prensa? Cristina Fernández, claro. Por eso me interesa rescatar su propia lectura política de esa operación periodística del Corriere della Sera de 2008 porque, aunque ya sabemos que el cuento era falso, no sabemos cómo y por qué se le ocurrió a una periodista italiana mentir descaradamente y con tanto desprecio por una mandataria latinoamericana. No sabemos si ella ofreció la nota o se la pidieron de la redacción. Pero lo cierto es que fue publicada, que el diario no quiso disculparse pese a saber que había ofrecido a sus lectores información envenenada y que, como interpretó la propia ex presidenta, esa información no estaba dirigida a revelar la frivolidad de Cristina, sino a denunciar su hipocresía. Dar un discurso sobre el hambre y salir a gastarse 160.000 euros en joyas y sábanas de lujo no retrata a una mujer frívola, sino a una mujer de doble discurso y poca moral.
Cuando una persona, hombre o mujer, es realmente frívola, no hace falta que los medios lo expliquen, solo que lo muestren. El público se da cuenta enseguida de la frivolidad, ya que la frivolidad nunca es un secreto, sino que incluye su exhibición: la frivolidad contiene su propia norma y excluye la culpa. Ninguna persona realmente frívola –caracterizada básicamente por ese rasgo, que en dosis tenemos todos, y a mi criterio, por suerte– lo disimula. Basta recordar: “La Ferrari es mía, mía, mía” de Carlos Menem ante el impudoroso regalo que recibió en su segundo mandato, y hasta el exceso de velocidad en una ruta con la Ferrari, y su sonrisa cómplice ante los periodistas de entonces, que lo dispensaron: después de todo, ¿quién no se excedería de la velocidad permitida en una ruta si manejara una Ferrari? Qué pillo ese presidente que excedía los límites de velocidad.
La frivolidad en las mujeres no solo no es peligrosa, sino que es alentada permanentemente por la cultura de masas. A menudo se la confunde con la alegría o el optimismo. La frivolidad femenina es –se diría– en ese nivel de sentido de los grandes medios y el marketing, la regla que permite generar noticias sobre mujeres inteligentes o concentradas en problemáticas específicas. La dirigente política, la científica, la luchadora por los derechos de alguna minoría, la directora de una corporación, la asociada a un estudio jurídico de renombre, la empresaria exitosa, son noticia porque precisamente son casos que han dejado atrás la tontera de género que se nos atribuyó durante siglos.
El tratamiento mediático en relación con algunos atributos de las mujeres con poder político no está vinculado apenas con el sexismo, sino que usa al sexismo para traficar la crítica política. Eso me empezó a parecer cuando vi la otra foto que recuerdo de Angela Merkel. Había sido tomada en la Opera de Oslo, adonde la canciller había concurrido por invitación del rey Harald V de Noruega. Ella lucía un vestido negro con un escote tan profundo que, si no hubiese sido Merkel la que estaba adentro de ese vestido, sino Cristina, con esa sola foto hubiesen salido decenas de tapas de revistas hablando de su ninfomanía o algo por el estilo. Sin embargo, Merkel, decían los medios, lo había pasado muy bien esa noche y “había deslumbrado” con su atractivo. Algunos de los títulos de diarios europeos que publicaron la foto fueron “Merkel saca pecho” o “Merkel enseña escote”.
El portavoz del gobierno alemán, Thomas Steg, hizo entonces una declaración al respecto, no porque los medios hubiesen criticado a la canciller, sino porque la habían halagado. Merkel “no esperaba provocar tal furor con el traje de noche, que no era más que un intento de salir de la rigidez de vestuario de un jefe de Gobierno”, dijo. Finalizó afirmando, con una sonrisa compartida por los cronistas, que Merkel obtuvo “gran reconocimiento” por su vestido.
En materia de mujeres al comando de poder político, primero hay que saber qué política aplica para entender si el pelo largo o corto, si la cara pintada o despintada, si el taco bajo o alto son rasgos positivos o negativos. No es importante qué tipo de feminidad se tenga cuando se está en lo más alto, sino a quién se beneficia o se perjudica con las políticas que se aplican. El sexismo, al fin y al cabo, siempre es más una herramienta de dominación que un manual donde está escrito cómo debe ser una mujer. Sea como fuere esa mujer, el sexismo garantiza que apenas haga algo que ponga en peligro el statu quo, solo por ser mujer, podrá ser objeto de las críticas que indefectiblemente circularán para abonar la idea de que esa mujer no está a la altura de las circunstancias.
Por S. R.
Una tarde de 2005 llegué al diario extenuada después de la visita a la clínica. Era todo muy reciente. Me abalancé sobre la computadora y escribí “El otro lado de la vía”, una contratapa de la que este ensayo es su ampliación. Allí narraba que ese mediodía me había adelantado al horario de los familiares y que al entrar al enorme comedor de la clínica fui testigo de una clase de coro. Los pacientes, con algunos de los cuales ya teníamos trato, tenían puesta una cintita roja en el pecho, ese era su uniforme para cantar. Y cantaban, algunos a viva voz, y otros para adentro, una canción de amor. Mi madre estaba sentada en una silla al costado. Cuando me vio llegar, me sonrió. Me senté a su lado. No hablamos, éramos el público. Cuando terminó la canción, ella me dijo al oído: “A mí me hubiera gustado cantar”. “¿Y por qué no cantaste?”, le pregunté. “No me alcanzó la voz”, me dijo.
Ese fue el momento. Ahí la escuché y la vi una segunda primera vez.
Me alejé un poco, ya que estábamos muy cerca, hablándonos al oído. El sonido de fondo era un griterío de locos excitados por ese momento de alegría y de sensibilidad. Me alejé para verle mejor los rasgos. Esos rasgos que ahora reconozco todavía más, dado que los he dibujado muchas veces, copiando sus fotos con lápiz y acuarela. En algunas estamos juntas. Yo regordeta, de unos dos años, vestida muy primorosa, con ese corte de pelo que no sé por qué me condenó a usar durante toda mi primera infancia, un casquito parecido a una escafandra de astronauta. Ella tan joven, tan con todo por delante, sonriente y agarrándome de la cintura. En la clínica, esa tarde del coro, me alejé para comprobar que era ella la que me decía ese secreto, ese deseo insatisfecho de cantar.
Eso dio vuelta esta historia porque no escuché la voz de una madre, sino la voz de una mujer. Mi madre era una mujer. Una obviedad, pero los hijos, cuando funcionamos como tales, tendemos a creer que la identidad de nuestros padres nos fue donada por completo en nuestro nacimiento. Los hijos somos su obligación, así como nuestros hijos son la nuestra. Como hijos, somos devoradores de padres. Y quizá viceversa. Quizá así sea la condición humana. Quizá sea por la necesidad de supervivencia. Pero somos proclives al ansia devoradora de los que dependen de nosotros y de quienes dependemos.
Nos vienen mal los equilibrios, nos escasean. Somos recipientes de corrientes en choque, huéspedes de contradicciones en cuyo vaivén y tensión se nos va la vida. Yo recién en ese momento, cuando la vi a Olga esa tarde un poco más de lejos, y le vi esos rasgos tan parecidos a los míos, pero ya mucho más ajados y tajeados por el sufrimiento, la percibí multifacética y en toda su amplitud de mujer. Hubo algo de mujer que hizo contacto. Una mujer que estaba loca y que yo creía que estaba loca porque no había sido feliz.
Una mujer abnegada, desconocida hasta para sí misma, que se había salteado las propias contradicciones para ser una madre y una esposa ejemplares, o lo que ella iba entendiendo que era eso. Y que terminó consumida en esa renuncia, porque no pudo. Ni ser buena madre ni buena esposa, ni dejar de desear otra cosa, algo un poco más oscuro o un poco más oblicuo. No es que no hubiera amor en ella. Pero había más resentimiento y un gran enojo que en el fondo no era en contra de nadie, sino de sí misma. La vida no le había funcionado bien.
Hay un párrafo de Madame Bovary que transcribí en una nota que publiqué hace ya muchos años en la revista Lamujerdemivida y que se llamó “Lamer el chocolatín”. El tema general de esa edición completa era la insatisfacción. Allí narraba que de muy pequeña mi programa preferido era El capitán Piluso y que mi festival cotidiano era sentarme en el piso del cuarto en el que estaba el televisor en blanco y negro, dispuesta a verlo y a comerme un bloquecito amarillo de Suchard –el de cereales– que a veces me compraba mi mamá cuando iba a hacer los mandados.
Narraba una relación infantil con el tiempo y con el deseo: no mordía el Suchard, no lo masticaba. Me privaba de escarbarme el chocolate en las encías, de hacer explotar el cereal entre los dientes, de saborearlo en toda su intensidad. Prefería hacerlo durar la media hora que duraba Piluso. Lo lamía. Lentamente, ablandando con la lengua el chocolate por sus cuatro extremos. Gozando discretamente el desprendimiento de alguna pizca que cediera ante mi lengua. “No era la lamida del Suchard trampa, sino estrategia”, describía en esa nota. Y seguía: “Ahora, escribiéndolo, creo que esa maniobra dilatoria de la lamida sería una clave para vérmelas después con otras cosas que me gustan y pueden terminarse”.
Allí también citaba un párrafo del capítulo 7 de Madame Bovary, que es el que luego descubrí que me remitía a la ternura y a la piedad que –como Emma– me despertó mi madre cuando la pude reenfocar como una mujer insatisfecha:
Pensaba a veces que aquellos eran, sin embargo, los días más felices de su vida, la luna de miel, como la gente la llamaba. Para saborear sus dulzuras seguramente habría que haber puesto el rumbo hacia esos países de nombre sonoro donde los días que siguen a la boda propician la más suave languidez. En sillas de posta bajo cortinitas de seda azul, se sube al paso por senderos escarpados, mientras se escucha la canción del cochero que deja su eco entre las montañas. Por la noche, solos los novios, con los dedos entrelazados, hacen proyectos mirando las estrellas. Le parecía que en algún sitio de la tierra se tenía que dar la felicidad, como una planta oriunda de aquel suelo y que en cualquier otro lugar prospera mal. Hubiera deseado tal vez poder hacerle a alguien aquellas confidencias, pero ¿cómo podría hablar de un malestar inaprensible que cambia de apariencia como las nubes y forma remolinos como el viento?
Emma estaba descubriendo en su luna de miel que las cosas no eran como “la gente” las contaba. Descubría que ella jamás viajaría a esos países de nombre sonoro en los que la felicidad florece espontáneamente, como una planta autóctona. Que ella llevaba dentro de sí la ilusión inabarcable por esos países que no eran territorios externos, sino internos, lugares de sí que le estaban vedados. Descubría que esa ilusión, ubicada en un lugar preciso de su cuerpo, se ahondaba a medida que la vida iba transcurriendo, como ahora, que se había casado con el médico de un pueblo más grande que el suyo. Ya no era una joven casi campesina, atada a lo rústico, condenada a la exclusiva alegría de la sencillez. Había tenido un golpe de suerte y era la mujer de un médico. Y aun así, ascendida, su ascesis estaba aún más lejos. Descubría que esa ilusión, mientras se ahondaba, se iba frustrando. Porque ella no sentía nada de lo que “la gente” decía que pasaba cuando se estaba de luna de miel. No era su vida la que ella quería vivir, sino la de otra que no era nadie, pero habitaba en un lugar preciso de su cuerpo. En Emma, esa ansiedad, esa palpitación, la provocaba el deseo de ser amada apasionadamente por un hombre rico y cultivado, que le devolviera el espejo de ella en ese estado de refinamiento. Ese deseo nunca fue satisfecho pero –incluso si lo hubiera sido– no habría garantizado que Emma pudiera sentir felicidad. Porque ella misma no era un país en el que la felicidad crecía.
Quizá eso nos garanticen algunos de nuestros deseos. La frustración. Algunas personas no son capaces de perseguirlos y realizarlos, y viven en la zozobra interna de su represión. Otras se animan, corren riesgos, pero comprueban luego que lo que emprendieron no era “exactamente” lo que deseaban, algo se corre de lugar, no estaba tan lleno como para colmar el vacío. Después de todo, no es algo fácil ser consciente del deseo. El deseo es un pálpito sin texto.
En eso no somos todos iguales. Hay hombres y mujeres más y mejor dotados para la felicidad. Hay otros que extrañan toda la vida lo que nunca tuvieron. Y eso toma formas diversas en los ánimos. A veces de parquedad, otras de melancolía, otras de angustia. Pero en las mujeres, en las sucesivas épocas en las que el patriarcado ni siquiera se concebía como algo distinto al granizo o la sequía, y hoy también, el derecho a la felicidad es mucho más esquivo que en los hombres. La abnegación, esa operación emocional y psíquica de hacer retroceder el yo, y aun así mantener en equilibrio los pilares del carácter, no es algo de lo que se salga indemne cuando no es un rasgo personal, sino un destino irrevocable, cuyo desvío provoca culpa.
Claro que esto tiene que ver con que somos las mujeres las que nos embarazamos, las servidoras de la especie. La maternidad merece una parrafada aparte, pero en el patriarcado, que probablemente sea una construcción basada en la envidia, las mujeres hemos llevado adelante con nosotras mismas y con las demás miles de operaciones subjetivas que ubicaban el bien en el acto de postergarse y el mal en atenderse, escucharse y darse valor.
Esos son valores fuertes para los varones, básicamente en el ámbito público. Es la semilla de la ambición: no postergarse y atenderse. Es el camino al éxito. Desplegar todas las potencialidades. En el ámbito doméstico, las mujeres desde hace muchos siglos hacemos lo contrario: resignarnos. Esta palabra es una caja de sorpresas. La resignación leída literalmente es volver a afirmarse de otra manera, cambiar la firma, tener otro nombre, ser otra, una zorra que mira las uvas muy altas y ya no las quiere.
¿Nacimos así? ¿Somos así? ¿Eso es natural? Ya sabemos que no. Lo que no registramos muchas veces es cómo esa postergación del yo hecha carne y repetición a lo largo de toda una vida puede estallar dentro de nosotras. Sabemos poco de esos malestares. Son demasiado íntimos. No se los contamos a nadie. Como Emma.
Si Emma fue Madame Bovary y su historia marca no solo un hito en la novela moderna, sino también en el registro de la psiquis femenina, es porque Emma, la gran descarriada, la buscadora de pureza en el barro, después de todo fue una criatura de acción. Y a las mujeres nos han contado desde el principio de la civilización que existimos para acompañar, nutrir y calmar, no para actuar. No solo Flaubert fue Madame Bovary. Emma era una insatisfecha, pero no porque le faltara algo, sino porque le sobraba lo real.
Así también fue mi madre. Olga no pudo explorarse y descubrir que ella misma era la tierra fértil en la que esa planta de la felicidad podía tener chance, pero que el abono debía provenir de otras renuncias, de otras decisiones prescindentes de la opinión generalizada sobre el goce. No se animó a ser menos esposa y menos madre, y eso la enojó siempre. Parecía vivir reaccionando permanentemente contra alguna clase de injusticia. Es probable que eso fuera cierto.
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