SOCIEDAD › LA NASA ADMITE QUE SU PROGRAMA ESPACIAL FUE UN ERROR
El transbordador equivocado
El director de la agencia espacial dejó abierto el camino para el final de un plan que costó 159 mil millones de dólares.
Por Federico Kukso
Columbia, Challenger, Discovery, Atlantis, Enterprise, Endeavour: de ahora en más, para la NASA, estos nombres reproducirán los ecos no del tesón humano por adentrarse en lo desconocido, sino del mal trago del error. Así lo estima el mismísimo director de la agencia espacial estadounidense, Michael Griffin, que ayer dejó a todos con la boca abierta con una confesión: “Desde sus orígenes, a mediados de la década del ’70, el programa de transbordadores espaciales fue un error: era extremadamente agresivo y apenas factible”, dijo, para después dirigir sus misiles (discursivos) contra la Estación Espacial Internacional.
En realidad, lo dicho por Griffin –el nuevo capo de una de las agencias gubernamentales más importantes y mediáticas del mundo– no destaca por su novedad. En sus 23 años, el programa de los también conocidos “taxis espaciales”, que sucedió a la exitosa serie de naves Apollo, cosechó dos desastres colosales (la explosión del Challenger, el 28 de enero de 1986, y la desintegración del Columbia, el 1° de febrero de 2003), 14 astronautas muertos (entre los que siempre se recuerda a la profesora Christa MacAulife, la primera civil en participar en un vuelo espacial), un incidente vergonzoso reciente con el Columbia y una cuenta monstruosa en lo referente a sus gastos (algo así como 150 mil millones de dólares desde que comenzaron las pruebas en 1971).
Lo que sí sorprende en esta suerte de mea culpa es la admisión del error, un acto hasta ahora inconcebible para la NASA, cuya política siempre se caracterizó por “tirar la piedra y huir”. O sea, anunciar fastuosamente nuevos descubrimientos y hazañas (por más infladas que parezcan) y esconder el cuello en caso de errores ominosos. Uno de los más recordados: el anuncio grandilocuente por parte del por entonces presidente norteamericano, Bill Clinton, sobre la existencia pasada de vida en Marte a partir del análisis de un meteorito hallado en la Antártida. Valga decir que la retractación se hizo a través de textos minúsculos en revistas especializadas y no a través de conferencias de prensa encabezadas por primeros mandatarios.
Se suponía que los transbordadores espaciales se erigirían como el sistema líder de la exploración espacial tripulada de los Estados Unidos. La clave claramente estaba en la no caducidad de su flota: como si fueran envases de botellas retornables, estas naves de despegue vertical de 37 metros de longitud impulsadas por dos tanques recuperables de combustible sólido se destacaban por su carácter reutilizable, con una vida útil de cien lanzamientos. El objetivo: poner satélites en órbita, construir y mantener estaciones espaciales, y muy indirectamente mostrar que el espacio –para los norteamericanos– estaba a un salto. A esta altura no importó tanto los éxitos fehacientes de los transbordadores, sus avances a paso de tortuga en la conquista del cosmos, sino su veta trágica, la vergüenza técnica que opacó el orgullo norteamericano henchido luego de la victoria en la carrera espacial sobre los rusos.
Aunque el programa tiene una continuidad prevista hasta 2010, el anuncio aparece como acto protocolar para emprender un borrón y cuenta nueva. Ahora, con la idea fija en la Luna y en el retorno para 2018, nada mejor que olvidar el pasado inmediato y reflotar el pasado distante y glorioso: las naves Apollo tan vetustas, poco atractivas para la cámara, pero exitosas al fin, que dentro de poco harán de modelo-base a copiar para volver al satélite natural terrestre.
Y eso no es todo: la NASA necesita imperiosamente una nueva imagen, naves que por nada del mundo exploten y más que nada adaptarse al nuevo panorama que se abre con la incipiente privatización del espacio. Lo único que falta es que en vez de ser aplaudida por sus logros, la NASA pase a ser de ahora en más la sigla del desastre, de la burla y del orgullo pisoteado.