SOCIEDAD › JOHN LOVELOCK, ECOLOGISTA, CREADOR DE LA TEORIA DE GAIA

Noticias del fin del mundo

A los 86 años, este científico inglés, de los más polémicos del siglo, acaba de publicar La venganza de Gaia, en donde anuncia que a la vida en el planeta le quedan menos de 50 años. El problema será que para 2050 se habrán derretido los polos y subirá el nivel de los mares.

Por Rosa Montero

Como los gnomos, vive en mitad del campo, en el suroeste de Inglaterra, en una granja de catorce hectáreas. En el exterior, el mundo bucólico; en el interior, un incesante trabajo: dos salas de computadores, papeles, libros y cachivaches. Ayudado por Sandy, su segunda mujer, una treintena de años más joven, Lovelock prosigue con su actividad científica. Hace cuarenta años ideó la teoría de Gaia, según la cual nuestro planeta sería un todo capaz de autorregularse. Nunca dijo que Gaia, la Tierra, fuera un ser pensante, ni que tuviera conciencia ni propósito, pero sus ideas fueron perseguidas y ridiculizadas ferozmente por los científicos durante mucho tiempo. Sólo a partir de los años ’90 empezaron a ser aceptadas.

Este viejo científico inglés adora construir sus instrumentos con sus propias manos y es un prolífico inventor. Hace también cuarenta años creó el detector de captura de electrones (ECD), una máquina pequeña y barata que revolucionó el mundo. El ECD es tan sensible que, si derramamos una botella de perfume en Japón sobre una manta, a las dos semanas el detector podría percibir sus partículas en el aire de Londres. Con ese invento sencillo y milagroso, los ecologistas descubrieron residuos de pesticidas en todo el planeta. Y fue el propio Lovelock quien, usando su máquina, advirtió en mediciones sobre el océano la existencia de los CFC, los famosos clorofluorocarbonatos que están alterando de manera radical el equilibrio atmosférico. Todo esto dio lugar al Protocolo de Montreal y lo que vino después en política medioambiental. Lovelock fue el padre de la ecología moderna, pero no se lleva demasiado bien con los verdes: considera que la mayoría “no sólo desconocen la ciencia, sino que además la odian”.

Este abuelo vitalista y alegre regresa convertido en un mensajero de la oscuridad. Su último libro, The Revenge of Gaia (La venganza de Gaia), recién publicado en el Reino Unido, viene a decirnos que estamos inevitablemente abocados a una catástrofe natural casi inmediata. Resulta difícil creer que el mundo tal y como lo conocemos se acabe en pocos años. Pero también nos resulta difícil creer en nuestra propia muerte.

–Su último libro es un verdadero bombazo que presenta un futuro muy negro para la humanidad.

–Me temo que sí, es una historia muy triste, aunque no totalmente desesperada. Va a ser un golpe muy grande para los humanos, pero habrá sobrevivientes y tendremos la oportunidad de empezar de nuevo. Porque en esta ocasión la hicimos fatal. En cierto modo me siento mal por ser el portador de noticias tan terribles, pero por otro lado miras alrededor y ves que las cosas empeoran y empeoran por momento en el mundo, y alguien tiene que intentar detener ese desastre.

–Usted dice que para 2050 se habrán derretido los polos y que Londres, entre muchos otros lugares de la Tierra, estará bajo las aguas.

–En efecto, los polos se habrán derretido totalmente y puede que antes de esa fecha. En cuanto a las inundaciones, no estoy seguro de si ocurrirán tan pronto. Lo que provocará las inundaciones masivas será el deshielo de los glaciares, y puede que eso tarde un poco más.

–Pero en cualquier caso sería lo suficientemente pronto, antes de que se acabe este siglo.

–Oh, sí, eso desde luego. Definitivamente, antes de que se acabe este siglo, Londres estará inundado. Y todas las zonas costeras. Imagínese Bangladesh, por ejemplo; el país entero desaparecerá bajo las aguas. Y sus 140 millones de habitantes intentarán desplazarse a otros países, donde no serán bien recibidos. En todo el mundo habrá muchas guerras y sangre.

–Mire, lo que más me inquieta de sus predicciones es que usted nunca ha sido un hombre apocalíptico.

–Nunca, nada. Siempre he sido justamente todo lo contrario.

–Que usted salga ahora con un libro tan pesimista debe de haber supuesto un choque en la comunidad científica.

–Bueno, tengo bastantes amigos en el campo de la ciencia, y especialmente dentro de los científicos del clima, que manejan los mismos datos que estoy manejando yo. Lo que pasa es que, al estar empleados, no pueden hablar claramente de estas teorías, porque perderían sus trabajos. Pero hablan conmigo y dicen que en cierto sentido soy su portavoz. Están muy preocupados. Y su actitud respecto del libro que acabo de publicar es que, en todo caso, se queda corto. La situación es verdaderamente muy mala.

–Tan mala que dice que hay que recurrir a la energía nuclear, porque no hay tiempo para descubrir otra alternativa lo suficientemente eficiente.

–Así es. No es que yo esté en contra de otras energías alternativas, sobre todo en algunas zonas como los países desérticos, donde resulta de lo más razonable usar la eólica para desalinizar el agua. Pero en países muy urbanos y densamente habitados, como Inglaterra o Alemania, es absurdo intentar sacar la energía de los molinos de viento.

–Su apoyo a la energía nuclear lo puso otra vez en el ojo del huracán. Seguir siendo así de polémico con 86 años tiene su mérito y su gracia.

–Bueno, supongo que sí, en tanto y en cuanto consigas evitar los misiles que te disparan desde todas partes.

–Además de científico es inventor y ha creado unas sesenta patentes.

–Pero no poseo ninguna de ellas. La gente no suele saber que, si quieres patentar algo, todo el proceso legal hasta llegar a la patente te cuesta 100.000 libras (400.000 pesos) y a ver cuánta gente tiene ese dinero. Porque además sólo un invento de cada cinco termina siendo rentable. Por otra parte, no soy un hombre de negocios y nunca quise serlo, así es que lo que hice fue buscar alguna empresa buena, amable y honrada, como Hewlett-Packard, por ejemplo. Y entonces llegas a un acuerdo muy simple, según el cual les cedes tus inventos dentro de un campo determinado y a cambio ellos te pagan un dinero. Hewlett-Packard me ha pagado 32.000 dólares al año, y me basta.

–Pero podría haberse hecho multimillonario, sobre todo con el ECD. Y, de hecho, usted patentó ese invento. Pero luego se lo robaron.

–Lo que sucedió es que yo fui a Yale a trabajar durante unos meses en el departamento de medicina. Ya llevaba el ECD en la cabeza desde mucho antes, pero lo construí allí. Los de Yale dijeron: “Bueno, vamos a patentarlo; un tercio para Yale, otro para una agencia de patentes y otro tercio para ti”. “Bueno –dije–, acepto.” No soy ambicioso y no me importaba compartir la patente. Pero en cuanto registramos el ECD recibí una carta muy ruda del gobierno americano diciendo que ellos se quedaban con la patente. Me quedé atónito, pero entonces recibí una carta mucho más amable del decano de Medicina de Yale, en la que me pedía por favor que renunciara a mis derechos, porque estaban amenazando con cortarle la mitad del presupuesto al departamento. Así es que renuncié. Podría haber acudido a abogados y demás, pero todo eso cuesta dinero y yo no sabía si iba a poder recuperarlo. A decir verdad, por entonces yo no pensaba que el ECD fuera a ser una patente muy valiosa.

–Y luego se convirtió en uno de los inventos fundamentales de la segunda mitad del siglo XX.

–Sí, pero no me gustaría que diera la imagen de que me siento frustrado o amargado por eso, por haber perdido la patente. No es algo que me haya preocupado. Mire, esto es el ECD (es un objeto del tamaño de un paquete de cigarrillos, unos cuantos hierros viejos clavados a una base de madera).

–¿Y esto tan pequeño cambió el mundo?

–Bueno, no tiene por qué ser grande. Y lo que me encanta es que lo fabriqué yo mismo. Fue muy divertido.

–Sí, y para conseguir la fuente radiactiva que necesitaba raspó la pintura fluorescente del cuadro de mandos de un viejo avión militar.

–Cierto. Hoy no podría hacer eso, porque las nuevas regulaciones verdes respecto del manejo de la radiactividad me lo impedirían. Es increíble, pero si los verdes hubieran sido verdaderamente poderosos en los años ’50, nunca hubiera podido inventar este aparato.

–Luego colaboró con la NASA. Entre otras cosas, inventó un instrumento que luego formó parte de la Viking y ahí apareció Gaia, de golpe, como un relámpago, en 1965.

–Sí, conocí a unos biólogos y un día me dijeron: “¿Por qué no viene a una conferencia que tenemos sobre la detección de vida en Marte?”. Me pareció estupendo. Y resulta que los biólogos estaban desarrollando equipos de detección para la superficie de Marte como si fueran a buscar vida en el desierto de Nevada. Y yo no hacía más que decirles: “¿Pero cómo pueden pensar que la vida en Marte, si es que hay vida, va a crecer en un medio así? La vida allí puede ser completamente distinta”. Entonces me dijeron: “¿Qué harías?”. “Bueno, yo intentaría buscar una reducción de la entropía.” Esto les hizo tragar saliva, porque dentro de la fraternidad biológica nadie parece tener una idea clara de lo que es la entropía. Eso me forzó a desarrollar un análisis atmosférico que marcara qué condiciones pueden llevar a la vida, y de ahí surgió Gaia.

–Lo que dijo es que el equilibrio químico de la atmósfera posee un índice muy alto de entropía, de desorden. Y que cuando se encuentra una atmósfera con una entropía baja, en la que hay demasiado metano, o demasiado oxígeno, o cualquier otro ordenamiento químico anómalo, eso indica la presencia de vida. Porque es la vida la que altera el equilibrio químico y lo ordena. Esa idea de la vida como generadora de orden es muy bella.

–Gracias. Verá, el jefe de allí se enojó porque llevarle la contra y me dijo: “Hoy es miércoles. Vení el viernes a mi despacho con un sistema práctico de detección de vida a través de la atmósfera o atenete a las consecuencias”. Sonaba a una amenaza de despido, y la verdad es que cuando te someten a esa presión es increíble lo de prisa que se piensa e inventa.

–Y del miércoles al viernes nació Gaia.

–Lo que pensé es que esos gases de la atmósfera reaccionan los unos con los otros muy rápidamente. Sin embargo, la atmósfera de la Tierra había permanecido estable durante mucho tiempo. Y me dije: “¿Qué es lo que hace que se mantenga esta estabilidad?”. Y lo único que podía mantener ese equilibrio era la vida. A los científicos del clima les gustó el nombre y la idea desde el principio. El problema siempre fue con los biólogos. De alguna manera, los biólogos creen que la vida es su propiedad. Los biólogos eran tan ruidosamente anti-Gaia que ni siquiera conseguías publicar un artículo en una revista científica si llevaba la palabra Gaia por algún lado.

–Mientras le discutían, Gaia estaba inmerso en “la guerra del ozono”, la polémica de los setenta entre los verdes y los químicos industriales.

–Ay, sí. Esa fue una batalla adyacente y también estuve en el sector equivocado. Se ve que es mi sino esto de estar en el sector erróneo.

–Se alineó con la industria. Pero dice en su autobiografía que se descubrió ahí, que no es que eligiera partido.

–Pues sí, es que simplemente las cosas sucedieron así. Con el ECD, la gente empezó a descubrir restos de pesticidas por todas partes del mundo y empezaron a ponerse locos con eso. Pero es que el ECD es un aparato tan ultrasensible que yo le aseguro que, si ahora cojo una muestra de su sangre o de la mía, podría sacar la huella de todos los pesticidas que se han usado en el planeta, porque están almacenados en nuestro cuerpo. Ahora bien, los niveles de estas sustancias son tan extraordinariamente pequeños que son totalmente inofensivos. Y lo que sucede es que los verdes no son nada sensatos y no saben distinguir entre la presencia de un pesticida y que esa sustancia alcance un nivel dañino. El médico medieval Paracelsus ya dijo que el veneno es la dosis y tiene razón, pero los verdes no podían entender eso. Y el caso es que cuando descubrí los CFC en el océano, me dije que los verdes van a decir que nos estamos envenenando, cuando en realidad se trataba de cantidades ínfimas. Y entonces en aquella guerra sostuve que el CFC no era dañino, y eso me colocó en el sector de los malos desde el principio.

–Luego se descubrió que el daño que hacían los CFC era de otro tipo.

–Claro, era en la estratosfera y a la capa de ozono, pero no en el aire y como riesgo biológico para la gente. En fin, fue una batalla muy áspera y amarga. Además de inútil. El verdadero problema es que la gente no se ha hecho cargo de la situación medioambiental, y entonces Gaia está haciéndose cargo de ella, por así decirlo. El deterioro fue demasiado lejos y ahora el sistema está moviéndose rápidamente hacia uno de esos momentos críticos. Vamos a vernos reducidos a quizá 500 millones de humanos, tan poco como eso, 500 millones de humanos viviendo allá arriba, en el Artico. Y tendremos que empezar de nuevo.

–Y si nos esforzamos en tomar medidas y abandonar todas esas prácticas que están alterando el ozono y provocando el cambio climático...

–No serviría de nada. Hace 100 o 50 años hubiera sido posible hacer algo, pero a estas alturas ya no hay manera de detener el proceso. Yo creo que dentro de la ciencia del clima todo el mundo sabe que ya es demasiado tarde. Es como ir dentro de un bote y estar demasiado cerca de una catarata. Por mucho que remes, no podrás evitar la caída. Y ahora lo mismo: no se pueden parar las fuerzas naturales que mueven el planeta. A veces pienso que estamos igual que en 1939, cuando todo el mundo sabía que iba a empezar una guerra mundial, pero nadie se daba por enterado.

–Si todo da igual, ¿qué importa usar energía nuclear o no?

–Sí importa, y mucho, porque lo fundamental es conservar nuestra civilización, de la misma manera que la civilización romana se conservó en los monasterios durante la época oscura. Sin duda, vendrá una nueva época oscura, y los supervivientes necesitan una fuente de energía. Y, por ahora, la única fuente suficiente que puede proporcionar electricidad y alimentos y calor a los supervivientes en su retiro ártico es la energía nuclear, es lo único sensato.

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