SOCIEDAD › OPINION

La hora de la sociedad civil

 Por Mario Wainfeld

Cuánta energía generan las mentes de millones de personas que piensan, ansían y reclaman lo mismo, al unísono? Muchísima, está comprobado. ¿Cuánto tardan esas ondas telepáticas en cruzar el Atlántico y las fronteras de algunos países europeos? Milésimas de segundo aun si hay viento en contra, asegura nuestro asesor en teoría de la relatividad y saberes anexos. José Pekerman no ignoraba, no podía ignorar, que en el entretiempo una mayoría aplastante de argentinos (una cifra que superaría a los potenciales votos de Kirchner, Lavagna y Carrió sumados o coaligados) le exigía la entrada de Carlos Tevez, de Lionel Messi o de ambos. Empero, el hombre quieto y lacónico se empacó en “la suya”. Mantuvo a su equipo titular, exponiendo sin alarde su cabeza a la guillotina. Argentina empataba y un revés obtenido de cualquier modo (aun vía empate y definición por penales) le hubiera valido un feroz movimiento de opinión en contra. La victoria tiene cien aliados, pero al menor tropezón –ya hay jurisprudencia– los chacales y los buitres hacen su agosto. Los conducen periodistas que son a la vez técnicos, empresarios, lobbistas y contreras de cualquier cosa medianamente agradable que pueble la tierra, sobre todo si con eso hacen negocio.

¿Vale la pena tomar tantos riesgos contrariando a las mayorías populares? ¿Se mantuvo Pekerman porque sus convicciones son tan profundas que prefiere desafiar la bronca popular, bancarse el albur de ser declarado un técnico medroso, un enemigo del pueblo, amén de poner en riesgo el laburo? ¿O el tipo es un necio, un cabeza dura cuya arrogancia lo priva de percatarse de lo obvio y lo fuerza a perder raciocinio e ir contra la corriente? ¿Cuál es el límite entre un demagogo y un mandatario respetuoso de las demandas populares? ¿Cuál el que media entre un especialista que no se somete a los reclamos del vulgo y un tecnócrata ajeno a la lógica democrática? La explicación certera a estos enigmas escapa a este cronista, cuya hiperexcitación se prolonga bien entrada la noche del sábado. Lo cierto es que, sin atisbo de originalidad, le dijo de todo a Pekerman por su obstinación, ante varias personas, por lo que, con la chapa puesta, ofrece públicas disculpas.

Lo que pasó es que los relevos reclamados bajo apercibimiento de despido volvieron a carecer del valor mágico que la opinión pública y la cátedra vienen prediciendo. Y que, en función del tiempo suplementario, el cambio de aire le hizo bien al equipo. Por lo demás, está claro que Maxi Rodríguez ya es una de las figuras del torneo y que Pekerman debía ser el único argentino que confiaba en él para ese menester. Lionel Scaloni, su otro toque personal de ayer, estuvo a la altura del compromiso, aunque se comió un caño de aquellos en la mejor jugada del partido, hilvanada por los mexicanos.

Por eso, de cara al partido contra Alemania, es hora de proponer que la sociedad se ponga de pie. Debe existir una movilización anticipatoria, deben armarse redes de ONG, y hasta de partidos políticos para mocionar que, sea cual fuere el resultado del viernes, Pekerman siga en su cargo por otros cuatro años, con opción a su guisa por cuatro más.

No todo es política. El mundo académico debe decir su palabra y acaso es hora de que la conducción de la UBA y la FUBA depongan transitoriamente sus enfrentamientos y realicen un acto conjunto ungiendo como doctores honoris causa a José, y nombrando adjuntos a Abbondanzieri, Ayala, Mascherano y Maxi, los héroes de la sufrida jornada de ayer.

Un sueco celeste y blanco: El politólogo sueco que hace su tesis de posgrado en Argentina, escribe con dos dedos en su laptop. Tiene a la pelirroja progre en sus rodillas, disfónica y con la camiseta nacional pegada al cuerpo por la transpiración. “Estimado profesor –le escribe a su padrino de tesis, el decano de Sociales de Estocolmo–, ustedes son unos amargos. Alemania los pisó y ese Larsson no tiene huevos ni parapatear un penal. Pero quédese tranquilo que desde aquí los vamos a vengar.” A vuelta de Messenger el decano decide privilegiar su ansia de vendetta comunitaria a sus pruritos académicos. “¿Está seguro, Olaf? Mire que los alemanes son duros de matar.” “Nadie está a la altura de Argentina, maestro. Usted mándeme unos euros que ando medio seco de caja chica y yo le agencio el resto. ¿Los alemanes? Que traigan al kaisercito”, increpa nuestro politólogo, políticamente incorrecto. La pelirroja duda un poco pero hoy es día de jolgorio, propone poner proa al Obelisco y le añade en posdata unos besitos al decano.

La final anticipada: La expresión precedente es un lugar común que tendrá su cuarto de hora durante cinco días. Es demasiado dar por hecho que el que gane el viernes será campeón. Puede caerse en el camino como le pasó a Francia, eliminado en el ’86 después de dejar afuera a Brasil, o como Italia, que relegó en semifinales a Alemania en el ’70 y luego fue goleado por Brasil. Enfrentar al local ya es un karma y este equipo alemán lo agrava porque despliega el fútbol más ofensivo que se vio en el torneo. Los germanos parecen ignorar el abc de la especulación, así sea la más honesta de retener la pelota y dejar transcurrir el tiempo. Atacan con tanto frenesí que uno imagina que tal vez obren engañados acerca del resultado del partido que están jugando. Quizás exista alguna autoridad superior que los convenza de que están perdiendo o empatando y que deben redoblar sus esfuerzos. En una cultura donde prima tanto la disciplina, todo es posible.

El alemán es un equipo noble que busca siempre el arco contrario, que tiene un delantero de punta descomunal, Klose, un sucesor del notable Gerd Müller, artillero en el otro mundial en el que fueron locales, y que ganaron. Parece difícil vencerlos, pero suena más factible buscarlo atacándolos, tocando por abajo entre los dos obeliscos que tienen de zagueros que esperarlos y soportar sus chubascos. Cambiar gol por gol y ganarle 3 a 2 o 4 a 3.

Contra tamaño adversario, sería una desmesura pedir ganar “cueste lo que cueste”. Cueste lo que cueste, Argentina debe ser tan cabeza dura como su deté, conservar sus convicciones futboleras, su temple y su conmovedor sentido de equipo. Si ganamos, festejemos como si hubiera sido una final. Y si quedamos en el camino, que las ONG pongan lo que tienen que poner.

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