Miércoles, 21 de marzo de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Javier Auyero *
El 11 de marzo falleció Roxana Chávez. Luego de muchos años de una intensa pelea, el cáncer la derrotó. Tenía 43 años. Vivió casi toda su vida en Santiago del Estero; era empleada del Poder Judicial en la capital santiagueña y militante de la Asociación Sindical de Empleados Judiciales de la provincia. Conocí a Roxana, la Negra, en el año 2000, cuando realizaba mi investigación para Vidas beligerantes, el libro que, con ella como una de sus dos protagonistas, publicó la Universidad de Quilmes en 2004.
Desde el día en que la conocí en el local del gremio judicial supe que quería contar su vida. Hablamos muchas horas, me contó su historia de sufrimiento en una provincia hasta entonces dominada por el juarismo, sus padecimientos en una sociedad aún hoy dominada por los hombres y su participación en el Santiagazo, una protesta popular que conmovió los cimientos de la provincia que la vio nacer. Frente a la plaza Libertad, a orillas del río, o en el fondo de su casa, me transmitió también su alegría y su energía, que la llevaron a ser reina del carnaval santiagueño. Mucho de su espíritu carnavalesco lo expresó de manera incansable durante las calurosas jornadas de diciembre de 1993, cuando los santiagueños testificaron su furia contra la corrupta clase política local. Hoy recuerdo su tonada, su voz, sus ojos en esas largas horas en las que juntos reconstruimos su historia y, en ella, la historia y el presente de las desigualdades de clase y de género en nuestro país y su provincia. Su vida, argumenté en el libro, fue una incesante búsqueda de justicia y de reconocimiento. Una lucha sin tregua contra el olvido al que ella, y con ella mucha otra gente, están sometidas.
Después de leer Vidas beligerantes, me escribió un mensaje por correo electrónico diciendo: “Lo recibí. Gracias. No tengo palabras. No pude leerlo de corrido, por las lágrimas. Gracias”. Su indignación por la injusticia y la corrupción, y su inquebrantable voluntad militante no menguaron cuando, al poco tiempo de recibir el libro, se enteró de su enfermedad. Siguió asistiendo a las marchas contra la impunidad. Vio, emocionada, cómo los Juárez dejaban de gobernar. La escuché feliz por lo que percibía como “aires nuevos” y poco me contó de su dolor físico frente al mal que la acosaba.
Ella soñaba, me dijo alguna vez, con que Vidas beligerantes “sirviera para algo”. Nunca supe cómo decirle que lo más valioso era su indignación y su voluntad, su alegría y su entereza.
* Profesor de Sociología en la State University of New Cork., Stony Brook.
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