Domingo, 23 de septiembre de 2007 | Hoy
SOCIEDAD › OPINION
Por Liliana Chiernajowsky *
Una vez más la historia se repite. En todos los casos se trata de jóvenes pobres a las que se les niega el derecho a un aborto reconocido por la normativa vigente. Aunque aparezcan como hechos aislados, configuran una serie que refiere al mismo problema de fondo: la profunda brecha entre legislación y vida cotidiana. Ese desfase cristaliza desigualdades sociales de las que poco se habla y expone una situación paradójica.
En primer lugar, la interrupción del embarazo se practica en nuestro país y las cifras superan las 800.000 intervenciones anuales, según estimaciones del ministro Ginés González García. Cualquiera que pueda pagarlo tiene acceso a un aborto –ilegal pero tolerado– en clínicas privadas de diverso rango de excelencia. La prohibición sólo afecta a quienes no disponen de recursos para decidir libremente sobre sus cuerpos y su reproducción y se ven obligados a requerir permisos para hacerlo. El tema, hay que enfatizarlo, constituye en términos prácticos un problema de clase y de doble moral.
La paradoja se podría resumir en una pregunta: ¿por qué esta sistemática arremetida contra una norma de principios de siglo? Todas las historias que cobraron estado público, como se sabe, se encuadran claramente en el artículo 86 del Código Penal, que contempla la no punibilidad del aborto en dos circunstancias: si el embarazo tiene origen en la violación de una mujer demente o idiota o cuando está en peligro la salud o la vida de la mujer.
Las leyes expresan valores y principios histórica y culturalmente situados, no verdades inamovibles. Por lo tanto también relaciones de poder y hegemonía. Las profundas transformaciones sociales durante el siglo XX, el creciente consenso sobre las luchas de las mujeres por el reconocimiento de sus derechos y el ejercicio de una ciudadanía plena, son el trasfondo de esta batalla cultural.
En el tema que nos ocupa, el artículo 86 constituye un ejemplo claro de la necesaria actualización de las normas. La restricción a los casos de “idiota o demente” deja abierto un dilema ético. ¿Se debe suponer acaso que si una mujer está en sus cabales y fue violada, por algo será? Lo mismo vale para la segunda situación prevista por el código porque, desde una concepción integral de la salud, ¿no es necesario precisar en la protección a la integridad factores de orden psicosocial de la mujer y su entorno familiar?
Estas cuestiones fueron resueltas hace años en la legislación de muchos países del mundo, donde el embarazo fruto de una violación, en cualquier caso, es nítidamente una razón para el aborto legal, así como diversas circunstancias de un embarazo no deseado.
Sin embargo, aun con sus limitaciones, el Código Penal resulta de un progresismo intolerable para los cruzados antiabortistas que no claudican en su propósito de incumplirlo. Tal es su fundamentalismo autoritario. Aunque es difícil agregar algo que no haya sido dicho ya, vale la pena detenerse en este punto y tratar de entender las razones que los llevan a emprender con eficacia su batalla ultramontana.
Sucede que, aun anacrónico y sujeto a una necesaria reforma, el código de 1922 no protege la vida del feto en cualquier caso y de manera absoluta. Esto es lo que no pueden aceptar los fanáticos defensores de los fetos. Hacerlo resultaría reconocer que abortar no siempre configura un delito para nuestra legislación, y que la vida por nacer no tiene mayor entidad que aquella que la está gestando. Tomar como válida esa premisa –los derechos de la mujer gestante– habilita el debate de otras razones éticamente valederas para la interrupción de un embarazo no deseado.
Quienes planteamos la necesidad no sólo de despenalizar, sino también de avanzar en una ley que regule su práctica, creemos que son éstas las cuestiones que hay que analizar y someter a discusión, porque tienen que ver con la vida, la ética y la justicia. Es la única manera, por otro lado, de terminar con la manipulación que combina presentación de recursos dilatantes por terceros no interesados; jueces que se hacen eco de estas demandas y médicos que judicializan y se niegan a realizar una intervención para la cual están legalmente autorizados. El veredicto del Superior Tribunal de Entre Ríos es esclarecedor en este sentido y sienta una valiosa jurisprudencia, que se suma a fallos anteriores en otras jurisdicciones.
En el último año el debate sobre el tema se ha instalado de manera inusual. Nunca se habían escuchado tantas voces inequívocas desde distintos campos de lo social. La llamada opinión pública hace tiempo es proclive a una adecuación de la legislación a lo que realmente acontece en la vida cotidiana. Es imprescindible que la sociedad, y sus instituciones, avancen en este sentido, sin privilegiar la opinión de quienes sólo están dispuestos a abordar el tema desde el lugar de las verdades reveladas e inmutables.
Porque, reconozcámoslo, el único impedimento para afrontar una discusión abierta y pública sobre un tema de salud y derechos humanos inalienables, como son los derechos sexuales y reproductivos,
es la oposición férrea y sistemática de grupos religiosos minoritarios que se niegan a reconocer las prácticas de sus propios feligreses y emprenden una defensa a ultranza de dogmas que imponen al resto de la sociedad.
Están dadas las condiciones para que los legisladores asuman el desafío y garanticen los derechos de todos, en particular de quienes sólo tienen los servicios del Estado para hacerlos efectivos.
* Ex constituyente de la ciudad y legisladora (MC).
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