SOCIEDAD
“La primera vez que me escuchan”
Mónica Rodríguez se despertó una mañana, hace 38 años, con una novedad que no pudo discutir: tenía que vestirse rápido, había cumplido 8 años y antes de que saliera el sol vendría una camioneta a buscarla para que cumpla con su primer trabajo, “descabezar anchoítas”. Desde entonces nunca se desligó de la industria del pescado y sí de su universo de niña, de la escuela primaria, que pudo terminar a los 14 –“es que iba una vez cada tanto”–, de sus amigos, de sus juegos. “A los doce me tomaron como menor en una congeladora, fue un alivio porque empecé a armar cajas con conserva de atún y ya no tenía que vendarme los dedos con trapitos para que la sal de las anchoas no me coma la piel.” Después supo del trabajo de fileteadora, fue después de casarse, a los 16, cuando el frigorífico la consideró mayor de edad por haberse emancipado. “Ese momento fue uno de los pocos buenos, porque estuve en blanco hasta los 20. Claro que siempre trabajaba de madrugada, como ahora, porque ellos te imponen el horario, y además cuando cortás el pescado, que está frío, la primera hora no sentís las manos, se te congelan. Después entrás en calor y pasa”, cuenta en la puerta del taller sobre “Trabajo en negro y pseudocooperativas”. Hubo otro corto período en el que Mónica gozó de obra social, aguinaldo y vacaciones. Entre los 21 y los 24, cuando finalmente, la despidieron del mismo frigorífico en el que ahora trabajan dos de sus cuatro hijos, “uno fallecido de muerte blanca”. Desde entonces sigue trabajando en la industria del pescado, en negro, como el 60 por ciento de las obreras de esa actividad. Tiene las manos deformadas por el frío de años y sabe de la violencia a la que está y estuvo expuesta cada vez que entra o sale de trabajar, siempre a la madrugada: “Porque no es que una entra de noche y sale de día; entrás de noche y salís de noche, 14 horas para ganar 40 pesos y no es que te dejen trabajar menos y ganar menos, una vez que entraste no te dejan salir”. Para Mónica, que fue a un ENM por primera vez el año pasado, estas reuniones son como un oasis. “Porque nunca me había pasado de contar mi historia de vida y que todas me escuchen y me pregunten y quieran darme una mano. Tal vez porque vivo en el puerto desde que nací y toda la gente que conozco está en la misma situación ¿para qué vamos a hablar de lo que nos duele si no nos podemos organizar? El año pasado lo intentamos y hubo 900 compañeras que ya no trabajan más.” Y es cierto que la escucharon, porque la voz de Mónica describió como pocas una de las realidades más duras de Mar del Plata, oculta detrás de una ciudad en obra que se maquilla para recibir a la Cumbre de las Américas.