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Rectorado, evolución y Sociales
Por Leonardo Moledo
Todas las especies tratan de mantener un cierto grado de equilibrio razonable entre los niveles de agresión y competencia –en la lucha por la reproducción, la comida o los edificios– y la energía empleada en ellos; de tal modo que el gasto energético sea inferior que la energía que provee el objeto a conseguir, tanto para los individuos como para la comunidad; por ejemplo, en la lucha por las hembras, en general no hay heridos: el amague simbólico es más frecuente que la pelea encarnizada, ya que el grupo no puede permitirse el lujo y el costo de daños mayores. Del mismo modo, la búsqueda de comida se organiza de tal manera que no implique un costo mayor que la energía que proveerá la presa.
En cierta y parecida forma, la tensión entre el reclamo y la acción, el equilibrio entre el objetivo, el gasto energético y la minimización del daño que se causa al grupo es el punto central de la política y a la vez su misterio. La alegre estudiantina que acampa en el Rectorado de la UBA con modestas reivindicaciones inmobiliarias y carteles tremendistas ignora esas pautas, también modestas, que son moneda corriente entre los chimpancés y otros primates, que garantizan así su continuidad evolutiva, y que suelen ser una regla de hierro en la mayoría de las especies.
Naturalmente, el rector Jaim Etcheverry podría firmar cualquier compromiso y sacárselos de encima, dado que un acuerdo firmado en estas circunstancias no lo obliga a nada, ni moral ni legal ni políticamente. Pero es mejor lo que inteligentemente está haciendo: ignorarlos y esperar a que, con el transcurso del tiempo, se confundan con el fondo permanente de instalaciones y mobiliario del Rectorado. Simplemente, debe evitar que el problema consuma sus propias energías; el rector debería olvidarse por completo de ellos. No es fácil, pero el día en que verdaderamente se olvide, se irán o se extinguirán; y hasta puede ser que entonces los extrañe un poquito.
Pero más allá del desenlace, lo peor –por lo menos para un integrante del cuerpo docente de la Facultad de Ciencias Sociales como quien esto escribe– es que este episodio demuestra el fracaso de la propia facultad. Al fin y al cabo, si los acampantes del Rectorado verdaderamente representan a los estudiantes de Sociología, Ciencia Política o Comunicación, que protagonicen puestas en escena tan berretas y simplotas en su propio terreno –el de la política, la acción social, la comunicación, los actores sociales que estudian– habla de su precaria formación; es como si los estudiantes de Medicina no supieran distinguir la tuberculosis de la gripe, o los de Ingeniería el motor eléctrico de la roldana. Su formación y su nivel dejan bastante que desear, y si éstos son los futuros sociólogos, politólogos y comunicadores sociales que se están formando, verdaderamente, es importante pensar si se debe gastar dinero en un edificio único, o antes –y urgentemente– averiguar qué ocurre con una facultad que genera estudiantes tan deficitarios.