Miércoles, 31 de diciembre de 2014 | Hoy
Por María Gainza
A los nueve años me dedicaba a un deporte solitario. Jugaba durante horas al tenis contra la pared del garaje de la casa donde vivía, con una raqueta de madera mal encordada y tres pelotas de pique plúmbeo que estaban para tirar pero que yo, eximiéndolas de la realidad, imaginaba nuevas y afelpadas y cada noche envolvía en papel traslúcido y guardaba en el tubo, como una fruta exótica que debía preservar de la oxidación. Nunca jugaba contra nadie, jugaba contra mí misma, con un tenis mecánico, flojo pero fluido. Y entre golpe y golpe, relataba en voz alta episodios de mi vida, que era corta y simplona, pero yo creía larga y dramática.
De las cosas que dejé cuando crecí y me mudé, sólo extraño mi raqueta de madera y la pared del garaje. La raqueta quedó en la baulera de aquella casa, y donde vivo hoy no tengo garaje, pero con el tiempo descubrí que los cuadros de los museos se habían convertido en mi nuevo frontón; contra ellos peloteo hasta hoy. Es como retomar una vieja conversación que quedó picando. El guardia de sala del Museo Decorativo me conoce como la viejita loca que los días de semana, cuando el lugar está casi vacío, habla con las pinturas de Hubert Robert.
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