Miércoles, 31 de diciembre de 2014 | Hoy
VERANO12 › MARíA GAINZA
La primera mitad de tu vida fuiste rica; la segunda, pobre. No alarmantemente pobre, sino más bien seca, de esas que llegan arañando a fin de mes sin haberse dado ningún lujo y tienen que salir corriendo a pedir prestado si surge algún imponderable. Eso explica tu Síndrome de Cuna de Oro, la indestructible sensación de que el dinero siempre está. No es que alucines que tenés una parva de billetes en la bóveda del banco, es más bien una impresión de seguridad interna, que por supuesto es un espejismo, pero un espejismo muy vívido. Pertenecés a una clase que durante generaciones ha dado por sentado que todas las noches tendría un plato de comida caliente sobre la mesa. Hay mucho de bendición en eso, y algo de maldición también: la falta de hambre te vuelve haragana. El mismo fenómeno, pero a la inversa, se da en las personas que han pasado privaciones y, de grandes, tienen dinero. Esa gente dice que llevará hasta el último día la sensación de frío y precariedad metida en los huesos, es como un dolor de muela persistente del que no se liberan más. Vos podés pasar una larga temporada comiendo arroz, pero siempre pensás que va a ser pasajero, que ya va a venir una buena racha. Lo que sí intentás mantener a distancia es otra de las patologías producto de una infancia con todas las necesidades cubiertas: se la conoce como Tristeza de Niña Rica. Uf, cómo la detestás.
Yeats decía: “Ahí viene el crepúsculo celta” y exorcizaba su disposición melancólica haciendo traducciones del griego. Vos no manejás lenguas muertas pero tenés otros recursos: hacerte la manicura es la fórmula más barata que encontraste para no dejarte arrastrar hacia las sombras. Por lo general funciona, te mantiene en el presente, concentrada en una porción diminuta de vos misma. Ahora, si te distraés, si levantás el pincel, para qué mentir, entonces sos la primera en sucumbir al encanto de las ruinas. Hay días en que una uña rota, una cutícula crecida o un poco de esmalte descascarado te estrujan el corazón y el dique que contiene tus tristezas se resquebraja.
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Salvo por algunos papeles que se escurren como animalitos atemorizados por las veredas, la avenida Corrientes está desierta. Los ojos te lagrimean. Hace un frío ruso y tu hija y vos van frotándose cuerpo a cuerpo, cuando una visión se desliza frente a tus ojos: príncipes de coronas torcidas, hadas descuajeringadas, reinas con capas de algún peludo animal que alguna vez fue blanco pero que ahora es gris; salen de las alcantarillas gatos con botas de cuerina ajada, madrastras con vestidos de rayón arrepollados; una metrópolis abandonada se puebla de personajes que miran asombrados sus reflejos en los vidrios de un bar, se amontonan en las esquinas, se agrupan a repartir volantes que anuncian una obra teatral. Entre el desfile medieval, te llama la atención un edificio a medio construir. Está envuelto en andamios, circundado por esas mallas de seguridad que se llaman media-sombra. Nada más parecido a una ruina que un edificio en construcción, pensás, y entonces ves bailar entre los escombros a tres jóvenes campesinas. Te recuerda a una pintura de Hubert Robert. Sonreís, la sonrisa involuntaria que despierta un globo de helio volando por el cielo cruzado de cables de una ciudad. Siempre que ves un Hubert Robert te acordás de tu mamá. Es el único pintor sobre el que están de acuerdo.
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Sólo estuviste frente a un Hubert Robert en el Museo Decorativo. Lo encontraste en un pasillo angosto, casi secreto, del segundo piso. Es un lienzo flaco y vertical que muestra a un grupo de jóvenes en ronda bajo las ruinas de lo que alguna vez fue un templo griego. Mires adonde mires en esa pintura, el templo derruido, el árbol seco, el burro hambriento, todo anuncia el final. Sólo el juego funciona como distracción momentánea. Como ese perrito que tras el bombardeo a Berlín salió de entre los escombros, desenterró un hueso flaco con el que jugó un rato y, cuando vio el camión militar que pasaba a toda velocidad, se tiró debajo de sus ruedas.
Hubert Robert no inventó la estética del colapso pero la llevó a su gloria. La poética de la ruina era la moda a fines del siglo dieciocho y el joven Robert la había conocido a través de su maestro René Slodtz. Fue Slodtz quien le contagió el gusto por las folies: el uso de columnas, pagodas y obeliscos para la decoración de jardines. No importaban la cultura ni el período al que pertenecieran, sólo interesaba que fueran antiguas, que estuvieran rotas, y por sobre todo que fueran falsas. Toda residencia aristocrática, para ser considerada como tal, debía tener sus ruinas símil Roma desperdigadas con cuidado por el parque. En situaciones extremas se llamaban “jardines terribles” e incluían la sensación de vivir al borde de la catástrofe mediante grutas que escupían lenguas de fuego, volcanes que entraban en erupción y lluvias torrenciales que caían sin previo aviso.
La ruina era una forma de restablecer vínculos con la Antigüedad, no es casual que surgiera en vísperas de la Revolución Industrial. Lo artificial exacerbaba la melancolía por lo perdido; los ricos se regodeaban en su tristeza. Imaginen a un grupo de personas ociosas soñando en medio de bostezos y capiteles con un pasado glorioso. A veces funcionaban como memento mori: los dueños de casa caminan por el jardín y al toparse con un pedazo de obelisco de punta tronchada, tiritan de emoción, imaginando que quizás algún día ellos también lo perderán todo. “¡Una escalera sin palacio! Mirar esos escombros y sentir el vértigo de la vida”, escribió Charles de Brosses al ver los pedazos de mármol que no conducían a nada en el jardín de Madame de Neuilly. A veces, la jardinería decadente satisfacía propósitos pragmáticos: en 1740, Lord Belvedere construyó al fondo de su jardín una abadía gótica tan inestable que las piedras se desprendían de los altos muros y sus arbotantes se sacudían al menor viento. La abadía, conocida también como El Muro de los Celos, bloqueaba la vista de la residencia del hermano menor de Lord Belvedere, un joven andrógino de cabellos rizados, por quien la esposa de Lord Belvedere suspiraba desde su balcón.
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Una noche de invierno, cuando tenías diez años, se prendió fuego el escritorio de tu casa. Uno de tus hermanos que estudiaba hasta tarde en esa habitación había colocado la estufa de cuarzo demasiado cerca del sillón y, al irse a la cama, se olvidó de apagarla. La gomaespuma ardió en cuestión de minutos. El olor a quemado te despertó. Al abrir la puerta del escritorio viste humo. Gritaste: fuego. Tu hermano llegó con una jarra de agua y, al ver que no era suficiente, se parapetó en el balcón pidiendo auxilio. Vos buscaste a tu mamá, era un reflejo mecánico: corrías hacia ella siempre que te sentías en peligro. Revisaste una por una las habitaciones del pasillo; no había señales de tu mamá.
Los bomberos tiraron abajo la puerta del departamento, se abrieron paso a los hachazos como en una jungla; puede que la alfombra de cebra, los quetzales embalsamados, las sillas Luis XVI con patas de león y la vitrina de armas antiguas los hubieran confundido. Te evacuaron por la escalera de servicio. El hall de entrada del departamento estaba lleno de gente. Tu mamá seguía sin aparecer y temías lo peor, pero no sabías a quién decírselo: todos estaban tan ocupados. Un vecino te alcanzó una taza de té, nada como una taza de té después de un shock, y estabas entrando en calor cuando, entre los vapores, viste venir a tu mamá por la vereda. Estaba en lo que ella llamaría “paños menores”. Tenía una camisa blanca abrochada en un solo botón, que ni siquiera era el correcto, lo que hacía que de un lado le quedara la panza al descubierto, y del otro le colgara el faldón como un banderín; abajo llevaba nada más que una bombacha blanca. Estaba descalza. El portero la había visto salir hecha una tromba en dirección a la embajada norteamericana que quedaba a una cuadra. Vos te hundiste en el sillón; tres noches después anotaste en tu diario: “La bombacha de mamá. Triste visión”.
Deberías haberlo adivinado. Siempre que pasaba algo tu mamá corría a La Embajada. Ese palacio que antes de ser La Embajada era la casa de su abuela. Tan traumático fue para ella que la familia la vendiera que nunca más pudo desprenderse de nada: si en una casa normal hay uno, a lo sumo, dos sofás, en la de tu mamá hay siete, arrumbados en los cuartos donde dormían vos y tus hermanos cuando eran chicos. Tu mamá tiene la manía de conservarlo todo. En el armario de lo que alguna vez fue tu baño hay una colección de catálogos de Sotheby’s desde 1972 en adelante: los estantes se han vencido bajo su peso. Un día se le cayó encima un espejo de tres cuerpos que tapiaba una biblioteca, dijo después que estaba buscando un libro para prestarle al portero: Los que mandan, de José Luis de Imaz. Quedó sepultada debajo del espejo durante media hora hasta que la mucama oyó los gritos. Salió ilesa. Pero a veces pensás que si logra sortear los accidentes, algún día terminará por crear un paisaje a lo Hubert Robert. Habrá visitas guiadas al departamento, los extranjeros se apiñarán en la vereda de la Avenida Libertador y levantarán la vista hacia el tercer piso: contemplarán las ruinas del patriciado argentino guardadas celosamente del polvo detrás de esos gigantescos ventanales de doble vidrio.
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Harto de la imitación, Robert fue en busca de las verdaderas ruinas. Visitó Nápoles, estudió los restos de Herculano y Pompeya, bocetó el palacio de Villa d’Este en Tivoli y pintó un futuro a imagen y semejanza de la Antigüedad pero sin su confianza. Había que aspirar a la grandeza de Roma, y a la vez, darla por perdida. Sin la intensidad de Piranesi ni la gravitas de Poussin, Hubert Robert vio en las ruinas una forma de meditación sobre una sociedad que ya no se consideraba a sí misma viviendo en un tiempo de continuidad sino en un tiempo de contingencia. Cuando volvió a París, Robert trajo consigo un regalo de un cliente romano: un atril que había pertenecido a una basílica del siglo XIV. Era un objeto de lujo en forma de águila que Robert colocó a la entrada del taller y usó como perchero: cada vez que colgaba su bata sobre las gigantescas alas de bronce sentía que abrazaba el éxito. Hordas de clientes se apiñaban a las puertas de su taller, todos querían un paisaje de Hubert Robert, todos morían por tener una pintura de ruinas para decorar sus casas: era la pièce de conversation más efectiva del salón cuando la charla entre los invitados languidecía. Sin proponérselo, Robert había creado un tipo de imagen en perfecta sintonía con su tiempo. “Espontáneamente amaba lo que era amado por muchos en esa época”, dice Sokurov en un documental narcótico sobre el artista.
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El incendio no dejó daños graves. Sobre la búsqueda de asilo en la embajada por parte de tu mamá, nadie dijo nada. Cada vez que te acordás, una parte tuya se avergüenza y otra se sonríe. Esclava de las convenciones la mayor parte del tiempo, tu mamá a veces es poseída por estallidos de originalidad. Un día que te llevaba al colegio notaste que tenía todos los espejos del auto apuntándola a ella. Se lo comentaste alarmada. “Ay, chiquita, los espejos retrovisores son un macaneo, sólo sirven para que las mujeres nos retoquemos el rouge. Yo presiento lo que viene y la intuición vale más que la vista.” En esos arrebatos que no sabés de dónde salen, ves en ella algo que la exime frente tus ojos, algo que te hace lamentar que su delirio no haya prevalecido sobre sus clichés.
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Las obras de Robert parecen una premonición que el pintor registra en trazos inacabados. Es un modo de pintar que le permite realizar una cantidad enorme de pinturas en un tiempo muy breve. Un príncipe ruso que se disputaba uno de sus cuadros dijo: “Robert quiere que le paguen a la misma velocidad en que él ejecuta sus pinturas. Pinta cuadros como si escribiera cartas”. Pero también había algo en esa técnica abocetada que se fundía a la perfección con el tema: como si en un mundo precario terminar algo ya no tuviese sentido. “Nada dura, ¿qué puede ser eterno? La roca se corroe, los ríos se congelan, la fruta se pudre. ¿Quién está más solo? ¿El halcón o la lombriz?”, se preguntaba Truman Capote a los doce años sentado a orillas de un río pantanoso en Alabama.
Robert era un hombre celebrado por su época cuando la suerte se le agotó. De golpe, todos sus hijos murieron, uno detrás del otro: Gabriel, Adelaide, Charles y Adèle. Cuando Napoléon llegó al poder, lo expulsó de la Academia. Prisionero en Saint-Lazare, compartiendo celda con el Marqués de Sade, en la cárcel donde un siglo antes se encerraban a las ovejas negras de las buenas familias, Robert escapó por muy poco a la guillotina cuando, por error, otro prisionero fue ejecutado en su lugar. Una vez en libertad, fue uno de los cinco asesores en la creación del Louvre; su sueldo era simbólico, apenas le alcanzaba para el almuerzo. Una medianoche llegaba de trabajar en los planos del futuro museo, cuando entró a su taller, que era muy pequeño y abarrotado, y se tropezó. Así murió Hubert Robert, desnucado por su atril romano. Tenía setenta y cinco años, ya no le quedaba nadie en el mundo y debía nueve meses de alquiler.
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Cuando cumpliste catorce años, tus padres volvieron de Estados Unidos con un regalo que te mandaba tu hermano mayor, un descastado que vivía en San Francisco. Entraste levemente irritada, tu estado habitual en esa época, siempre como esperando que te mandaran con tu verdadera familia. Tu mamá desarmaba las valijas y cuando te vio señaló una bolsa de plástico: “Tomá, reina lunática, esto es para vos”. Adentro había una esfera de cristal que contenía una reproducción del Golden Gate; si la sacudías nevaba sobre el puente, unos copos diminutos que giraban formando remolinos en el aire y después caían de una manera tan dulce que vos pensaste que una nieve así podría curar cualquier dolor. En la bolsa había una carta también. Era un papel arrancado de una libreta a las apuradas. En letra cursiva casi ilegible decía:
Somos cada vez menos.
Y no nos quedan municiones.
Pero ellos no lo saben.
Federico Williams
Desde que tenés memoria, tu mamá y los de su clase vienen anunciando que “este país se va a prender fuego”. Hace treinta años que esperan que arda. No hay semana en que no te pregunte si su nieta tiene el pasaporte al día porque “acá no hay futuro”. Cuando te habla así, vos te sentís como Cecco, aquel poeta rencoroso que, según cuenta Marcel Schwob en Vidas imaginarias, tuvo el instinto de ser negro porque su padre era blanco. Tu hija no tiene pasaporte, vos lo tenés vencido hace añares. Te gusta tu barrio, de hecho te encanta, y no tenés pensado mudarte nunca, aunque tu mamá piense que vivís en la frontera con el indio.
Con los años han bajado los decibeles de las peleas. Ahora que están grandes y cansadas, cada discusión parece un paso de comedia; hace poco la seguiste por un pasillo de su casa leyéndole párrafos de Irène Némirovsky: “En tus raros momentos de ternura maternal, cuando me estrechabas contra el pecho, tus uñas se clavaban en mis brazos desnudos”. Tu mamá, apurando el paso con insólita agilidad para dejarte atrás, murmuraba: “¡Pero qué horror, m’hija, las cosas que leés!”. Lo único que cada tanto las arrima es Hubert Robert, y cuando eso ocurre la brecha entre ustedes se acorta. Es un instante nomás, un fogonazo en el que ves la relación que habrían podido tener si las dos hubieran cedido un poco, si a las dos no se las hubiera tragado el personaje. Pero, a esta altura, difícil que haya marcha atrás. Para ella, serás siempre alguien que desperdició su suerte, la zurdita paqueta que vive como paria. Cuando te hace enojar le decís que te gusta vivir así, en tierra de nadie, y que con las astillas de sus muebles algún día construirás tu casa.
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