Viernes, 27 de febrero de 2015 | Hoy
Por Carlos Ríos
Hay relatos que nos vienen de lejos. La primera versión de “Wincher” la escribí hace más de 15 años, de un tirón, a mano, y cuando encontré el cuaderno pasé el cuento en una Olivetti Lettera 22. El cuaderno se perdió, no así el original a máquina que transcribí en una computadora de oficina. Cada tanto abría el archivo, tocaba por acá y por allá, tratando de mantener ese primer relumbrón que uno retiene antes de ponerse a escribir. Durante mucho tiempo releí este cuento como el testimonio de un escritor que pude ser y no fui. Al mismo tiempo, reconozco en su entrevero algunas insistencias que aparecen en mis libros: las ataduras y desconexiones filiales, un espacio tangible que deriva en un teatro mental, la superposición de voces en una historia siempre a punto de desvanecerse. Y en esto la base de una identidad irresoluble para quien nació en un pueblo de la costa bonaerense: un pie en el mar y otro en el campo. De algún modo, poner en circulación este relato es darle juego a un escritor que siempre estuvo entre paréntesis, la evidencia de un heterónimo blando que se hace uno entre paisanos, carpinchos y nutrias dominados por aquella monjita instruida en el misterio, con ánimos de santa.
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