VERANO12 › JUAN CARRÁ

El silencio del campo

La carta no dice mucho. Que ya no da seguir así. Que ella no quiere esto. Que no es lo que esperaba de nosotros, de mí. Y que por favor no la llame. Nunca más. La dejó sobre la almohada. La verdad que ni la escuché. Me quedé dormido apenas acabé. Ella se fue al baño, como siempre. Escuché la ducha. Y nada más. No entiendo bien qué es lo que quiere, mucho menos lo que no. Me recontra cago en que no quiera que la llame. Marco. Celular apagado. ¡Hija de puta! En el cajón de la mesa de luz no queda nada de ella. Tampoco en el baño. Se llevó todo. Vuelvo a marcar... nada.

Apenas entro en la ducha suena el teléfono. Salto de la bañadera y sin siquiera buscar el toallón voy para la habitación. Tarde. Llamada perdida. No es ella. Es mi hermano. ¡La concha de su madre!, pienso y no sé si estoy puteándola a ella o a él. Me estoy por meter a la ducha otra vez y el teléfono vuelve a sonar. La foto de mi hermano flota en la pantalla.

–Hola

–...

–Boludo, ¿sos vos? ¿Qué pasa?

–El abuelo...

–¡Hablá!

–Se murió.

Velorio

Apenas corto, lloro. Mi hermano sólo dice el abuelo y yo ya sé cuál de los dos es. Me dice que van a retrasar todo hasta que llegue. Le contesto que sí, que me esperen, que quiero despedirlo. Despedirme. No te preocupes, me dice, y que viaje tranquilo, que no hay apuro, que ya está muerto. Así dice antes de cortar y no alcanzo a descifrar el tono: si quiere hacerme sentir culpable por haberme ido a la mierda o si realmente trata de poner un manto de objetividad a una noticia tan chota. Humor negro seguro que no fue. No creo que le dé para tanto.

Me quedo unos minutos sentado con el teléfono en la mano. Las lágrimas me empañan los anteojos. Los pongo sobre la cama y trato de enjuagarme la cara con las manos. De barrer el dolor hecho agua. Es imposible. ¡Me cago en Dios!, digo en voz alta como si en esa expresión estuviera el deseo de creer en algo que no creo. Ese es mi problema con la muerte: la incapacidad de pensar que después habrá algo. Incapacidad de pensarlo, pero sobre todo de sentirlo. De creer. Creer. Palabra clave: pensar que es posible pero sin la certeza de que lo sea. Mi única certeza es que de esos labios pálidos, enmudecidos por bolas de algodón y pegamento, ya no saldrán más palabras. Y que ahí, en esa caja de madera, en ese cuerpo tan muerto y amortajado, está el final. La idea de lo irreparable. Entonces no queda más remedio que llorar. Que llorarlo.

En la parte de arriba del armario guardo los bolsos. Busco el que uso para viajes cortos. No pienso quedarme mucho más que lo necesario. Una buena excusa para volverme es tener lo justo: un pantalón además del puesto, un calzoncillo, una camisa y una remera. Un solo par de zapatillas. A eso sumo libros, nada más.

- - -

A esta altura todos deben pensar que no me llegó el mensaje. Que me la puse en la ruta o que mi úlcera explotó y me desangré en el baño apenas escuché la noticia. Los imagino llamando desesperados al celular. Culpando a mi hermano por su impericia constante a la hora de cumplir mandatos. Aunque él no tenga nada que ver será el culpable. Por suerte en esta ruta no hay señal. No podría explicar mi decisión. Quizá sea simplemente un impulso. Nada que explicar. Nada que entender. “No voy a ir... prefiero despedirlo en el campo”, es la única frase que se me ocurre que podría ensayar. Puedo imaginarme a mi padre puteándome de arriba abajo. A mi tío tratando de contenerlo con palabras que no se escuchan entre los gritos. A mi madre ajena a todo, ensayando algún gesto de desaprobación. Al resto diciendo por lo bajo que era obvio que la iba a cagar de alguna manera. Me imagino cada uno de los gestos en las caras tristes sin maquillar, parados alrededor del cajón lustrado. La mortaja más blanca que la piel de mi abuelo. Algunas coronas marchitándose junto a los cirios artificiales con lamparitas de neón. Y la cruz de un plateado reluciente, símbolo de una religión que ni el muerto ni el resto practica, pero que ante la muerte aparece siempre impoluta.

El viaje

Viajo. Los 400 kilómetros son eternos. Cuando lo que espera del otro lado del camino es la muerte por las ventanas no entra el asfalto, mucho menos el campo. Solo recuerdos. Imágenes vivas del pasado reinventado. La memoria engaña bastante. Completa esos agujeros de tiempo con lo más suave de nosotros. Como para que el pasado se vuelva menos áspero. Más asible. Dormir tampoco tiene sentido: en los sueños, los recuerdos abandonan el sentido de ese orden viciado y se vuelven películas oníricas en las que el director somos nosotros mismos, pero fuera de control.

- - -

Apenas me bajo, veo el caballo percherón al costado de la ruta. Sentado bajo un árbol, el peón. La boina de lana ladeada. Bombachas marrones, camisa de grafa, alpargatas de yute. Pañuelo al cuello. De cerca se le nota el roce de la piel en la tela clara. Busco con la mirada algún auto, una camioneta. Nada. El caballo y el peón son los únicos que esperan. Le extiendo la mano y él duda en apretar. Quizás tiene miedo de romperme los dedos de mujer con sus manos áridas. Me pide el bolso. Lo dejo en el piso. –Casi no lo reconozco.

–Pasaron muchos años...

–Nadie sabe que vino... como me pidió.

Le agradezco con la mirada. El viaje había sido muy largo y no me quedan fuerzas para hablar. El peón me acerca el caballo y me estira la rienda.

–¿Se acuerda? –dice con la sonrisa ladeada.

Recién entonces le veo las arrugas en su cara, las bolsas debajo de los ojos negros, sin pupila. Pongo el pie en el estribo y monto en un solo movimiento. El peón se queda sorprendido. Puedo notarlo en su cara.

–Dele rienda no’más, se sabe el camino de memoria –dice mientras me da el rebenque.

–¿Y usted?

–Yo voy caminando, tengo que pasar por la cooperativa antes.

El caballo arranca al trote. Me aferro a la rienda y trato de afirmarme a los estribos para evitar el rebote. Puedo imaginarme la risa del peón. Una venganza silenciosa de ese hombre de campo que se debe a mí por herencia y no por fidelidad.

Sangre

La camisa que me traje es demasiado blanca. Recién la saco del bolso. Todavía tiene olor al apresto. La tela está fría. Prendo un par de botones y voy a la cocina. Apenas cruzo la puerta de la habitación me rozo la manga con la pared de adobe. No importa. Después de todo esta ropa no sirve de nada acá. La idea de ponérmela fue para tratar de recuperar algo de lo que fui. De ese que quedó allá, en la ciudad. Al que todos creen tan falto de vida como mi abuelo. La siguiente mancha fue en los puños apenas intenté prender la cocina a leña. El tizne en todos lados; también en la camisa. Puse la pava para el mate. En la alacena hay un poco de yerba. La cuchara de plástico naranja es la misma de siempre. El mate también: de lata, enlosado, con un ramo de flores como adorno y el esmalte saltado en una de las manijas. En la cocina no entra una gota de luz del día. Una lámpara bajo consumo sin pantalla es la que ilumina. Si perdiera la idea del tiempo, en ese lugar, no podría saber si es de día o de noche. El humo se mete por las fisuras del tiraje y se instala arriba, como un cielo personal, gris. Me falta la bombilla. No está en el cajón de los cubiertos, tampoco en el escurridor de platos. La busco por todos lados. Corro esa virgen envuelta en un celofán que alguna vez fue transparente y ahora chorrea la grasa de años. La bombilla no está. Sí la vasija de fundición, la brocha de cerdas gastadas, la navaja mellada. Quise afeitarme. Busco el espejo. Ese redondo con marco de plástico verde. Tiene que estar por acá. No puede ser que falte si el resto de las cosas están. Reviso todas las puertas del aparador, también los cajones. Nada. Mejor dicho, de todo... pero no el espejo, tampoco la bombilla. Decido hacerlo sin mirar.

Corto tres pedazos del jabón blanco que está seco en el piletón de cemento. El agua caliente los ablanda, los derrite. Limpio la brocha. Soplo entre sus pelos para sacarle la tierra y algún fragmento de piel añejo. Revuelvo el agua jabonada hasta que hace espuma. Me acaricio la cara igual que lo hacía mi abuelo: levanto la pera, inclino la cabeza para un lado y el otro mientras muevo la brocha en círculos, despatarrando sus cerdas en los pliegues de mi piel pálida. Igual que mi abuelo. Nada más que él lo hacía al sol y frente al espejo redondo de marco verde. Mientras pienso en él, el agua se enfría, se vuelve más turbia. La vasija de metal opaco y la navaja de mi abuelo. El filo bruto que raspa. Un hilo de sangre. La gota que se posa en la espuma blanca que flota como un iceberg en ese pequeño mar. No siempre se sangra. Pero hoy sí. El corte es tan justo que no alcanzo a sacar la mano. El chorro fino en el puño de la camisa blanca.

El fuego de la cocina se apaga. No queda más leña. La camisa me ayuda a reavivarlo.

Manos

La máquina gira. Cuchillas en tirabuzón. Como un tornillo afilado, infinito. La carne sale como lombrices. Mi abuelo la junta con la mano: las uñas siempre negras, los pelos canosos encima de los nudillos. Hace un bollo y vuelve a meterla en la boca de hierro que muestra los dientes filosos, en un espiral hipnótico. Quizás ese sea el motivo por el cual a la mayoría de los carniceros les falta un dedo. El índice. Los dedos se mezclan con la carne y caen rendidos en las fauces de la picadora, atraídos por la fuerza de las cuchillas. Pero mi abuelo no. Sus manos están intactas.

Siempre me llamaron la atención esas manos. Rugosas, ásperas, sucias incluso después de lavarlas. Así son las manos de los hombres, pensaba cuando era un chico. Lo veía apilar la leña y el carbón para el asado. Las astillas del quebracho tratando de penetrarle el cuero.

Años después me miro mis manos amparadas en el recuerdo de las suyas. Hacía mucho que no lo hacía. ¿Lo hice alguna vez? Por supuesto que sí. La diferencia es que siempre me miro las palmas. Esas líneas que forma una eme asimétrica. “Es la eme de la muerte”, me decía mi hermana cuando todavía tenía miedo de no llegar a grande. Y por eso desde pibe me miro las palmas. Hoy no. Apenas abajo de las uñas tengo unas líneas profundas. ¿Nuevas? Surcos hechos por el tiempo. Los nudillos que sobresalen como nudos en ramas frágiles de un árbol enfermo. Comparo mis manos con las de mi abuelo. No se parecen en nada. Al lado de las suyas, parecen de mujer: pequeñas, suaves, con las uñas cortas e impolutas.

Carneada

El lechón chilla como un bebé. En todo el pueblo saben que alguien está carneando. Y suponen, porque nos vieron llegar temprano, que el cuchillo lo empuña mi abuelo. Después alguno va a llegarse al galope para dar una mano o ligar alguna costilla. Pero para eso faltan como tres o cuatro horas. Mientras mi abuelo acierta con precisión de cirujano y el filo rasga la yugular, mi abuela se agacha como puede y le alcanza la olla. La sangre más negra que roja será aún más negra cuando se convierta en morcilla. Pero ahora líquida tiñe el fondo de la losa. El chancho ya no chilla. No le queda nada: ni energía ni sangre para poder hacerlo.

No sé qué me distrae. Mi hermana, los perros, la voz de mi mamá alejada de la matanza. Mi papá vaciando la mesa. El caballo del vecino. El viento en el nogal. Los higos de tuna. El campo. Otro cerdo que se acerca al alambrado del chiquero. No sé. Lo cierto es que cuando me doy vuelta el chancho está colgado. Un gancho de metal agudo lo deja servido para que otra vez el filo le dé muerte. Cómo si eso hiciera falta. Como si se pudiera matar la carne muerta. Y se puede. El tajo suelta las vísceras que con un poco de ayuda caen en la carretilla que sostiene un fuentón de plástico.

Mi papá lo agarra de una pata, mi abuelo de la otra. Cabeza abajo, el chancho entra en el barril de doscientos litros de agua que hierve al calor de la brasa. Lo sacan y lo tiran sobre la mesa. Las costillas pegan contra la madera. Nadie repara en ese ruido. No nos importa. Hay que ser rápidos. Las manos pequeñas de mi hermana, también las mías, arrancan los pelos calientes. Una, dos, tres veces. Hasta que se enfría el cuero y cuesta pelar. Entonces otra vez al agua, a la mesa y a meterle mano. Así hasta que queda todo cuero. Pálido, al sol. Con las venas vacías y las costillas al aire. Los ojos entrecerrados, de iris grisáceos y pupilas perdidas. Los dientes amarillos alrededor de la lengua seca. El hocico profundo como el tajo en el cuello.

Las manos de mi abuelo sostienen la tenaza que a la vez sostiene las pezuñas del cerdo. Dos por pata. Basta solo un tirón para arrancarlas. A mí, un manotazo para sacarlas de entre los restos de pelo y grasa que tapizan la mesa. Las encierro entre mis manos ahuecadas. Y agito: el sonido agrega un poco de belleza a la matanza.

El sueño

Me despierto con la angustia de su muerte y el sueño parece haber traspasado la vigilia. Mi padre está sentado en la cama, desnudo. Al menos el torso. Me da la espalda. La piel parece de escombros. Tengo la sensación de que no puede ni moverse. Que de hacerlo todo su cuerpo se desmoronaría. Me dice que a veces se olvida que murió. Le digo que lo entiendo. Que me pasa lo mismo. Él mueve la cabeza. Lo niega. Como si quisiera tener el derecho único de sufrir. Creo que llora. No puedo verle la cara.

No reconozco del todo la habitación. La pared de madera, verde agua, me hace acordar a la pequeña pieza en la casa de mi bisabuela. Pero las camas no son aquellas. Son estas, las del campo. En la que está mi padre, ni siquiera hay colchón.

Vuelvo a dormirme con la esperanza de que se termine el sueño.

Agua

Afuera hay nada más que tierra. Amaneció con viento. Por la ventana solo se ve la bomba de agua. Gotea. Durante la noche llenó una lata de dulce de batata que ahora rebalsa. El nogal parece haber desaparecido. Las hojas verdes de ayer extinguidas por la mañana. Como si la noche las hubiera podado. Tampoco veo el caballo. Quizás el peón lo llevó al monte. O la tierra lo cubrió como un manto hasta asfixiarlo. Eso parece: que la tierra no va a parar de volar y que nadie va a poder respirar afuera. Me seca la boca. La siento en mi lengua áspera que raspa los dientes. En la mesa de luz quedó el vaso. Está vacío. El piso de tierra se tomó lo que quedaba. Torpeza de madrugada. Ausencia de velador. El vaso que rueda por el manotazo y ya. Tengo sed. Salir no es una opción. El peón seguro anda detrás de la tierra. Si pudiera verlo le pediría a él que lo resuelva. “Quiero agua”, le diría y él sabría cómo hacer con la bomba en plena tormenta. Pero seguro anda con el caballo. O con la escopeta. ¡Qué boludo!, debe estar con ese tema del gatillo celoso. Anoche se la di para que viera si podía resolverlo. No sea cosa que me cague de un tiro en las patas por culpa de esa escopeta de mierda. Debe andar en el galpón, entonces.

Justo tocan la puerta. Por la ventana no llego a ver quién es. No sé si abrir. Si lo hago, la tierra podría entrar y sumarse a la sequía. Golpean otra vez. Mejor me acuesto. El que sea tiene que creer que estoy dormido. Más golpes.

–¡Quién mierda es!

–Don Carlos... la escopeta ya está lista.

Cacería

Puse los cartuchos vacíos arriba de la mesa. También la máquina para recargarlos, la pólvora y las municiones. Encontré todo ordenado en el desorden del galpón. Mientras fijaba la máquina a la mesa, recordé a mi abuelo llenando las vainas de cartón con la medida justa de pólvora y munición. Cada vez que terminaba un cartucho lo sopesaba en la mano como si tuviera en la mente una báscula de precisión. Lo cierto era que todos quedaban iguales.

Por la mañana el peón me había ofrecido una caja de cartuchos de la mejor marca. “Estos son especiales, patrón”, dijo y yo negué con la cabeza no tanto por el ofrecimiento, sí por eso de “patrón”. Yo no soy el patrón, nunca lo seré. Estoy acá porque necesito estar solo, pensar, escuchar mi voz en el silencio del campo. Matar recuerdos. El de mi abuelo, sobre todo, pero también el de ella. Lo que sí le acepté al peón fue la botella de whisky. Etiqueta nacional, otro gesto más para mi úlcera. Tomo un par de vasos antes de salir, mientras cargo los cartuchos. Después lleno una petaca de acero inoxidable que había en el aparador.

La escopeta, los cartuchos, la petaca. No necesito nada más. Salgo. Cruzo en diagonal la tierra árida en dirección al monte. Si mal no recuerdo, detrás de esa línea de eucaliptus está el arroyo y más allá los campos de un viejo amigo de mi abuelo. Ahí había ido con mi tío alguna vez. Fue cuando le dio a un ganso en pleno vuelo. El escopetazo le hizo saltar la mierda. Las plumas blancas apestaban tanto que cargarlo en la camioneta fue peor que darle de comer a los chanchos. Ese día quedé impresionado con su puntería. Tiraba y la presa caía como si alguien le cortara los hilos que la sostenían en el aire. Ese día también aprendí que jamás se cruza un alambrado con la escopeta cargada. “Tenés que partirla para que no se te dispare, te podés volar la cabeza”, me dijo y alcanzó como para sellar esa regla de oro. Por eso ahora llevo la escopeta partida: los dos cartuchos que esperan entrar en acción parecen mirarme sorprendidos mientras camino. Cruzo el primer alambrado. Los árboles ocultan el sol. El aire corre más fresco y prefiero sentarme a seguir caminando. Después de todo nunca me gustó cazar. Sí me gusta disparar y para eso no necesito seguir caminando. Sentado, con la espalda pegada a un eucalipto que debe tener más de cien años, armo la escopeta, apunto a la nada y disparo. Una vez. Dos veces. Los perdigones zumban el aire y arrancan corteza. El humo blanco de la pólvora me roza la nariz. Vuelvo a cargar: un cartucho en cada caño. Disparo los dos gatillos a la vez. La escopeta me da un culatazo que me deja el hombro dormido. Vuelvo a cargar, dejo la escopeta lista para los próximos disparos. Justo en ese momento escucho el ronroneo de un motor que trepa la calle de tierra que lleva al rancho.

Desde el monte puedo verla: es la camioneta de mi padre. No puedo distinguir si viene solo. Seguro que no. El viaje es largo y entre la angustia por la muerte de mi abuelo y mi desaparición nadie lo dejaría solo. Llevo dos semanas en el campo. Dos semanas sin señal en el celular, dos semanas sin más contacto con la realidad que el peón que se acerca cada tanto a traerme provisiones. Seguro lo llamaron a él y les confirmó que estaba acá. Los veo estacionar. Son tres los que se bajan: mi padre, mi hermano, mi tío. Los tres cruzan la tranquera caminando y los pierdo de vista detrás del rancho.

Es tiempo de volver, pienso mientras me paro y me apoyo la escopeta al hombro como si fuera un soldado en pleno desfile. Apenas salgo del monte el sol me da de frente. Ya no veo ni el rancho. Entrecierro los ojos pero de nada sirve, apenas puedo ver el camino. No hay mucho para ver tampoco, solo la pampa y sus yuyos que se agitan con la brisa calurosa. Y los alambres que delimitan el rancho con el monte. Pero no los veo y caigo. El estruendo de la escopeta interrumpe el silencio del campo. Seguro que mi hermano y mi padre escucharon el disparo, también mi tío. Por eso corren. Los escucho llegar; no puedo verlos, la sangre me cubre los ojos.

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Imagen: Noelia Monópoli
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