Domingo, 4 de enero de 2009 | Hoy
Por Giovanni Papini
No espere aquí el lector una lista de todos los diablos feos o hermosos que los pintores han venido pintando y los dibujantes dibujando a partir de la Edad Media. Sería muy fácil, hojeando repertorios y compulsando catálogos, preparar una lista tan larga y erudita cuanto inútil y vana. No se trata de copiar aquí mazos de fichas para curiosidad de los coleccionistas de temas figurativos. Lo que me importa no es el Diablo en el arte, sino las relaciones entre el Diablo y el arte. Pero no está de más advertir que la mayor parte de quienes presentaron con líneas y colores la imagen del Príncipe de las Tinieblas no tuvieron con él ningún contacto intelectual y menos aún espiritual. Los más antiguos mosaiquistas y fresquistas se las ingeniaban para presentar, con el propósito de atemorizar a los fieles que lo contemplarían, un espantoso animalote puro garras, uñas, garfios, espinas y aguijones. Pero en verdad esos horripilantes bestiones no producían estremecimiento ni sacudimiento alguno en quien los hacía, siguiendo las huellas de la tradición y por simple exigencia del oficio. Es preciso llegar al Juicio Universal de Miguel Angel para encontrarse con rostros realmente demoníacos inspirados por el sentimiento íntimo de un genio que, como su Dante, creía en serio en la condena infernal.
Mucho se ha hablado en los últimos tiempos, también en Italia, de las diablescas fantasías de los flamencos, de los holandeses y de los alemanes del Renacimiento. Pero es fácil darse cuenta de que la mayor parte de esas pinturas no responden a una visión auténtica y profunda de los seres demoníacos considerados en su esencia tremenda y eterna. Casi siempre se trata de caprichos ingeniosos, unas veces humorísticos y otras macabros, donde predomina lo burlesco, exagerado hasta lo grotesco, y la invención heteróclita, la extravagancia por momentos infantil y por momentos carnavalesca. Aquellos pintores se divertían y querían divertir a los demás. En ellos no hay ni asomo de sincero horror, de espanto cristiano, de conmoción no fingida. Todas esas mascaradas de animales antojadizos, de monstruos más grotescos que monstruosos, de ridículos hircocervos, constituyen un testimonio de la fecunda imaginación sin gracia de aquellos artistas, pero no tienen nada que ver con la sobrenatural y terrorífica majestad de Satanás.
Tampoco tienen nada de particularmente diabólico esos extraños seres, mitad humanos y mitad bestiales, que en ciertas pinturas o láminas germanas rodean y atormentan al pobre San Antonio: parecen funcionarios subalternos de una empresa infernal, que, plácidos e indolentes, fastidian, simplemente por obligación de su oficio y de su empleo, al santo ermitaño.
Mayor importancia tiene el tránsito del Diablo medieval, espantajo extravagante, al Diablo héroe tranquilo de los tiempos modernos. Mario Praz en su obra La Carne, la Muerte y el Diablo demostró que esa transformación fue obra de los poetas, y más aún de Gian Battista Marino que de Milton. Pero La degollación de los inocentes, donde figuran los versos sobre la tristeza de Satanás, sólo se publicó en 1632; en tanto que ya en 1550 un gran pintor veneciano, Lorenzo Lotto, pintaba en el Palacio Apostólico de Loreto un Lucifer que desciende extraviado en las tinieblas y que no tiene ninguno de los repugnantes atributos de los diablos medievales. En aquella pintura, Lucifer es un joven hermosísimo que siente la tristeza de la caída, pero que no está desfigurado con disfraces de fiera ni de reptil. Acaso haya sido un pintor, y un pintor italiano, quien aun antes que los grandes poetas modernos vio en Satanás no al dragón gruñidor contrahecho sino al héroe vencido. Víctima de esa imagen poética de Satanás que imperó en las fantasías de los últimos siglos –de Milton en adelante– fue, a comienzos del Novecientos, un artista ruso famoso en su tiempo como pintor sagrado, quien, en cierto momento, obsesionado por el Demonio de Lermontov, se puso a dibujar y a pintar a Lucifer en diversas formas y contra diversos fondos. Se llamaba Miguel Alejandro Wroubel y había nacido en 1856, de madre dinamarquesa y padre polaco. Antes de que lo persiguiese la imagen del demonio, había ejecutado importantes obras en las iglesias de Kiev, inspirándose en el antiguo arte bizantino y en los venecianos primitivos; pero cuando lo asaltó y trastornó la manía de representar a Lucifer, se olvidó y despreocupó de todo otro tema. Parecía un obseso y un poseído que no consiguiese liberarse de su temible enemigo sino trazando sus rasgos; y por fin, aún joven, en 1902, tuvo que ser encerrado en un hospicio donde poco a poco se fue quedando paralítico, ciego y, por último, loco; y en ese miserable estado terminó su vida, cuando sólo tenía cincuenta y cuatro años, en 1910. Wroubel es el único artista víctima del demonio, que yo conozca; valía por ello la pena recordarlo, si bien sus obras hoy están casi olvidadas. El ejemplo del infeliz Wroubel no parece confirmar la famosa teoría de André Gide, según la cual no puede haber gran obra de arte sin la colaboración de Satanás.
El Diablo colaboró, y demasiado estrechamente, con su súcubo eslavo, pero no puede decirse que de tal colaboración hayan nacido obras realmente grandes.
Un escultor italiano moderno, Libero Andreotti, rechazó en cambio toda colaboración con el Diablo, Enrico Sacchetti cuenta, en su hermosa biografía del artista, que vio un día en su estudio una gran cabeza de Cristo y junto a ella un boceto más pequeño que también representaba al Redentor. Sacchetti le dijo al amigo que el boceto le parecía mucho mejor; pero el escultor “empezó a reírse en forma extraña, en sordina, y, como si me confiase un secreto, me dijo en voz baja: ‘¡Ah, sí! ¿Te gusta más ésa? ¿Pero sabes quién la hizo? La hizo el Diablo... Sí, mi querido Sacchetti: la hizo efectivamente el Diablo; el Diablo, sí’. Y parecía de veras que hubiese visto al Diablo, allí, en el estudio, modelando la cabeza de Cristo. Y agregó: ‘¡Por suerte, me di cuenta! Pero ahora estoy tranquilo’”.
Andreotti no dio ninguna explicación de esa presunta paternidad diabólica; pero Enrico Sacchetti me decía, hace poco, que creía haber comprendido la razón que le inspiró al amigo tan extraña certeza.
El boceto de Cristo era realmente hermoso; pero se parecía muchísimo a la cabeza del escultor. Andreotti albergaba, pues, la legítima sospecha de que las obras donde predomina demasiado el ego del autor tienen origen satánico y deben, por ello, ser desechadas.
También en el arte el egocentrismo es un pecado y se debe, casi seguramente, por lo tanto, a la inspiración y a la colaboración del demonio.
En la afirmación de Gide que antes recordábamos hay algo de verdad. Todo artista es a su manera un revelador de la obra divina; pero al mismo tiempo, es lo quiera o no, un imitador del Antidios. Sin un poco de orgullo, sin una punta de soberbia, no sería posible la creación de la obra de arte. Quien pretende ofrecer una visión propia de las criaturas o de las cosas del mundo en forma de provocar conmoción o de excitar la fantasía se siente y se declara, aun sin tener conciencia de ello, superior a los demás hombres; es decir, provisto de virtudes particulares que lo hacen capaz de realizar ese milagro que es el arte. Y en cuanto a las artes figurativas, están dedicadas –o por lo menos así sucedía hasta mis tiempos– a la imitación de la realidad; podría insinuarse que también el artista merece ser llamado, aunque en un sentido más noble y puro, simia Dei, como se llamó al Diablo en la Edad Media. La insinuación diabólica ha adquirido hoy, sobre todo en pintura, una forma totalmente opuesta a la que venimos señalando. En efecto, muchos artistas de estos días se rebelan tenazmente contra la vieja costumbre de representar lo natural, y pretenden independizarse de toda forma sensible exterior, y sueñan con crear un mundo que no conserve rastro o reflejo alguno del mundo creado por Dios. Aquí ya no nos encontramos con la simia Dei sino precisamente con lo contrario, es decir, con la simia Diaboli, porque lo que se quiere es imitar al Diablo justamente en su carácter esencial, que es el de la rebelión. La afirmación de Gide podría parecer confirmada por el hecho de que en muchísimas obras modernas, especialmente en las narrativas, la parte principal queda absorbida por la representación y el análisis del pecado y del delito, es decir, del mal. El verdadero problema reside en la mayor o menor participación del artista en las alternativas que narra o evoca. El pecado y el delito se prestan mucho más que sus contrarios a excitar la fantasía de los lectores y, sobre todo –como en el caso clásico de Dostoievski–, a escrutar en las más oscuras e inquietantes profundidades del alma humana. No se puede negar que algunos novelistas de nuestra época, y entre ellos algunos católicos –como por ejemplo François Mauriac y Graham Greene–, parecen atraídos y casi hechizados por cuanto hay de vicioso y odioso en las criaturas de nuestro tiempo. Y puede suceder que en la descripción de las fealdades y suciedades morales busquen, aunque subconscientemente, una especie de liberación, de sublimación a través de la literatura, como la que Charles du Bois descubrió en Byron. Ha habido poetas que escribieron poemas para reprimir el instinto del estupro y del asesinato. Esos escritores católicos a que hemos aludido se sienten respaldados porque al final hacen intervenir la fe y la gracia, y eso les permite abandonarse libremente a la atracción de las tinieblas. Pero un artista no es forzosamente partícipe y cómplice del mal que en sus obras refiere. Muy a menudo acompañan con su desprecio, su rechazo, su repulsión, la representación de los actos obscenos y perversos de sus personajes. Mientras cruza los fosos de los condenados, Dante, por ejemplo, no se convierte en amigo del Demonio; Shakespeare no tenía en sí mismo nada de Macbeth ni de Yago, y en cada página de Dostoievski sentimos su espanto y su horror por los raciocinantes criminales que creó su potencia de escritor y de moralista.
Era necesario llegar al contemporáneo Jean Genet, al ladrón homosexual celebrado por Sartre en una voluminosa biografía, para asistir al espectáculo de un culpable degenerado que cuenta las propias hazañas y las de sus semejantes con una mezcla de complacencia y de indiferencia. Pero tampoco en este caso bien reciente se confirma por completo la teoría de Gide, pues a pesar de la evidente colaboración de Satanás, Nôtre-Dame des Fleurs y el Journal du Voleur están lejos de ser obras maestras.
El Diablo entró personalmente en la historia de la música en el año 1713. El famoso violinista y compositor José Tartini sólo tenía entonces veintidós años y se hospedaba en el Sacro Convento de Asís. Una noche, mientras dormía en una celda del convento, se le apareció en sueños el Diablo, que tomando el violín empezó a tocar en un estilo extravagante y desconcertante y consiguió arrancar al instrumento inauditos efectos de virtuosismo, ignorados por los concertistas de aquella época. Mientras ejecutaba con brío creciente aquella música infernal, el Diablo gruñía y se retorcía; y, al terminar, desafió al virtuoso dormido a que repitiese en su instrumento lo que acababa de oír. El joven Tartini se despertó sobresaltado; y, aunque trastornado por la emoción que el sueño le había causado, trató de repetir en su instrumento y de transcribir en notas, luego, lo que el Diablo le había hecho escuchar. Naturalmente, no consiguió rehacer íntegra la sonata diabólica; pero lo que pudo recordar se conserva aún entre sus obras con el título de Trino del Diablo; y la composición contiene tales innovaciones de técnica, y tantas, que los historiadores y los críticos consideran que es el comienzo de una nueva época del arte del violín. Tartini ejecutó el Trino en muchos de sus conciertos; pero sólo se lo publicó durante la Revolución Francesa, en 1790.
No se trata de una leyenda. El mismo Tartini contó esa extraña aventura en una carta, y en el Viaje a Italia de Lalande, publicado en 1769, hay un largo relato de ella. Esa aparición del Diablo resulta aun más diabólica cuando se piensa que tuvo lugar en un convento franciscano, en la patria misma del más grande imitador de Cristo de que pueda gloriarse la Cristiandad. También la de Tartini fue una tentación, pero no tan absolutamente maligna y funesta como las otras, pues favoreció la carrera y la gloria del joven músico y determinó un auténtico progreso en el arte.
Parece que el Diablo prefiere el violín a todos los demás instrumentos de la música humana. Volvió a hablarse de él efectivamente, un siglo después, en los días de los clamorosos triunfos de Niccolò Paganini. Quienes vieron en sus conciertos, especialmente fuera de Italia, al prodigioso violinista, y contemplaron su figura larga y flaca, su cabellera desgreñada, la expresión extática de su rostro, los movimientos casi convulsivos de sus miembros, y se sintieron turbados y sacudidos sobre todo por los sonidos originales o infernales que salían de su instrumento mágico, pensaron que Paganini estaba poseído por el Diablo o que, al menos, había recibido de él el secreto de esos extraordinarios hallazgos virtuosos que asombraban y confundían no sólo a las multitudes sino también a los músicos. Esa fama de demoníaco inspirado acompañó a Paganini durante el resto de su vida: tanto que, cuando murió, en 1840, en Niza, se le negó, por esa misma razón, sepultura en tierra santa. No fueron ajenas a esa reputación diabólica ciertas obras que compuso, ciertas variaciones que en verdad tienen poder de evocación diabólica. Sobre todo sus Brujas –una de sus composiciones más famosas, escrita en 1813, precisamente un siglo después del Trino del Diablo–, que, si bien están inspiradas en las Bodas de Benevento de Sussmayer, son bien paganinianas por sus acrobacias sonoras y pudieron hacer pensar en una inspiración directa del negro autócrata de las hechiceras.
En muchas obras de Paganini se entrevé, realmente, esa cooperación satánica; en ciertas ansiosas y evocadoras insistencias; en ciertas salidas y arranques que hacen pensar en un escarnio luciferesco; en ciertas elevaciones o caídas de sonoridades sollozantes o estridentes que parecen brotar de una desesperada alma del Averno. Si alguna vez el Diablo pensó hacerse músico, no hay duda de que se encarnó en el alto cuerpo espectriforme de Niccolò Paganini. Y después de él casi todos los violinistas –y especialmente los de sangre y estilo gitanos– tienen por momentos en la máscara del rostro oscuro y en la despectiva violencia de los sonidos un aura diablesca.
Satanás, bajo las formas de Mefistófeles, ha hecho además su aparición como personaje del teatro operístico; pero no siempre accedió a ayudar a los músicos que lo hicieron cantar. En el Mefistófeles de Berlioz hay algún toque satánico; en el de Boito, menos; y absolutamente ninguno en el de Gounod. Solamente Mussorgski, en la escena faustiana de la Taberna de Auerbach, consiguió dar voz musical a la sonora carcajada de Mefistófeles.
Pero hoy toda la música realiza, en cuanto arte mágico de origen mágico, la transformación mágica de las almas. Es casi necromancia, pues resucita a los muertos e infunde mayor vida a los moribundos; tiene, en suma, relaciones más o menos visibles, siempre, con lo demoníaco. La música negra o de imitación salvaje, por ejemplo, con sus insolentes eructaciones, con sus necios sollozos y con sus brutales tamborilazos, es la que mejor se adapta a la baja condición del personal del infierno. Pero el viejo Satanás es más artista y más refinado. Cuando quiere desahogar la rabiosa exultación del sábado con un poco de música, recurre, también hoy, al violín de Tartini y de Paganini.
Este fragmento pertenece a El Diablo, de Giovanni Papini.
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