Viernes, 25 de enero de 2008 | Hoy
Por Gilbert K. Chesterton
Antes de que hablemos, por consiguiente, de la lección de una gran obra de arte, permítasenos que demos cuenta de que ofrece una lección diferente para las distintas épocas, porque es eterna en sí. Y permítasenos que hagamos comprender que tal lección no será absoluta para nuestros propios días, sino acomodada a los vicios especiales y a las especiales desventuras de hoy. No corremos en los actuales momentos los peligros que corresponden a los actos concretos y positivos de Macbeth. La buena y antigua costumbre de asesinar a los reyes (que contribuyó en el pasado a la salvación de muchas comunidades) ha caído hoy en desuso. La idea de la obra debe de ser para nosotros (y para nuestros pecados) más sutil. La idea es más sutil, pero casi inefablemente grande. Permítasenos, antes de leer la obra, considerar, aunque sea por un momento, cuál es la idea dominante de Macbeth para los hombres modernos.
Una gran idea sobre la que se levanta toda la tragedia es la idea de la continuidad de la vida humana. Lo único que el hombre no puede hacer es exactamente lo que todos los artistas modernos y los partidarios del amor libre siempre están intentando hacer. No puede fraccionar su vida en secciones separadas. La moderna pretensión acerca de la libertad amorosa es lo primero que acude a la imaginación y por esto la utilizaré con fines ilustrativos. Usted no puede tener un idilio con María y un asunto con Jane. No hay nada que pueda llamarse asunto ni nada que pueda calificarse de idilio. Es necio hablar de abolir la tragedia del matrimonio cuando a usted no le es posible abolir la tragedia del sexo. Todo flirteo es ya un matrimonio, en su sentido más lamentable. Se trata de algo irrevocable. He tomado este caso de las relaciones sexuales como uno entre ciento. Pero aplicado a cualquier manifestación de la vida humana, lo que digo es cierto. La base de toda tragedia es que el hombre vive una vida coherente y continua. Sólo a un gusano se le puede dividir en dos y dejar vivas las partes separadas. Usted puede cortar a un gusano en cuantos asuntos quiera y continuarán siendo asuntos; córtelo en idilios y seguirán siendo vivaces y alegres idilios. Puede usted hacerlo porque se trata precisamente de un gusano. Pero no puede cortar a un hombre y dejar retorciéndose las partes separadas, precisamente porque se trata de un hombre. Cosa que usted sabe muy bien, porque el hombre, incluso en sus manifestaciones más bajas y sombrías, ofrece siempre esa característica de unidad física y psicológica. Su identidad continúa hasta bastante después de que pueda verse la consecuencia de muchos de sus actos. El hombre no puede ser cortado de su pasado con una destral. Cosechará lo que siembre.
Esta es, por consiguiente, la base de toda tragedia, la viva y peligrosa continuidad que no existe en criaturas más inferiores. Es la base de toda tragedia y, sin duda, la base de Macbeth. La gran idea de Macbeth, expresada en las primeras escenas de la obra con una energía trágica que no ha sido quizá igualada por Shakespeare ni por nadie, es el enorme error en que cae un hombre si supone que un acto decisivo puede contribuir a abrirle el camino. La ambición de Macbeth, aunque egoísta y un tanto sombría, no es en sí misma criminal y morbosa. Gana el título de Glamis en una guerra honrosa; merece y consigue el título de Cawdor; progresa en el mundo y la alegría que por ello experimenta no es innoble. Pero, de repente, una nueva ambición se presenta ante él (de la forma y en el ambiente en que se presenta hablaré después) y advierte que no existe otro obstáculo en el camino que ha de llevarle hasta la corona de Escocia que el cuerpo dormido de Duncan. Si comete la crueldad que ha concebido, luego podrá ser infinitamente bondadoso y feliz.
Aquí está, a mi juicio, la más formidable de todas las realizaciones de Macbeth. No se puede realizar una cosa descabellada para gozar después de un estado de razón. La loca resolución de Macbeth no es un remedio, ni aun teniendo en cuenta su propia irresolución. Fue indeciso ante su decisión y, si ello es posible, más indeciso aún después de haberse decidido. El crimen no le libra del problema. Sus efectos son tan desconcertantes que se puede decir que el crimen no le libera de la tentación. Si usted toma una decisión morbosa, no conseguirá otra cosa que volverse más morboso; si comete algún acto ilegal, el único resultado que obtendrá será meterse en una atmósfera mucho más sofocante que la de la ley. Realmente, es un craso error hablar en esta ocasión de un hombre “desenfrenado”. El hombre que está fuera de la ley no puede desenfrenarse; lo que hace es enfrenarse todavía más. Echa abajo una puerta y se encuentra en otra habitación; derriba un muro y se halla ante uno más pequeño. Cuantas más cosas destroza, más se le empequeñece la estancia. En lo que acaba todo ello puede leerse al final de Macbeth.
Para nosotros, los hombres modernos, la primera significación filosófica de la obra es, por consiguiente, ésta: que nuestra vida es una y que nuestros actos ilegales no hacen más que limitarla. Cada vez que faltamos a una ley, caemos en una limitación. Se trata de una cosa extraña, oculta en las profundidades de la psicología humana, pero si construimos nuestro palacio sobre cualquier injusticia, se convertirá muy lentamente en nuestra prisión. Al final de la obra, Macbeth no es otra cosa que una bestia salvaje, pero, además, una bestia enjaulada. Si es esto lo que hay que exponer en primer lugar, existe algo más que debe de decirse a continuación. La segunda idea predominante en la historia principal de Macbeth es la influencia de la sugestión del mal sobre el alma, tratándose de una sugestión mística y trascendental. En este caso, el carácter místico de los dictados de conciencia no es más interesante que el carácter místico del hombre que los recibe. A este respecto, el carácter de Macbeth ha sido objeto de discusiones tan brillantes como fútiles. Algunos críticos le han presentado como un soldado, poco comunicativo por el hecho de haber ganado batallas para su país. Otros críticos le presentan, en cambio, como febril y decadente a causa de los largos discursos llenos de imágenes complicadas a que era aficionado. En nombre del sentido común, permítasenos recordar que Shakespeare vivió antes de los tiempos en que los poetas derrotados creían que los militares tenían que ser forzosamente poco comunicativos. Hombres como Sidney y Raleigh y Essex podían haber luchado tan bien como Macbeth y delirado en forma tan campanuda como Macbeth. ¿Por qué había Shakespeare de eludir que un gran general hablara de poesía, cuando la mitad de los grandes generales de su tiempo escribían grandes poesías?
Por consiguiente, toda la leyenda que algunos críticos han deducido de que la rica retórica de Macbeth se basa en que Macbeth era un cobarde febril y egoísta porque le gustaba oír el sonido de su propia voz, debe desecharse como una dolencia de tiempos posteriores. Shakespeare quiso pintar a Macbeth como un buen orador, a fin de que pudiera pronunciar excelentes discursos. Le pintó también como buen soldado, porque no sólo le hizo ganar valientemente batallas, sino, lo que está más en su punto, perder batallas valientemente. Hizo que cuando se viese abrumado por enemigos del cielo y de la tierra, muriera con la muerte de un héroe. Pero a Macbeth no hay que considerarle sólo como orador y poeta. A otro respecto, hay que ponerle como testigo del mal sobrenatural. Si es que pueden recibir el nombre de influencias malignas llegadas de más allá de este mundo, en ningún caso pueden aplicarse en forma más sugestiva que aquí. Acusan, como suele ocurrir con el mal, la existencia de un esquema coherente y comprensible. La esencia de una pesadilla es lo que hace que todo el Cosmos se vuelva contra nosotros. Dos de sus profecías se han cumplido ya. ¿No puede suponerse que también se cumplirá la tercera?
Recurren también, como el mal siempre lo hace (por ser servil por naturaleza y creer que todos los hombres son esclavos), a lo inevitable. Colocan ante Macbeth la buena suerte, como si más que suerte fuera fatalidad. De la misma manera, los imperialistas británicos trataron de salvar la conciencia de los ingleses al hacerles la ofrenda del oro y del imperio con toda la tenebrosidad de la predestinación. Cuando el diablo, y las brujas que están al servicio del diablo, desean que un hombre débil se apodere de una corona que no le pertenece, son demasiado astutos para dirigirse a él y decirle: “¿Quieres ser rey?” Lo que hacen es exclamar sin más explicaciones: “¡Salud, Macbeth, que más adelante serás rey!” Macbeth sufre, en realidad, la debilidad de quien se ve fácilmente atraído por una especie de fatalismo espiritual que releva a la criatura humana de gran parte de su responsabilidad. En este aspecto, se advierte una extraña y siniestra aptitud en las promesas de los malos espíritus, que terminan en nuevas fantasías y, por así decirlo, en simples bromas diabólicas. Macbeth acepta como un fragmento de fatalidad irrazonada, primero, su crimen y, después, su corona. Resulta lógico que esta fatalidad que él acepta como externa e irracional termine en incidentes extravagantes, de una sublimidad a un paso de lo ridículo en el paseo del bosque y en el extraño nacimiento de Macduff. Macbeth se sometió a una especie de fe oscura y perversa, a una máquina del destino que no podía comprender ni respetar; y la obligada consecuencia de ello es que, por fin, la máquina creara una situación que le aplastaría como una cosa inútil.
Shakespeare no intenta significar que el emocionalismo y la fácil retórica de Macbeth hagan de éste un hombre indigno de serlo en la acepción corriente de la expresión; pero lo que yo creo es que Shakespeare quiere dar a entender que todo hombre, viril en su estructura esencial, tiene un punto débil en su temperamento artístico: el miedo a la simple fuerza del destino y a los espíritus desconocidos, fuerza que forma parte de sus atributos y que es la base de la humana superstición. Ningún hombre que ame de verdad a su Dios puede ser supersticioso, aunque el dios que tenga sea un simple fetiche. Macbeth sufre algo de ese miedo y de ese fatalismo, y el fatalismo se encuentra exactamente en el punto en que el racionalismo se introduce silenciosamente en la superstición. Macbeth, en una palabra, es poseedor de cualquier clase de valor físico, e incluso está en posesión de mucho valor moral. Pero carece de lo que pudiera llamarse valor espiritual. Le falta cierta libertad y dignidad del alma humana, libertad y dignidad que uno de los escritores bíblicos ha calificado como la diferencia existente entre los siervos y los hijos de Dios.
Pero el hombre Macbeth y su acusada, pero impropia virilidad, sólo pueden expresarse en relación con el carácter de su vida. Y la cuestión de Lady Macbeth vuelve a levantar las controversias que rodean a esta obra. Miss Ellen Terry y Sir Henry Irving han representado Macbeth con la teoría de que Macbeth era un hombre débil y traidor, y Lady Macbeth, una mujer frágil y pegajosa. Un punto de vista similar ha sido sostenido, según mis noticias, por una distinguida actriz norteamericana. La cuestión planteada es, en resumen, si Macbeth era realmente masculino y, en segundo lugar, si Lady Macbeth era realmente femenina. Los antiguos críticos sustentan la opinión de que puesto que no cabe duda de que Lady Macbeth gobernaba a su esposo debía de ser una mujer masculina. Desde luego, toda esta deducción es falsa por completo. Las mujeres masculinas pueden mandar en el Consejo Municipal, pero nunca mandan en sus maridos. Las mujeres que gobiernan a sus maridos son las mujeres femeninas, y yo estoy completamente de acuerdo con los que creen que Lady Macbeth debió de ser una mujer muy femenina. Pero mientras hay algunos críticos que insisten con mucha razón acerca de ese carácter femenino de Lady Macbeth, tratan de despojar a Macbeth de su carácter masculino, cuando, sencillamente, lo uno es el corolario de lo otro. Los que creen que Lady Macbeth debía de ser una especie de hombre puesto que mandaba, partiendo del mismo principio estúpido tratan de convertir a Macbeth en una mujer o en un cobarde o en un decadente o en algo extraño por el estilo, por la sencilla razón de que se dejaba gobernar, cuando precisamente los hombres que tienen más acusadas características masculinas son siempre gobernados. Como un amigo mío me dijo acertadamente en una ocasión, los cobardes físicos son los únicos hombres que no temen a las mujeres.
La verdad real acerca de Macbeth y de su esposa es algo extraña, pero nunca se insistirá demasiado en su estudio. En ningún lugar de sus prodigiosas obras describe Shakespeare como en ésta de una manera más normal y más satisfactoria las relaciones de los sexos. El hombre y la mujer no pueden ser más normales en esta anormal y horrible historia. Romeo y Julieta no describe tan bien el amor como aquí se describe el matrimonio. La disputa que tiene lugar entre Macbeth y su esposa acerca del asesinato de Duncan es, palabra por palabra, la misma disputa que tiene lugar a la hora del desayuno en cualquier casa del barrio cerca de cualquier otra cosa. Se trata sólo de cambiar la frase: Resuelto a todo, dame las dagas, por otra que diga: Resuelto a todo, dame los sellos de correos. Y es un completo error creer que se debe llamar masculina a la mujer, ni siquiera como énfasis para darle un fuerte significado. La fuerza de la pareja es de clase diferente. La de la mujer es la fuerza del momento que puede calificarse de diligencia; la del hombre participa de las características de la indolencia.
Pero la penetrante verdad de la relación real entre los dos es mucho más profunda que todo eso. Lady Macbeth hace gala de esa asombrosa clase de magnanimidad que es completamente peculiar de las mujeres. Esto es, se apodera de algo que su esposo no se atreve a tomar, aunque sabe que lo desea y se sentirá más orgullosa de ello que él. Porque, para ella, como para todas las almas femeninas (esto es, para las almas muy fuertes), lo que siente como pecado más grave es el egoísmo. Será capaz de cometer cualquier crimen, si no lo realiza sólo para sí. Su marido, por el contrario, piensa en el crimen egoístamente, y, por lo tanto, vagamente, tenebrosamente, como el hombre siente de una manera consciente el principio de la sed física. Pero la sed de la mujer por el crimen es altruista y, por lo tanto, clara como el agua, como un hombre considera un deber público con la sociedad. Lady Macbeth expone la cosa con palabras sencillas, con aceptación de las consecuencias. Tiene el perfecto y espléndido cinismo de las mujeres, que es la cosa más terrible que Dios ha podido crear. Lo digo sin ironía, sin el indebido disfrute del más ligero elemento humorístico.
Si desean saber cuáles son las relaciones permanentes del hombre casado con la mujer casada, en ningún lugar podrán leerlo con mayor exactitud que en el pequeño idilio doméstico del señor Macbeth con la señora Macbeth. De un hombre tan varonil y de una mujer tan femenina no puedo creer otra cosa sino que, en última instancia, lograrían salvar sus almas. Macbeth era fuerte en el sentido masculino, hasta el último momento, y murió en el campo de batalla. Lady Macbeth era fuerte en un sentido muy femenino, que es quizá todavía más valeroso, y se mató, aunque no en el campo de batalla. Como digo, no puedo creer que almas tan fuertes y tan elementales no hubiesen retenido aquellas posibilidades permanentes de humildad y gratitud que acaban por llevar el alma al cielo. Pero donde quiera que se encuentren, deben de estar juntos. Porque entre las muchas figuras de la ficción humana a ellas se las puede considerar efectivamente casadas.
Este retrato está incluido en Ensayos de
Gilbert K. Chesterton.
(Editorial Porrúa).
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.