Miércoles, 23 de diciembre de 2015 | Hoy
Describir el recital de Gilmour en Argentina es como querer dibujar el amor.
Cuando tenía dieciséis años escuché por primera vez a Pink Floyd y sentí algo que no pude describir con palabras. Hoy, treinta y dos años después, con Gilmour tocando delante mío, no hago otra cosa que revivir esa sensación adolescente.
Podría decir que el recital fue arrollador, emocionante, que ese solo final fue demoledor, que la noche acompañó para alucinarnos estar fuera de este mundo, en un lugar donde lo bello muta en infinitas formas, el tiempo, las luces y el silencio. Ninguna de estas palabras alcanzan para delinear lo que sentí, y es más, siento que en cada línea de este texto se ensucia la idea de un sentir. Y ese es el problema, una idea se puede explicar, pero un sentimiento no. ¿Qué forma acaso puedo darle yo a lo que sentí? ¿De qué manera dibujaría un artista el abstracto sentido del amor, y por otro lado tan concreto en sí? Sí, concreto, porque aunque no lo creas, lo invisible existe, pero cómo mierda te lo explico.
Carlos Mancini
D.N.I. 18441512
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