Miércoles, 23 de diciembre de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Washington Uranga
El gobierno del presidente Mauricio Macri avanza en forma decidida en la toma de decisiones con la clara intención de reorientar el rumbo del país de acuerdo a la perspectiva política de la nueva derecha a la que representa. También hay un cambio en el estilo que, por una parte, pretende diferenciarse de la gestión anterior y, por otra, responder a las expectativas de quienes lo votaron. Las encuestas –también con la fragilidad que sus resultados dejaron en evidencia en los últimos tiempos– dan cuenta de que el Gobierno vive una “luna de miel” con sus votantes y más allá de ellos. El apoyo al oficialismo y a sus medidas arroja por hoy índices muy altos. También es cierto que varias de las medidas ahora tomadas (a modo de ejemplo: devaluación y apertura de las importaciones) sólo producirán consecuencias en el mediano plazo.
No menos importante es el propósito del macrismo de seguir cautivando audiencias a través de las formas como estrategia que distrae sobre aquellas cuestiones de fondo que son las que producen las modificaciones sustanciales en el escenario y las que traerán aparejadas, en muchos casos, consecuencias tan graves como irreversibles para los actores populares, los pobres y los trabajadores. Los buenos modales formales y las sonrisas no tienen correlato con la violencia real de las decisiones que ya se comenzaron a tomar. También porque mientras se anuncian grandes medidas, simultáneamente se decide en lo micro para recortar líneas de financiamiento, reorientar fondos, clausurar proyectos. El Gobierno usa este tiempo para avanzar en el cambio que quiere imponer mientras cuenta con el período de gracia. Lo anterior se complementa con el blindaje mediático de los medios privados que hoy funcionan como cadena oficial. El país ha ingresado en una peligrosa senda que atenta contra el derecho ciudadano a tener informaciones diversas y plurales para tomar decisiones también autónomas.
Como un discurso bien aprendido cada uno de los voceros del oficialismo sigue insistiendo hasta el hartazgo en la voluntad de “no confrontación”, en la apelación al “diálogo” y al “encuentro”, se recurre a los escenarios naturales, al lenguaje gestual de la sonrisa permanente y otras poses que apuntan a lo mismo. Mientras tanto se reprime a manifestantes sociales y se prepara un “protocolo” para restringir la protesta callejera.
Es saludable que el Gobierno declame voluntad para el diálogo y el encuentro y tal disposición no puede criticarse en sí misma. Hay que reconocer también que el lenguaje de la cordialidad con poco compromiso ha sido, sin duda, un posicionamiento que le dio mucho resultado al PRO durante la campaña electoral. Otra cuestión es pensar que el mismo estilo se puede extender durante la gestión cuando de lo que se trata no es de hacer promesas sino de tomar decisiones que afectan a unos y favorecen a otros. Se puede gobernar con diálogo y con alegría, pero muy difícilmente se pueda contentar a todas las partes.
Los hechos están a la vista. No hay diálogo cuando se trata de tomar decisiones que favorezcan a los aliados del oficialismo. El discurso oficial de “la buena onda” adjudica a las administraciones pasadas la idea del conflicto permanente. Los funcionarios entrantes recorren los ministerios sonriendo, intentando seducir y conversando en tono cordial mientras aseguran a los empleados del Estado que, al menos “por ahora”, nada va a cambiar y que todos serán atendidos. Simultáneamente, sus máximos jefes, se encargan de la cirugía mayor.
Más allá del debate sobre la “grieta” y el dato indudable de que el país está partido por mitades, se pueden elegir los mejores caminos para intentar acercamientos pero el conflicto surge inexorablemente a partir de las decisiones que se toman, de las prioridades de la gestión, de las consecuencias de inclusión y exclusión como resultado de las medidas de gobierno. El conflicto es parte esencial de la dinámica social y, en todo caso, la habilidad de quien gobierna es saber cómo administra esta situación.
Desconocer el conflicto es negar una evidencia de la realidad social, política y económica. Y si el gobierno de Cristina Fernández estuvo asociado de alguna manera al conflicto no fue tan solo por una cuestión de estilo (que puede ser discutible) sino porque en sus decisiones optó por derechos que favorecieron a los más pobres y recortó poder y atribuciones a quienes, en otro tiempo, ejercieron el poder casi de manera absoluta y sin que nadie les pusiera límites. No fue el estilo, sino las cuestiones de fondo, las decisiones políticas. Quienes se consideraron “agraviados” por el gobierno anterior encontraron en las formas su argumento de batalla, pero en lo que realmente se sintieron afectados fue en sus intereses, en su ejercicio del poder sin límites amparado en normas e instituciones generadas durante siglos y naturalizadas en la práctica política e institucional del país. Hoy los agraviados comienzan a ser otros.
Si la política es, en esencia, la gestión que permite administrar intereses y necesidades de la mayoría de la ciudadanía, toda acción de gobierno exige privilegiar a unos por encima de otros. Y esto no significa necesariamente que aquellos que no son privilegiados resulten perjudicados. Sin embargo, con recursos (no solo económicos) que no sobran cuando se beneficia a unos aunque no se perjudique a los restantes por lo menos se les recorta privilegios, en un caso, derechos, en otros. Si los empresarios capitalistas ganan más, los trabajadores reciben menos. Si los comerciantes aumentan sus márgenes de ganancia los consumidores necesitan más dinero (traducido en horas de trabajo) para adquirir lo mismo. Así de simple.
El espíritu de diálogo y no confrontación no se logra apenas con sonrisas o palabras bonitas. Para saber si esto es realmente cierto hay que analizar las medidas que se toman, ver si se respetan los derechos conquistados durante los últimos años y, sobre todo, conocer quienes son los privilegiados por la nueva gestión. Todos lo demás es cotillón para ser procesado por la gran mayoría de los medios de comunicación convertidos, al menos por el momento, en obsecuentes aplaudidores.
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