Miércoles, 23 de mayo de 2007 | Hoy
CIENCIA › LA MATERIA OSCURA, LA ENERGIA OSCURA Y OTRAS YERBAS
Por Leonardo Moledo
Felizmente, no hemos llegado a conocer el universo cabalmente –o por lo menos tan cabalmente como se creía hace un tiempo– y aparecen nuevas sorpresas que ponen a la cosmología en permanente estado de excitación: al fin y al cabo, saberlo todo no es muy interesante y sólo deja resquicios para investigaciones de detalle, a la espera de que todo cambie y alguna de las teorías centrales se derrumbe y haya un cambio de paradigma, como le gustaría al bueno de Thomas S. Kuhn.
Cuando se descubrió la radiación de fondo, que data de 380 mil años después del Big Bang, del momento remoto en que se desacoplaron materia y radiación, el modelo standard pareció estar terminado; luego, las dificultades que aparecían en el universo tempranísimo y que no encajaban exactamente fueron arregladas con la teoría de la inflación de Alan Guth –una solución que tiene cierto tufillo ad-hoc–.
Mientras tanto, se lograba una descripción del universo a gran escala: un conjunto de cúmulos de galaxias organizadas en filamentos que encerraban vacíos insondables donde reinaba la nada que hubiera aterrorizado a Aristóteles o a Descartes.
Y todo en acelerada expansión, con un horizonte que se agranda a la velocidad de la luz.
Pero ahora aparecen nuevos elementos sobre cuya identidad y naturaleza se tienen pocas pistas: la materia oscura (la semana pasada se difundió una fotografía que parece dar evidencias de su real existencia como un halo alrededor de una galaxia), la energía oscura, vinculada a la “constante cosmológica”, ese término que Einstein introdujo en las ecuaciones de la relatividad general para lograr un universo estático e inamovible, y sobre todo ese desenganche entre la relatividad general y la cuántica, que no logran unificarse y que hace que los cosmólogos se muevan sin teoría –o por lo menos sin teoría confiable– y que por otro lado se extravíen por los caminos de la imaginación tratando de unificarlas, como se extravió José Arcadio Buendía por los senderos de una ciénaga que se cerraba detrás de él, mientras sus pies se hundían en el fango, o en el lodo de la inteligencia.
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