Viernes, 29 de agosto de 2008 | Hoy
Por Eduardo Febbro
Desde París
El mundo de abajo ha cambiado mucho. La sustancia que lo habita sigue siendo la misma pero sus códigos se han transformado en una profusión de soledad seca, de productos, de imágenes violentas y silencios humanos que sólo vienen a perturbar los nuevos sonidos de la profundidad: los bips sucesivos e interminables de las cartas electrónicas de acceso y el bolero. El Métro de París es el mismo espacio delirante, a veces mágico, siempre misterioso, con algo inminente y agazapado que ronda por sus pasillos, sus arcadas y los andenes con sombras que se deslizan sin que se sepa con exactitud si son sombras o seres que se mezclan entre otras sombras que ya estaban ahí en movimiento. Julio Cortázar escribió páginas imborrables sobre ese subsuelo urbano. “Manuscrito hallado en un bolsillo”, “El perseguidor”, “Texto en una libreta” o “62/Modelo para armar” contienen exploraciones metafísicas de ese universo de abajo que aislaba de la circulación exterior, del contraste, de la rapidez. El Métro de París ya no es ese espacio de tránsito y hasta de alivio. El Métro ha transferido a sus profundidades el realismo extremo y violento del mundo de arriba. El subsuelo que para Cortázar era un túnel que conducía a un sueño es ahora el pasadillo que amplifica la pesadilla de la superficie.
En uno de los relatos de Cortázar, el personaje de Hélène se estremece con el gigantismo de los afiches del queso Babybel y con las proporciones de la niña de enormes dientes y zapatos desmesurados que promociona su consumo. Aquella niña amenazante sería en estos días la tierna Caperucita Roja de los lobos que la rodean, el emblema mismo de la inocencia, de la gracia, el halo de pureza de algo que se perdió hace mucho. Amenazada por monstruos virtuales, desnudos, que coquetean con el llamado porno chic, ametralladoras, fusiles, bombas, explosiones, hombres y mujeres que desde los carteles apuntan con sus armas a los inocentes pasajeros, cercada por los cataclismos ficticios promovidos por el cine y los cataclismos reales que transmiten las imágenes punzantes sobre la miseria, las enfermedades, las sequías y el hambre que azotan tantas regiones del mundo, la niña Babybel sería como un signo de antes de Adán y Eva. Entre el nivel cero y el subsuelo el mundo perdió su inocencia. Los años en que el inspector que controlaba a los pasajeros era un amable señor uniformado que comprobaba la validez de los modestos boletos de cartón es un paraíso perdido. Ahora hacen falta tarjetas electrónicas nominales, con fotos y datos personales. El inspector afable se convirtió en un comando de cinco personas: el mismo inspector y cuatro guardaespaldas uniformados como Rambos que lo protegen. Mundo en mutación hacia la estación La Défense en donde, delante de un mastodóntico afiche que interpela a los pasajeros con la frase “sean tacaños”, una mujer de edad muy entrada y estilo elegante discute acaloradamente con un perro minúsculo y de pelos ondulados que intenta masticar la papa frita que encontró al pie de un distribuidor automático de bebidas y comida. La señora se empeña en sacarle la papa frita de la boca: “Eres un estúpido, siempre se te ocurre comer porquerías”, le dice en tono de reproche. “¿De dónde has traído esta basura que tenés en la boca? Eres un tonto, cada vez que salimos me hacés renegar comiendo basura y después te enfermás.” Antes de que el Métro se detenga en el andén la mujer consigue recuperar la papa frita de la boca del perro. Una vez adentro, se sienta y finge ignorar al animal recostado sobre su falda que la mira con azorada curiosidad. Cuando se escucha el pitido que anuncia el cierre de las puertas, dos tipos famélicos y mal vestidos consiguen entrar. Uno de ellos lleva un violín, el otro tiene un sombrero raído entre las manos y una sonrisa cansada de dientes ausentes. El hombre del violín, que es un inmigrado rumano, se pone en posición y anuncia a los pasajeros, que casi no lo miran: “Ahora les vamos a ofrecer el tango ‘Bésame mucho’”. El violín suena falseando la realidad del bolero compuesto por la mexicana Consuelo Velásquez en 1941 hasta que un lánguido “como si fuera esta noche la última vez” se adivina entre las cuerdas del violín que lo ejecutan como un tango. Después, el rumano, con una onomatopeya indescifrable, esboza la improbable letra del bolero que él transformó en tango. Esa es la música del Métro, la melodía del alma humana. Atrás quedaron los Beatles, el eterno “Stand by”, “Imagine”, los temas de Santana, Led Zeppelin u otros tantos temas de la modernidad lejana o cercana. El bolero, esa música del amor, ha ido ganando el alma de los pasillos, los túneles sin fin, las estaciones y los Metros como una revancha de la ternura y la necesidad de amor humanas contra la vertiginosa brutalidad del mundo, contra la cápsula de soledad y silencio en que la tecnología, la lucha contra el terrorismo, la violencia de las sociedades, la delincuencia, el desempleo, la pobreza excluyente y la desigualdad han encerrado a los seres humanos. Boleros y de tanto en tanto un tango, de preferencia “La Cumparsita”, interpretados por músicos ocasionales de todas las latitudes. En la línea número 1 del Métro de París la ejecución de los boleros está a cargo del violinista rumano, en la número 6 es una pareja de uruguayos la que canta “Reloj no marques las horas” y en la línea 7 es una joven coreana quien, con un parlante colocado sobre un carrito de hacer las compras y un grabador, destila, con fondo de melodías originales, letras de boleros teñidas por su acento que las tornan casi incomprensibles. Hay otros músicos, ocasionales o permanentes, que inundan los trayectos con esa música. Eco de encuentros y rupturas, espacio único donde se narran el amor y sus abismos, los deseos y los sueños, la urgencia y la pasión del otro, el modesto bolero forjado en América latina endulza, por unos instantes, la dureza del tráfico subterráneo y, a su manera casual y romántica, eleva hacia otros cielos aquellas vidas a menudo amordazadas por la rutina y el temor al otro. El peor enemigo de los músicos son los lectores MP3 con quienes los viajeros se refugian para ignorar eso que a Cortázar le resultaba una invitación a lo fantástico.
No sabemos si hay amor en la eternidad, pero sí sabemos que el amor no es eterno. Los boleros resucitan esa delicia del comienzo o la angustia del infinito fin. Por encima de los idiomas y las distancias culturales, el código de la música desenhebra el tejido resistente de la indiferencia y penetra en los párpados casi cerrados de tantos pasajeros. Esa música dulzona vence la noche del Métro y rompe la armonía conformista del desdén y el silencio. El Métro de hoy multiplica en el subsuelo eso que Cortázar llamaba “las potencias de la superficie”. Esas potencias no se adormecen con bajar las escaleras. Lo real, en vez de atenuarse, prolifera a escalas grandiosas. Las potencias de la superficie crecen en la intimidad del encierro y construyen una pantalla donde se proyecta aquello que antes sólo existía en el mundo de arriba. Los afiches gigantes del Métro de París reintroducen en el túnel urbano destellos tangibles de la mega realidad, de lo que está a la vez hacia arriba y en los abismos de la condición humana. Las campañas de afiches de la ONG Acción contra el Hambre muestran imágenes aterradoras de seres famélicos, piel y huesos, con sus rostros atormentados por moscas más hambrientas que ellos, con miradas de ojos donde la vida abdicó hace mucho.
Esas fotos tomadas en Sudán, en Bangladesh, en Chad, en Nigeria, en cada lugar donde las sequías y el hambre diseminan a las poblaciones conviven en el túnel, frente a frente, unas al lado de las otras, con otros afiches publicitarios que promocionan platos congelados presentados con fotos humeantes, una orgía de colores y sabores cuyo costo serviría para alimentar a decenas de miles de esas figuras vecinas a punto de morir por falta de agua, de maíz, de harina. Contraste punzante, absurdo de una sociedad de consumo que expone sus privilegios al lado de quienes se vacían de hambre. La niña de los quesos Babybel podría funcionar como una figura conciliadora. Escapada de los relatos de Cortázar, movida por su humanidad, transformada por la poesía imborrable del escritor, la niña gigante recobraría vida para ser el ángel literario que, de afiche en afiche, de estación en estación, extrae la comida congelada y la pone en la boca de los hambrientos, distribuye la justicia sobre un fondo sonoro de bips breves y estridentes que marcan el ingreso de un nuevo pasajero a la línea del Métro, sobre el suave murmullo de los boleros que van sembrando en los pasillos un poco de humanidad, de compasión amorosa, de manos tendidas hacia el otro que nos está mirando y que puede ser, tal vez, nuestro próximo amor o nuestro próximo desencuentro.
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