Domingo, 1 de marzo de 2009 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Este año, en el Festival de Berlín, se reeditó un hecho habitual en el cine: el de “descubrir” películas olvidadas o injustamente recibidas en el momento de su estreno. Para los que realizan el acto de justicia el hecho es agradable y ocurre por lo común cuando una tendencia desea imponerse o se retorna a cierto lenguaje cinematográfico para huir de otro que ya se ha agotado. Para los que hicieron la película ya es tarde. Sufrieron en vida la incomprensión, la soledad y el fracaso. El ocaso de los cheyennes –de este film hablamos– fue “redescubierta” en Berlín y proyectada la única copia existente en Super Panavision 70. Ahora todos se han largado a decir lo que muchos –secretamente– decíamos cuando vimos la película por primera vez. Es una obra maestra.
Mal año, 1965, para verla en la Argentina. Guillermo Saccomanno me dice que la vio en el cine Luxor, de la calle Lavalle (hoy inexistente, casi como la calle Lavalle de entonces), en una butaca de la fila 14 o 15, en una matinée, solo, o con dos o tres personas más. Los críticos ingeniosos de entonces dijeron: “Este western de John Ford, lejos de ser un gran western, es sólo un western grande”, Claro: 159 minutos de duración, y lo que dijimos: Super Panavision 70. Saccomanno, al salir del Luxor, se fue a la facultad. Estudiaba letras. A nadie le dijo de dónde venía. Que había ido al cine. Que había visto una película de John Ford. Una película norteamericana. Y, para colmo, un western. Yo no recuerdo dónde la vi. Habrá sido en el Luxor también. Tampoco le dije nada a nadie. Era preferible ver Una chica y los fusiles, de Claude Lelouch, que la de Ford. O era preferible y hasta obligatorio ver lo que había que ver antes que dilapidar 159 minuto en un western norteamericano. Cuando publiqué –a propósito de las muertes casi simultáneas de Bergman y Antonioni– una nota llamada “El prestigio del tedio”, muchos se enojaron conmigo. Muchos no. Una mala década para muchas cosas la de los ’60. De aquí que no me cuente entre los que la añoran o la sobrevaloran. Había una gran inseguridad cultural en el espectador y se expresaba en desear ser visto como alguien culto, siempre. No ha dejado de ocurrir. Las grandes imposturas del arte se basan a menudo en esta carencia. ¿Qué hay que ver, qué leer, dónde hay que ir para ser culto, para ser visto como un intelectual? Abundantemente tratado desde los brillantes pasajes sobre la existencia inauténtica en Ser y tiempo, me voy a privar de desarrollar esto aquí. Pero en 1965 uno era muy joven y se sentía atacado por las elecciones estéticas de la mayoría. A mí, siempre me hartaron la solemnidad, la pretenciosidad y el prestigio del tedio. Hay algunas reglas infalibles que dan forma a esta estética, la del tedio. Veamos: “Si no tienes nada importante que decir, recurre al tedio: te creerán profundo”. “Que no te entiendan, te creerán genial.” “Sé lento, narra con morosidad o sencillamente no narres, ellos pondrán todo lo que tienen donde tú no has puesto nada y serán felices.” “Cuídate de las emociones, podrías emocionarlos.” “Haz de tus limitaciones una estética. Si no sabes contar, di que no hay que contar. Si no sabes dirigir actores, di que les permites improvisar. Si no sabes filmar bien, di que has elegido el arte desprolijo. Si tu prosa es pésima, di que el lenguaje no debe someterse a nada. Menos aún a la belleza, al ritmo o a la mera gramática, ese oficio de mediocres profesoras de literatura.” “Y por último, insistamos: abúrrelos, nunca dejes de aburrirlos, abúrrelos hasta morir.” Y también: “Que no te entiendan, que no entiendan nada de lo que haces. Pero cuidado: que no entiendan, sobre todo, que no hay nada que entender”. Sólo así, tú, que apenas eres algo más que un publicista de ti mismo, serás un genio hermético, sólo descifrable por una minoría ilustrada, y serás inmortal, como la estupidez humana.
Hay cambios. No desespero. Hace apenas un par de noches, haciendo zapping, encontré el programa de los críticos de cine de la revista El amante: ¡un desmedido, cálido, lúcido homenaje a... Raoul Walsh! Años atrás, el Negro Sammaritano largó en su programa El caballero audaz, la película de Raoul Walsh sobre el boxeador Jim Corbett con Errol Flynn de protagonista. Y el Negro, lúcidamente, dijo: “No le pido que a usted le guste esta película. Pero si quiere aprender gramática cinematográfica, si quiere saber cómo se cuenta una historia con imágenes, le presento a Raoul Walsh”. Hace años Aristarain declaró que sus maestros eran Ford, Hawks, Walsh, Ray, Huston. En Humor, un limitado tipo que escribía ignoro por qué en una revista tan buena, le dijo que Walsh sólo había filmado “un bodrio tras otro”. Y terminaba: “Filmá, Adolfo, y callate”. ¿Qué tal? No se permitía decir nada el opa. Pero los críticos de El amante estuvieron brillantes. Porque si se trató de una estrategia, si la cosa era: “Miren, muchachos, terminemos con esto del cine que no narra porque la gente está podrida y donde dan una peli argentina sale corriendo...”, si se trató de eso (de acompañarlo, por ejemplo, a Jorge Carnevale en esa lucha solitaria y lúcida y valiente que lleva a cabo desde hace años contra toda una densa, muy densa movida de la cinematografía y la crítica nacional y algunas escuelas de cine), lo hicieron con tal convicción que no se notó. Lo que yo recibí fue un conocimiento, un respeto y hasta un amor intensos por la obra de Walsh. Bravo. También fue Luciano Monteagudo el que, desde Berlín, informó sobre el “redescubrimiento” de El ocaso... y lo hizo con gran alegría y con todo el respeto que el gran maestro merece.
Ford es, para mí, inagotable. Siempre me resultó más fácil entender el existencialismo tardío de Bergman y Antonioni que el universo fordiano. Y aclaro: amo el cine europeo. Visconti, Monicelli, Fellini, Dino Rissi, muchas de Godard y ni hablar del expresionismo alemán y el neorrealismo italiano. Pero si tanto se quejan algunos porque el cine se somete a la literatura o a la filosofía, con pocos ocurre eso como con Bergman y Antonioni. El primero, un pocket-Kierkegaard. Acaso no sea poco, dado que, de Kirkegaard, escribió Heidegger: “Kierkegaard no es un pensador, sino un escritor religioso, aunque desde luego no uno entre tantos, sino el único a la altura del destino de su época. En eso reside su grandeza” (Caminos de bosque, Alianza, p. 225). Antonioni, un pocket-Camus. Algo que se nota demasiado. Pero Ford, ¿qué es John Ford?
Es un irlandés cascarrabias. Se conocen sus anécdotas. Una, con Peter Bogdanovich. El director de La última película le pregunta largamente acerca de cómo filmó una escena. Ford lo mira, dándole más tiempo. Bogdanovich insiste. Describe la complejidad de la escena, su ubicación dentro del film, el movimiento de los actores, en fin, todo y otra vez pregunta cómo filmó esa escena, maestro. Y el maestro dice: “Teníamos una cámara”. Antes, cuando se presenta ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas, sólo dice: “Soy John Ford. Hago westerns”. Scorsese se emociona y dice: “Era así: modesto. En lugar de recurrir a sus obras más prestigiosas, El delator o Viñas de ira, sólo dijo: ‘Hago westerns’”. Tengo otra interpretación de esa anécdota. El viejo zorro no era modesto. Sucede que uno no se presenta ante un Comité de McCarthy y dice: “Filmé Viñas de ira”, que es un film sobre la depresión, la pobreza, el hambre y la lucha por la justicia, basada en una novela de John Steinbeck. Recuerden si no ese monólogo prodigioso que dice Fonda: “Donde se cometa una injusticia, ahí estaré. Donde falte comida, ahí estaré”, etc. No, sabe que los cazadores de brujas son brutos y creen que los westerns son films para niños, con indios y cowboys y tiros y diligencias. Entonces Ford dice eso: “Oigan, señores: yo hago westerns, ¿okey? No molesto a nadie. Soy un buen americano que entretiene a los niños”.
En Más corazón que odio, Ethan Edwards (John Wayne) persigue durante todo el film al cacique Scar. Su odio no cesa de crecer. Cuando lo encuentra, Scar huye y busca refugio en su teepee. Ahí lo busca Ethan, agarra su cabeza y le corta el cuero cabelludo. Ford espera a Ethan, con su cámara, fuera del teepee. Ethan sale a caballo, en su mano derecha lleva la crencha de Scar. Su cara es la de un salvaje. Ahora, él y Scar son lo mismo. No hay Civilización y Barbarie. Sólo hay barbarie. Primer paso de Ford. En Misión de dos valientes, una turbamulta de blancos busca linchar a un indio, lo agarran y van en busca de un árbol. Se les interpone el teniente Jim Gray (Richard Widmark), sin éxito. Pasan sobre él, encuentran el árbol y linchan al indio. La Barbarie, aquí, es la Civilización. Y en El ocaso de los cheyennes, Ford, que contribuyó como pocos a crear el mito del indio como el Otro, como el enemigo del progreso, sigue a los cheyennes desde su huida de la reservación hasta sus tierras, a las que llegan luego de una durísima marcha. Aquí, ya no hay Civilización. El hombre blanco es abierta, casi groseramente ridiculizado en el episodio La batalla de Dodge City, en la que los legendarios Wyatt Earp (James Stewart) y Doc Holliday (el gran Arthur Kennedy) juegan al poker, se emborrachan y se entremezclan con mujeres de muy mala vida y muy divertidas. Todo esto contrasta con el auténtico dolor de los cheyennes, que, acompañados por el noble Capitán Archer (Richard Widmark, otra vez con Ford), llegan a sus tierras. A su hogar. ¿Quién es este Ford que reniega de la civilización del capital y se queda en la tierra de los cheyennes? ¿Quién es este Ford adorniano que abomina de la razón instrumental, este Ford heideggeriano que rechaza la civilización de la técnica y se queda con los hombres de la tierra, con los “salvajes” que vuelven a la sencillez de su mundo originario? Es un hombre complejo, tramado por las contradicciones, para el que los años no pasaron en vano. Un gran artista.
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