Domingo, 2 de enero de 2011 | Hoy
Por Juan Gelman
Cesaron los tiros. Los combatientes de una trinchera comenzaron a cantar un villancico. En la trinchera de enfrente respondieron con el mismo villancico en otro idioma. Los adversarios de ambos bandos salieron a la tierra de nadie sembrada de cadáveres y confraternizaron. Sucedió el 24 de diciembre de 1914 en el frente de la Bélgica francesa donde terminó la guerra de posiciones y tuvo lugar la batalla de Flandes. A esa altura, la Gran Guerra o “la guerra que iba a terminar con todas las guerras” había cobrado decenas de miles de vidas en cuatro meses. Y el pronóstico falló.
La Historia conoce treguas desde Troya, concertadas entre los mandos enemigos para enterrar a sus muertos, rezar por la victoria, dar algún descanso a las tropas. Esta fue espontánea. La instauraron los efectivos alemanes y británicos enfrentados corriendo el riesgo de padecer sendas cortes marciales, tal vez movidos por el encuentro de la memoria de Navidades pasadas en compañía de sus familias, con la fe en Dios y la fatiga de una guerra sin sentido aparentemente provocada por el asesinato de un remoto archiduque. No se trata de un mito ni de un cuento de Navidad: ocurrió, aunque relatos, novelas, canciones y películas que nacieron de este hecho excepcional lo envolvieron luego con capas de fantasía.
Una fuente legítima de conocimiento son las cartas que los soldados, suboficiales y oficiales británicos enviaron a sus familiares y se publicaron en periódicos ingleses locales hasta que su aparición fue prohibida en 1915 (www.chris tian.co.uk). Construyen una narrativa sin tapujos que deshace toda posibilidad de literatura fantástica. No hace falta. Menos de 60 metros separaban las trincheras de los contendientes en Ypres y los de un lado podían escuchar las conversaciones del otro cuando callaban los fusiles. El 24 de diciembre de 1914 un extraño silencio acompañó la caída del crepúsculo. A las 11 de la noche, los alemanes alzaron un árbol de Navidad con velas encendidas que recibió algunos tiros hasta que se oyó el “Stille Nacht, Heilige Nacht”. Fue respondido enfrente con el “Silent Night”, el villancico “Noche de Paz” en otras lenguas. Y siguieron otros: “Oh, Come All Ye Faithful” y “Adeste Fideles”.
Los soldados salieron entonces de los pozos de fango en que se habían convertido las trincheras, cremaron o enterraron los restos de los caídos que llevaban semanas bajo el frío invernal, se dieron la mano en medio de la tierra de nadie –ahora de ellos–, intercambiaron cigarrillos ingleses por schnaps y caramelos alemanes y no tardaron en jugar al fútbol con una pelota de verdad aportada por un militar precavido. Los puntiagudos cascos alemanes delimitaban los arcos y no se oían cañonazos, sino gritos de “goal” y “tor”. Los Fritzs les ganaron a los Tommies 3 a 2.
“La noche pasó como en sueños”, escribió el soldado británico Henry Williamson. “Descubrimos que los del otro lado no eran bárbaros, como se nos hizo creer –declaró el escocés Alfred Anderson–, eran como nosotros.” “Nos separamos estrechándonos las manos largamente y deseándonos lo mejor”, anotó en carta a su familia Percy Jones, de la Brigada Westminster. Abundan en esas misivas la mención “soñando despierto”. Los altos mandos franceses negaron lo sucedido, pero Víctor Granier, tenor de la Opera de París, interpretó “Minuit, Chrétiens” y Walter Kirchoff, un astro de la Opera Imperial de Berlín, cantó para los ingleses.
Los jefes militares estaban presos en su indignación: la guerra debía seguir, la matanza debía seguir en aras del interés nacional de cada quien. El general sir Horace Smith-Dorrien ordenó cesar los contactos con el enemigo porque “debemos conservar nuestro espíritu de lucha para acabar con esta guerra rápidamente”. Más rápido hubiera sido ponerle fin: el armisticio se firmó cuatro años después con un saldo de diez millones de muertos y 20 millones de heridos.
El 25 a la mañana se ofició una suerte de misa por los muertos de los dos ejércitos y la confraternización continuó. Como las tropas de reemplazo de los “pacifistas” tardaban en llegar, la tregua se prolongó varios días. Los cañones inauguraron el 1915 creando un Año Nuevo inédito para casi todos. George Wilson, de la 3ª Compañía de Rifleros de Londres, escribió en su diario: “Nos separamos sabiendo que difícilmente nos volveríamos a ver”.
Los capitanes Miles Barnes y sir Iain Colquhoun, de la 1ª Compañía de Guardias Escoceses, intentaron convertir esa tregua en tradición: en la Nochebuena de 1915, efectivos británicos y alemanes sólo se mezclaron media hora en la tierra de nadie, pero durante todo el día de Navidad se sentaban en sus respectivos parapetos a la vista del enemigo sin disparar un tiro. Una Corte Marcial juzgó a los capitanes y el hecho ya no se repitió.
En un mundo que no conoce un solo día de paz desde 1939, con una guerra siempre en algún rincón del planeta, esa tregua parece una ficción. Será que la Naturaleza imita al Arte, como observó Oscar Wilde.
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