Domingo, 2 de enero de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por José Natanson
El fin de año fuerza los balances. Al cierre del 2009 escribí en Página/12 una nota (“Balance sin frutas abrillantadas”) en la que afirmaba que el Gobierno había comenzado el año en baja, con el fracaso en las elecciones del 28 de junio, y lo había terminado bien, con la sanción de la ley de medios y el anuncio de la Asignación Universal. En el camino, el kirchnerismo se había convertido en una “minoría intensa”, la expresión de un sector cuantitativamente minoritario pero dotado de un programa y un líder y un proyecto (en ese entonces, Néstor 2011). Agregaba, sin embargo, que un gobierno puede apoyarse en una minoría social para administrar la coyuntura y que hay miles de ejemplos de “patos rengos” que transitan con relativa calma el final de sus mandatos, incluso uno argentino y no muy lejano, el Carlos Menem 1997-1999. Pero como el kirchnerismo nunca estuvo dispuesto a simplemente gestionar el Estado, nadie podía razonablemente pensar que se limitaría a flotar en paz hasta octubre del 2011. Y como ningún proyecto verdaderamente popular puede proponerse realizar transformaciones importantes sin contar con el respaldo de las mayorías, el éxito oficial se cifraría en su capacidad para, a partir del firme soporte de ese núcleo minoritario, expandir su influencia a otros sectores sociales. Ese era, para mí, el gran desafío del año que comenzaba.
El 2010 fue el año en el que el kirchnerismo consolidó la recuperación iniciada en 2009: hoy sigue siendo una primera minoría, no menos intensa pero bastante expandida. ¿Cómo consiguió semejante cosa? En primer lugar, por su capacidad para retener el control de PJ a pesar del desafío planteado por el peronismo disidente. Hoy suena absurdo, pero tras la derrota en las elecciones de junio una fuga masiva de dirigentes era una posibilidad cierta. Los recursos del Estado, que el Gobierno ha utilizado con indudable habilidad para, digamos, persuadir a aliados, seguramente desempeñaron un papel, pero también hay que señalar la incapacidad del PJ emigrado para plantear una alternativa más o menos convincente y los éxitos políticos del oficialismo, tanto en el debate parlamentario como en la opinión pública, que habrán convencido a más de uno de la inconveniencia de pegar el salto. Más que la obra pública o el discurso, el éxito es el principal mecanismo de persuasión política.
El kirchnerismo también logró mantener su alianza con la CGT y el control de la calle. Los episodios de las últimas semanas, del Indoamericano al Club Albariño, no deberían confundir: allí se mezclaron intentos organizados de ocupación de espacios públicos con el accionar de delincuentes más o menos lumpenizados y más o menos politizados, sobre una base de reclamos sociales muy genuinos. Pero a pesar de estos sucesos y de otros que seguramente vendrán, no existe un actor político o social capaz de disputarle la calle al Gobierno. Si se mira bien, quien estuvo más cerca de lograrlo no fue ni el movimiento de okupas ni la microizquierda trotskista sino las corporaciones rurales, allá por el 2008.
Pero la recuperación oficial no descansa sólo en su capacidad para anudar aliados sino también en su incansable iniciativa política. Si el 2009 estuvo marcado por dos decisiones de fuerte contenido transformador, la ley de medios y la Asignación Universal, el 2010 incluyó medidas menos espectaculares pero tendientes a la normalización de la situación externa del país (el fin del corte en Gualeguaychú, el canje del último tramo de la deuda en default y el pago al Club de París), junto con decisiones económicas de peso –la utilización de reservas para el pago de la deuda– que derivaron en cambios de funcionarios importantes –Mercedes Marcó del Pont en lugar de Martín Redrado–.
Algunas de estas iniciativas, sin duda positivas, no han sido lo suficientemente institucionalizadas: la designación de Marcó del Pont no ha sido acompañada por una reforma al tono de la Carta Orgánica del Central, del mismo modo que la Asignación Universal no se ha convertido en ley (como explica bien Daniel Arroyo, el riesgo no es que un gobierno socialmente insensible elimine el subsidio, algo difícil de encarar políticamente, sino que cierre el padrón de beneficiarios, como ocurrió con el Plan Jefas de Hogar). En ambos casos, se trata de darles un marco institucional sólido a decisiones que ya se encuentran vigentes. Y en esta línea la creación del Ministerio de Seguridad, la última novedad importante del año, abre la posibilidad de realizar cambios normativos que confirmen la nueva orientación en el manejo de la fuerza pública, en sintonía con los que Nilda Garré ya implementó en las Fuerzas Armadas.
Antes de continuar, un comentario de estilo: la autocita es un recurso que debe usarse con prudencia, para no saturar a los lectores y mantener controlado el ego del columnista. Pero con la excusa del fin de año y tras unas copas, nos permitimos cierto abuso. En la nota mencionada al comienzo de este artículo citaba al politólogo Joseph Nye, de la Universidad de Harvard, y su clásica distinción entre el “poder duro” –aquel que se vale de la fuerza militar o la presión económica– y el “poder blando” –que descansa en la persuasión cultural o ideológica–. Decía a fines del 2009 que la estrategia del kirchnerismo para expandir su base de apoyos parecía limitarse a ofrecer una buena perspectiva económica (de la Asignación Universal a la elevación del mínimo no imponible del impuesto a las Ganancias), en una reedición en clave de marxismo patagónico de la vieja tesis materialista de que la estructura económica determina el comportamiento político-ideológico. El kirchnerismo descuidaba, creía yo, los aspectos “blandos” de la gestión.
Los festejos del Bicentenario demostraron que estaba equivocado o que el Gobierno revisó este punto. Aun con las críticas que se le pueden formular al enfoque histórico elegido, el Bicentenario fue una celebración masiva, colorida y pacífica. Poco después, la ley de casamiento igualitario fue, además de un acto de justicia, una jugada política que le permitió al kirchnerismo situarse en el costado más progresista del debate público, descolocando a adversarios y acercándose a un sector importante de la sociedad. La política de medios, errática por años, también avanza (la semana pasada se lanzó el canal del Incaa), y subraya por contraste la ausencia de una política cultural más inclusiva, que repare en fenómenos que el mismo kirchnerismo ha generado, como la activación política de un sector de la juventud y su reconciliación con segmentos nada desdeñables de la clase media (a los que, insistamos, no tiene sentido seguir machacándoles con los greatest hits de Jauretche). En este cómputo de iniciativas inmateriales, la intervención del Indec es quizá la gran asignatura pendiente.
El último factor que contribuyó a la recuperación del oficialismo fue la atonía de la oposición. Luego de su rotundo triunfo en los comicios de junio y de un primer golpe de efecto (el reparto de comisiones que dio inicio al Grupo A), el no kirchnerismo se enredó en una serie interminable de internas y conflictos. En su agenda para el 2010 figuraban iniciativas de alto impacto, como la reforma del Consejo de la Magistratura o un cambio en el régimen de retenciones, de las cuales sólo logró imponer el 82 por ciento móvil (el único veto en la tan anunciada conversión de Cristina en una vetadora serial). En ese universo heterogéneo que hoy es la oposición, dos candidatos aparecen con más chances de enfrentar al oficialismo: Mauricio Macri, que pese a los desmanejos de su gestión conserva una buena imagen y que podría contar con el apoyo de retazos del PJ disidente, y Ricardo Alfonsín, la estrella en ascenso del radicalismo. De que la competencia política se organice en torno de un eje ideológico (derecha-izquierda) o partidario (peronismo-radicalismo) dependerá que uno o el otro se conviertan en el principal adversario del Gobierno.
El balance político del año se recorta sobre el fondo de una economía que reproduce la ecuación K de alto crecimiento con alta inflación, en el marco de un boom de consumo inédito. El fin de semana pasado, la sucursal de San Telmo de una conocida heladería no vendía vasitos ni cucuruchos. Los vendedores argumentaban que tenían instrucciones de “privilegiar a los que compran a partir de dos kilos” (y eso que el vasito más chico costaba ¡quince pesos!). Y junto al auge del consumo, que abarrota los mediocres pero carísimos hoteles de la costa y las estaciones de servicio, el fondo sentimental generado por la muerte del ex presidente: despejadas las dudas acerca de la supervivencia del kirchnerismo tras la desaparición de su soporte biológico, queda el interrogante acerca del impacto emocional generado por el fallecimiento del líder, cuyas consecuencias resulta imposible estimar.
En todo caso, el panorama incluye a un oficialismo fortalecido y consolidado, una economía ordenada y en crecimiento y una oposición dispersa. No todo está dicho: como quedó claro en las últimas semanas, de Formosa a Constitución, los déficits sociales acumulados, las estructuras políticas oxidadas y los agujeros de la gestión pueden aparecer en cualquier momento, incluso bajo la forma del estallido y la violencia. Pero si esta perspectiva se consolida, y con la cautela con la que cabe pronunciarse en un país como el nuestro, podríamos encontrarnos, por primera vez desde 1983, con un ciclo político de tres mandatos: ni Menem lo hizo. Buscando ejemplos, quizá la trayectoria más parecida sea la de Lula: en 2005, cuando finalizaba su primer período, el presidente brasileño enfrentó una serie de escándalos de corrupción encadenados que le costaron todo un gabinete y que casi derivan en un impeachment, pese a lo cual logró recuperarse, ganar su reelección y gestionar un exitosísimo segundo mandato, clave para el éxito de Dilma Rousseff en las elecciones de octubre. De la capacidad del oficialismo para seguir expandiendo su base de apoyo dependerá que triunfe en esta tarea.
Mientras tanto, continuaremos con la campaña de cada año: por un pan dulce sin frutas abrillantadas.
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