Domingo, 2 de enero de 2011 | Hoy
EL MUNDO › EL ALCALDE NEOYORQUINO LLEVA DOS AÑOS DE REDUCCION DE GASTOS, CON CONGELAMIENTO DE SALARIOS Y DESPIDOS
Una multitud se pregunta cómo fue que el gobierno de la ciudad de Nueva York no pudo prever una tormenta que ocurre todos los años y que cualquiera veía venir en la pantalla del canal que anuncia el clima.
Por Ernesto Semán
Desde Nueva York
Antes de crucificar al alcalde Michael Bloomberg con la antena del Empire State, hay que recordar que una nevada de Dios Padre le puede pasar a cualquiera. A un neoliberal, a un arquitecto, a un dirigente inquebrantable, a un ambicioso, al que le caigan 60 centímetros de nieve en su ciudad tiene un problema enorme, blanco, frío. Pero lo que vivió Nueva York entre el 26 de diciembre y ayer es de otra película. No El Día Después de Mañana y las profecías del cambio climático, sino de Soy Leyenda y una foto distópica en la que nadie te da una mano o una bufanda, y el mundo tal cual lo conocimos, habitado, desaparece.
La historia es así: el domingo pasado empezó la primera nevada del invierno en la costa Este norteamericana. Para el lunes al mediodía habían caído unos 60 centímetros de nieve en Nueva York. Un montón de nieve, pero ni la más larga ni la más dura de las tormentas que haya visto esta ciudad. Los servicios de emergencia tardaron en empezar la limpieza, y para cuando lo intentaron la nieve se había hecho hielo y las calles estaban repletas de cientos, miles de autos abandonados por sus dueños. El martes y miércoles, una buena parte de la actividad comercial había desaparecido bajo la nieve, las ambulancias no llegaban adonde debían. Desde entonces y hasta hoy, una multitud se pregunta cómo fue que el gobierno de la ciudad no pudo prever una tormenta que ocurre todos los años, y que cualquiera veía venir en la pantalla del Weather Channel.
Los problemas empezaron apenas la nieve se congeló sobre los autos. Las bagels nunca llegaron al Café Naidres de la calle Henry, en Brooklyn, y el New York Times no se podía conseguir en todo Queens, los camiones de distribución estampados contra las barricadas de hielo que habían dejado calles enteras cerradas para entrar o para salir. La ciudad trata de cuidar a sus pudientes, a Manhattan, pero no alcanza. El vegetariano Kate Joint’s en el Village, entre otros miles, cerró por tres días: las máquinas limpiaron la calle 4 durante el día, pero los empleados viven extramuros, y nunca llegaron, ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles, porque si sus calles en Queens no estaban bloqueadas por la nieve, tres de las líneas de subte que los vomitan en la ciudad cada día dejaron de funcionar. Los Starbucks de toda la isla estuvieron cerrados o funcionaron a medio turno. Hubo cortes de luz por 36 horas, y cortes de gas con 5°C bajo cero. Y así, pesito a pesito, Nueva York perdió mil millones de dólares por día. Todo lo que no se pudo vender en la semana de fiestas, cuando la gente compra como si se viniera el Armagedón. Quién sabe, con la pérdida de recaudación de esta semana se echa a perder todo lo que se había ahorrado con los recortes fiscales del último año, y encima todos están más pobres, chirriando de frío y calientes con los funcionarios.
Millares de vecinos salieron a despejar las calles por mano propia. La nieve es linda para los turistas, para la gente feliz, y para las parejas con hijos abrigados. Para el resto, los que conformamos la Enorme Mayoría Silenciosa, es un dolor de huesos. Y a los dos días, cuando la superficie blanca y sensual es una baba gris y acuosa que se filtra helada por el techo, los zapatos, las cloacas, no se recluta ni un colectivo de gente que la festeje. Lo que muchos descubrieron en esta semana es que el Estado se encarga de limpiar todo antes de que comience el incordio, y que el ajuste fiscal de los últimos dos años los dejó librados a su suerte. En la calle estaban todos. Los viejos, los homeless, los graciosos. Estaba uno que a lo lejos se parecía al actor James Franco. Y de cerca era, sí señor, James Franco paleando la nieve a las 10 de la mañana con el brazo que se arrancó en 127 Horas para que el tramito de la calle Clinton que le importa quedara impecable, aportando su granito de arena a la comunidad.
La pregunta es, ¿cuánto hay que desmantelar para convertir a un idílico ciudadano neoyorquino en un desaforado bonaerense? ¿Cuánto hay que meterle el dedo en el ojo para que su inclinación comunitaria dé lugar a un tirapiedras como Dios manda? No se trata de poner a prueba a los que luchan toda la vida, los imprescindibles, hablamos de los que quieren ir y volver del trabajo y que haya electricidad para iluminar el arbolito.
A saberlo: la diferencia entre un estado y una banda de desorientados está a tiro de decreto. Bloomberg lleva dos años prolijos de reducción de gastos, congelamiento de salarios públicos, despidos en la administración. La tijera se siente en servicios públicos que funcionan algo peor, y en servicios de emergencia que no son tal. El jueves, dos empleados públicos de Queens contaron al New York Post que sus supervisores incentivaron a los trabajadores para que fueran a menos, como Perú en Rosario en el ’78, como para que los recortes se hicieran sentir. Las radios llenaron el aire con vecinos indignados y funcionarios oportunistas porque los sindicatos defienden su quintita contra el interés general. “Eso no se puede hacer”, dijo el jefe de emergencias de la ciudad, Skip Funk. He aquí el problema: los sindicatos creen que sí se puede hacer y que el recorte de sus salarios y el despido de sus trabajadores no es parte del interés general. Por lo cual, o hay que reconsiderar cuán general es el interés, o aguantarse que los que se queden afuera pataleen.
Por lo demás, no se trata tanto de los sindicatos. Para salir de compras o hacerse ver el estómago se necesita alguien que abra las calles y garantice un mínimo de ese interés general, es tan obvio que cuesta explicarlo. Está todo ahí a la vista, los subtes que funcionan las 24 horas, los casi mil máquinas que levantan la nieve, las montañas de sal clorada almacenada en los docks de Brooklyn. Así que la verdadera mano invisible es el Departamento de Sanidad y no el HSBC. ¿Tan difícil era darse cuenta?
Algunos no participarán de este debate. Joel Grossman, por ejemplo, de Kensington en Brooklyn, que el lunes a las 6 de la tarde llamó a la emergencia con un fuerte dolor de estómago. Para cuando la ambulancia logró atravesar las barricadas de hielo y nieve, a las 7.47, hacía varios minutos que a Grossman se lo había llevado una hemorragia interna fácil de contener.
Con las calles congeladas, la oficina del ombudsman de la ciudad recibió 536 quejas menos graves que las de Grossman, desde el vecino del Bronx que veía la calle 219 tapada de nieve por segundo día consecutivo hasta la señora de Cobble Hill que dejó el mensaje de que “esto se parece a un país del Tercer Mundo”. Señora: en las grandes ciudades del Tercer Mundo casi no nieva. Y, además, en el Tercer Mundo nos dijeron que las reformas estructurales había que hacerlas justamente para seguir el ejemplo norteamericano. Hay que darle un crédito a la señora de Brooklyn: la circulación de ideas es difusa, y si en América latina se tomaba a Estados Unidos como ejemplo retórico, en Estados Unidos recién hoy se viven ajustes como el que su ejemplo supuestamente inspiraba. El día que se haga una historia intelectual de la Lucha Contra el Déficit, alguien se va a dar cuenta de que nadie sabe bien por dónde empezó. Y de que habrá que dejar de cargar todas las culpas en Ronald Reagan y volver la mirada a Jimmy Carter, con su Nobel a cuestas, que a mediados de los ’70 arrancó desde la mismísima Casa Blanca con la prédica “contra la cultura de Washington y sus políticos”, como si en la ofensiva no se fuera a llevar por delante la silla en la que estaba sentado y la formidable estructura del Estado que desde entonces no deja de achicarse.
La cantidad de nieve que tiene que caer y la cantidad de máquinas que tienen que dejar de limpiarla para que la Quinta Avenida se transforme en Constitución en diciembre es una curva infinita. Salvo Naomi Klein –cuyos libros son una versión educada y larga de La Cámpora–, nadie cree que sea imposible seguir ajustando. Impossible is Nothing (nada es imposible). Pero se te arruinan las Nike, que aun hechas en Vietnam no bajan de cien dólares. Se ponen en rojo las cuentas que tenías pensado cerrar con el pan dulce y el champagne y ahora hay que estirar hasta que recuperes algo de lo que la nieve se llevó. Y se te recontracalienta la clientela, que en esta semana quería colgar a Bloomberg de su Gucci impecable para que se lo lleve la próxima tormenta.
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