Jueves, 14 de abril de 2011 | Hoy
Por Noé Jitrik
Hacia finales de la década del ’50 las ofertas de viajes no tenían la profusión ni el carácter de las que se muestran al filo del siglo XXI. Eran más tímidas y estaban libradas más a la imaginación de los probables viajeros que a las empresas de viajes; el viajero tenía que saber adónde quería ir y la empresa le resolvía lo inmediato, lo obvio, la emisión del pasaje, todavía barco, más raramente avión, y no mucho más. Ahora, en cambio, el viaje parece al alcance de la mano de quien aún no sabe adónde querría ir, el mundo se abre y el probable viajero es cautivo de un interés suscitado, se le presentan diversísimas opciones tentadoras y si tiene una idea previa la cuestión es sólo económica y si no la tiene se deja llevar, inevitablemente, por el maravilloso espectáculo de lo que hay que ver para existir.
Pero, también, a finales de la década del ’50 otra clase de viaje estaba al alcance de la mano, de pocas manos a decir verdad: las drogas alucinógenas prometían travesías sorprendentes, viajes al interior más recóndito de uno mismo, placeres insólitos, olvidos paradisíacos. Viajes prohibidos, sin duda, que tenían su historia, ligada al auge de determinadas sustancias: el opio, la morfina, el haschisch, la marihuana, la cocaína, la heroína y seguramente muchas otras que, restringidas a buscadores de sensaciones primero, poetas, pintores, músicos, poco a poco ofrecieron su embarque a meros consumidores, llamados bien pronto “adictos”: el grotesco cemento de los pobres, el crack de los violentos, el paco de los marginales y, por supuesto, el intenso mundo narco que tiene a maltraer a países enteros y respecto de cuya solución no voy a decir nada. En cambio, con toda prudencia, puedo decir que el circuito que va del viaje a la adicción es una línea que compromete y descalcifica la vieja idea de civilización en la que todavía vivimos en estado de relativa inocencia.
Metáfora entonces de búsquedas y de debilidades, de aventura y de condena, el viaje alucinógeno, para volver a lo que está a mi alcance, tuvo una especie de reivindicación antropológica cuando algunos audaces investigadores hallaron que determinadas colectividades poco contaminadas por la civilización europea, pero no totalmente al margen de ella, ingerían sustancias que favorecían estados alterados, trances místicos o rituales: hongos, cactáceas, plantas de diverso tipo eran los barcos o los aviones de los primitivos y con los cuales se transportaban a un insólito mundo de formas y colores, de regreso a las fuentes de lo real propiamente dicho. Nombres como los de Gordon Watson, Fernando Benítez, Carlos Castaneda encarnaron bien pronto en sus escritos la magia que esos vegetales proporcionaban. Alguien, no recuerdo quién, logró extraer la sustancia de uno de esos hongos, el psilocibe, que dio lugar al más prestigioso ácido lisérgico, inicialmente administrado bajo supervisión médica y luego ampliamente difundido en los amantes de nuevas drogas, nuevas sensaciones, tedio, culpas o vaya uno a saber qué motiva a determinadas personas a buscar nuevas drogas, legales o clandestinas.
Llegamos así al centro del viaje que quiero narrar, el LSD, embarcación en la que yo fui pasajero un par de veces en mi vida, claro que, honestamente, en la cohorte de los que lo ingerían bajo supervisión médica, psicoanalítica más precisamente hablando.
Eso ocurrió hacia fines de 1960, la primera vez, y bien avanzado 1962, creo, la segunda. El psicoanalista que me hacía debatirme con mis dificultades o en ciertos casos imposibilidades, Paco Pérez Morales, muy agudo y temperamental, amigo poco tiempo después pese a las clásicas diferentes posiciones, luego de hacerme entrar en un grupo, propuso, no tan liberalmente, sino como instancia analítica indispensable, una sesión con esa sustancia cuyas virtudes destacó así como su singularidad y su inocuidad; aclaración necesaria porque no todos estábamos abiertos a la experiencia de las drogas, tampoco yo, pese al prestigio literario que siempre habían tenido y el auge de que estaban gozando.
Nos preparamos para eso después de varias discusiones frente a la impasibilidad del terapeuta, que dijo haber hecho esa experiencia, nos encerramos una noche en la clínica y, puestos en círculo, con el psiquiatra en el centro, hubo para cada uno una copa de un líquido indiferente y luego, poco a poco, ayudado por la música, comenzó una especie de sueño vigilante, para nada dormidos pero envueltos, hablo por mí mismo, por ensoñaciones interrumpidas por las frases del médico que, sin duda, buscaba elementos para el análisis, no para el vuelo que estábamos emprendiendo. Su voz venía de lejos, como asordinada, y a medida que pasaban los minutos todo estaba estruendosamente cerca e infatigablemente lejos. Yo respondía o replicaba, ya no recuerdo qué ni por qué ni siquiera si había alguna provocación de las típicas del análisis clásico. Sí, hubo provocación: salía de la boca de Elba Yzarduy, colaboradora del psicoanalista principal: recuerdo vagamente que refutaba todo lo que yo decía y, en cambio, consideraba verdaderas y prudentes las intervenciones de mi querido Paco Urondo, copartícipe del grupo y de la experiencia. Quizás en esas idas y vueltas se jugaron varios destinos, dos quizás: yo dudaba de que el grupo fuera el alfa y omega de la literatura y el cine argentinos; Paco consideraba que éramos, que él era, el alfa y omega de la literatura y el cine argentinos. Elba Izarduy apoyaba esta hipótesis frente al silencio dubitativo de Pérez Morales, mientras me hacía sentir el último de los reticentes en comparación con la gloriosa declaración de orgullo de mi entonces hermano. Con poca vocación por la duda se arrojaba con decisión en la positividad, quería actitudes, no retrancas.
Si lo pienso por un momento, todo me daba lo mismo, salvo las imágenes de color que se estaban precipitando y los caprichosos sonidos que me causaban miedo en algunos momentos, gracia en otros, como si me dijera a mí mismo que me estaban produciendo miedo y eso, grotesco, me hiciera reír. Conservo dos imágenes que perduran y que algo significaron, no para mi salud mental, sino para las pocas virtudes de mi imaginario.
La primera, el rostro de mi querida hermana, sonriente, bondadosa, un mechón de pelo negro sobre su frente, sus mejillas sonrosadas y la mirada de ternura que en la vigila tenía siempre para mí, pero que yo vinculaba con alguna planta, quizás una cactácea, hojas de áloe vera que se acercaban a su cara o que tenían lunares como los que estaban en su pañuelo puesto alrededor del cuello, tal vez una reminiscencia del peyotl que estaba en el origen y en el fondo de esa capacidad de provocar imágenes.
La segunda, más precisa y más intensa, era la figura de, así me pareció, Stravinsky, nada menos, no provocada por la música que nada tenía que ver con él. Era Stravinsky, sin duda, esa nariz afilada, los anteojos sin montura, los labios finos, vestido con una especie de blusón o guardapolvos de tela rústica, como si fuera un obrero, en actitud de componer música; lo impresionante era que no tocaba un piano ni escribía en un pentagrama, sino que movía con dedos largos y finos unas piezas de madera, cuadrados, rombos, triángulos y rectángulos, cuyas combinaciones miraba con interés y cuya colocación iba variando y produciendo una música indiscernible, que no era la que yo conocía de él. Esa imagen me pareció decisiva para mi comprensión de lo que podía ser el arte, como combinatoria, como montaje, como articulación, mis constantes teóricas, mis cavilaciones más duraderas. Hundido en el sueño inducido por el LSD no pude sacar ninguna consecuencia de esa inolvidable imagen, pero ahora puedo saberlo, era el punto de llegada de todos mis viajes, aquello a lo que aspiro todavía, no en el sueño, sino en una poética de construcción siempre elusiva, siempre puesta en un más allá.
La sesión de la segunda y última vez respondió a otra estrategia; se unieron para concertarla Paco Pérez Morales, que nos seguía tratando a Paco y a mí, y Alberto Fontana, que había compartido con aquél la clínica, que trataba a otros dos grandes amigos, entre ellos y cada uno con nosotros: Alberto Vanasco y Mario Trejo. Entre los cuatro debíamos ser algo así como una antología de la poesía argentina, la mejor desde nuestro punto de vista y quizá desde el de los terapeutas. Acaso deliberaron y trataron de ver qué salía de esa alucinada reunión, no tanto, me parece, en relación con nuestros conflictos individuales, sino con nuestros conflictos recíprocos, como si fuéramos dos parejas de socios literarios y amistosos cuyas obras se intersectaban pero que mantenían diferencias de perspectiva, de finalidades, de inscripción en el medio, de esperanzas de logro, no se sabía con claridad en qué orden de expectativas.
Si así era me parece recordar que entre los cuatro frustramos todo, ni, en medio de la música que penetraba en el cerebro, de las veloces imágenes de color, de las voces atenuadas del exterior y las asordinadas de cada uno, logramos exhibir nuestros conflictos ni mostramos a los ojos inquisidores de los médicos elementos significativos de nuestras posibilidades poéticas. Más bien sarcásticos todos, nos ofrecíamos como espectáculo a los profesionales que no decían con claridad qué querían sacar de todo ello. Tal vez el tono estaba dado por las iniciativas verbales de Mario Trejo, que ni siquiera en esa ocasión dejaba de embestir contra medio mundo, tal vez no contra nosotros aunque, acaso, y el LSD no lograba hacerlo salir, resentimientos y envidias que no empañaban el fondo de nuestras relaciones.
No sé cómo terminó la sesión ni si los doctores confirmaron sus diagnósticos y evaluaciones. Sólo puedo decir que pese a la prueba del alucinógeno, que podía haber sido algo así como el suero de la verdad, salimos indemnes; en la calle, tiernamente iluminada, sólo se me ocurrió parafrasear una frase de Alberto Vanasco, de un poema que nunca olvidaré, “La verdad de la poesía es la amistad de los poetas”, porque vale para toda la vida en general, con o sin poemas escritos o por escribir, con o sin drogas, porque poetas somos todos menos, desde luego, esos seres a los que la amistad no les importa o han renunciado a ella.
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