Jueves, 14 de abril de 2011 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
El gobernador reelecto Juan Manuel Urtubey se toma revancha con Hugo Moyano, que apadrinó una lista competidora en las recientes elecciones de Salta. Lo critica sin ambages, facturando su victoria en el pago. Cosecha adhesiones de la derecha en el ágora nacional con bajo costo local. Aprovecha que en Salta la presencia de trabajadores sindicalizados es minoritaria, lo que no se traduce exactamente en la existencia de condiciones sociales envidiables.
La cadena privada de medios se entusiasma con el joven mandatario, lo proyecta como un presidenciable para 2015. Nada le veda esa posibilidad, pero la trayectoria real de Urtubey transita en sentido inverso. En 2008 integraba el elenco de pequeñas esperanzas blancas dentro del peronismo disidente, que atisbaba la cercana caída del kirchnerismo. Urtubey se probaba, como otros compañeros gobernadores, el traje de presidente. En su caso, el ex jefe de gabinete Alberto Fernández fungía de sastre. La pilcha sigue colgada, los vaticinios erraron.
El postkirchnerismo virtual sigue en veremos porque su razón de existir, el kirchnerismo, demostró una insólita capacidad de subsistir y de reconstituirse. Urtubey, con toda sagacidad, amuralló su territorio, construyó un triunfo legitimador y espera su hora (para 2015, si las constelaciones se le alinean) en el mejor lugar posible, el Ejecutivo de su distrito.
Al lector asiduo de los medios dominantes le hará ruido la frase precedente. Durante años le han contado muy otra historia, tal vez muy otra leyenda. Los gobernadores, se indignan formadores de opinión que jamás hicieron política, son pobres criaturas, víctimas del poder central. Los presidentes Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner los han tenido sojuzgados, los ahogaron financieramente. Manejan la caja como déspotas, los maltratan en Palacio, los obligan a hincarse ante el sillón de Rivadavia. Los mandatarios provinciales serían, entonces, una mezcla de cobardes, masoquistas y malos defensores de sus intereses, amén de los de sus territorios.
Los datos numéricos y los resultados electorales iluminan una realidad diferente. Claro que lo empírico es desagradable y las cifras (en este país y en buena parte de la región) son últimamente populistas. Aun así, vale la pena consignar que los años corridos desde el 2003 han sido, con todas las relatividades y las desigualdades del caso (en parte preexistentes), fructíferos para las economías regionales, para las provincias. Y (perdón por aludir a algo tan poco interesante y tan exótico a la política) para el poder del staff de gobernadores.
Las provincias alcanzaron equilibrios fiscales jamás vistos. “Secaron” todas las cuasi monedas con que se habían empapelado y varias habían currado a su población a fines del siglo XX y a principios de éste. Los mandatarios, mayormente, han revalidado sus mandatos, signo de que tan mal no les fue, gorditos o no. En el turno anterior (2007 para 22 provincias, otras fechas para Santiago del Estero y Corrientes) 17 distritos sobre 24 revalidaron a sus oficialismos. En 2011 habrá que ver, a partir del batacazo en Catamarca y la indefinición de Chubut. De cualquier modo, es cantado que muchos más locales que challengers prevalecerán en las elecciones.
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El conflicto de las retenciones móviles, que atizó tantas imaginerías, construyó el mito de una “oposición” única, amén de republicana y muy federal. La bandera de la coparticipación flameó tan alto como la del Consejo de la Magistratura, y ya es decir. Un vistazo sobre la coparticipación a nivel provincial demuestra que, en sus distritos, los gobernadores propenden a reproducir las mañas y los recursos de poder del gobierno nacional. Los municipios están, en buena medida, supeditados a los manejos de los respectivos gobiernos locales. Si se instaurara un premio Olimpia para el reparto equitativo de la coparticipación secundaria (según los criterios de las ONG bienpensantes) y sin picardías ventajeras, seguramente el oro sería declarado vacante y los jurados se verían en figurillas para adjudicar la plata y el bronce.
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En el mundo real, ser gobernador implica una cuota de poder importante y un peldaño apetecible en el cursus honorum político. Desde que el riojano Carlos Menem batió primero a su colega, el cordobés Eduardo Angeloz, y años después al ex gobernador mendocino, José Octavio Bordón, se verificó una serie de presidentes surgidos del semillero de sus provincias. Lo fueron Fernando de la Rúa, los provisionales Adolfo Rodríguez Saá y Duhalde, rematando en Kirchner. Cristina Fernández alteró la serie, claro, como continuadora de su predecesor.
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La destreza de los “gobernas” para impedir incursiones alternativas es difícil de superar. Kirchner siempre lo comprendió porque su visión era más pragmática y realista que la de muchos periodistas o académicos. En verdad, el kirchnerismo (más allá de disputar puestos en las listas a legisladores o armar colectoras para mortificar o negociar algo) usualmente se resignó a respetar las lógicas provinciales. No por generosidad sino por charro sentido común. Los entreverados acuerdos realizados en 2007 tributaron a esa praxis. Cualquier bondi venía bien si se calculaba que robustecía los votos a Cristina Kirchner. El sincretismo dio para todo, por ejemplo para apañar (desde distintos sectores internos) en Mendoza a la lista justicialista y a la concertadora K, patrocinada por el entonces aliado Julio Cobos. Primaron los compañeros. El jefe de la bancada senatorial del Frente para la Victoria Miguel Pichetto rumia bronca desde entonces porque, en su Río Negro, igual formato de competencia prohijó la continuidad de los correligionarios radicales.
La proliferación de armados es, parcialmente, un rebusque para sumar a la nave insignia. En parte, la asunción de que es imposible contener y conducir a todas las líneas internas. Ocurrió en 2007, en Salta 2011, la tendencia se reiterará. ¿Carencia exclusiva del kirchnerismo? Para nada. Los devaneos de todas las fuerzas opositoras para acordar sus listas revelan que en todas partes se cuecen habas. O, si se prefiere ser más puntilloso, que la crisis del sistema político condiciona y empioja muchas variables, entre ellas la competencia intrapartidaria.
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Poco antes de las elecciones de 2009, cuando se avizoraba un resultado parejo con el Frente para la Victoria en baja, un avezado operador del peronismo anunció a este cronista un revival del poder de los gobernadores. Imaginaba un plenario, presidido por una foto inmensa de Juan Domingo Perón, con Kirchner sentado a la mesa (apenas) como primus inter pares. El resultado fue peor que los pronósticos, pero el ex presidente desmontó ese horizonte con un par de movidas distractivas, que incluyeron su renuncia a la presidencia del PJ, que jamás le importó demasiado.
Ahora cunden narrativas sobre las dificultades de la Presidenta en su segundo mandato. Será un pato rengo, se extasían los profetas, en un pálpito que contiene un derrotismo inmediato digno de mención.
Los gobernadores, como siempre, manejan los tiempos electorales tratando de sacar ventajas, es otra de las atribuciones de ese conjunto de presuntos masoquistas maltratados. Mientras transcurren las largas vísperas, bueno es recordarles a los apologistas de un federalismo que es casi un sueño confederado, que el lapso reciente de mayor poder relativo de las provincias fue durante las presidencias de De la Rúa y Duhalde. Tiempos aciagos para las provincias, sus maestros, sus empleados públicos, sus trabajadores. Por no hablar de la estabilidad económica y la gobernabilidad que tampoco florecían en esa etapa de la república bipartidista perdida.
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