Jueves, 14 de abril de 2011 | Hoy
PSICOLOGíA › EL CASO DE BRASIL
Por Andrea Homene *
Nuevamente ocurrió una masacre en una escuela. En Río de Janeiro, paraíso del carnaval pero también ciudad crítica donde la violencia arrecia, un joven egresado de una institución educativa irrumpió para abrir fuego contra los niños; mató a once, dejó 30 heridos y se suicidó. Como suele acontecer en estos casos, se convocó a los “especialistas”: pudimos escuchar a quienes establecían una relación unidireccional y causal entre las presuntas humillaciones a las que el joven agresor habría sido sometido y su acto. Algunos políticos lo calificaron de “animal”. Estas lecturas no van más allá de lo imaginario y dan lugar a un peligroso deslizamiento: creer que cada niño que recibe burlas de sus compañeros es un potencial asesino.
El joven brasileño dejó una carta donde se evidencia el delirio de carácter místico que dominaba sus acciones. La matanza indiscriminada (cuando es ejecutada por un sujeto particular y no por un Estado) demuestra que no existe en el objeto a aniquilar ninguna característica que lo haga blanco de la agresión; es sólo el azar lo que determina quiénes son los que caerán muertos y los que se salvarán. El pasaje al acto homicida pone de manifiesto la caída de la escena: no hay otro al que se dirija el acto; precisamente, el sujeto ha caído del campo del Otro. En este contexto, el acto carece de sentido, no es la culminación de una secuencia de orden significante, sino una manera loca de acotar la irrupción de goce a que el sujeto se ve sometido. Un goce cuyo origen no son “las gozadas del semejante”, sino efecto de lo real.
En su carta, el joven dice que les deja su casa (un espacio de alojamiento que para él no ha funcionado) “a los perros abandonados”. Es allí donde puede leerse su identificación: él es el perro abandonado, el perro sin Otro que sostenga su escena.
La tentación de generalizar y englobar todas las masacres acontecidas en el ámbito escolar bajo una misma lectura, que propiciaría la “comprensión” de los hechos y su posibilidad de “prevención”, provoca el borramiento de la subjetividad. No es posible aventurar que en todos los casos las motivaciones del ejecutor del acto sean idénticas; por el contrario, es necesario detenerse en cada caso e intentar leer lo que a ese sujeto le ha sucedido.
Lo incomprensible, lo que resiste a toda posibilidad de simbolización, caracteriza el pasaje al acto psicótico: en él no existen “las razones de la razón”, sino que la “sinrazón” gobierna al sujeto. Del mismo modo, resulta difícil anticipar el hecho, dado que el momento y el motivo de desencadenamiento son imprevisibles. Pueden ser cualesquiera, ya que la lógica que gobierna el acto es delirante. El delirio, intento de restitución que se produce tras la pérdida de la realidad en las psicosis, crea una nueva realidad, cuyas coordenadas difieren de la realidad compartida. Se trata de un nuevo y particular escenario, en el que los actos sólo responden a esas coordenadas y por lo tanto escapan a la posibilidad de “comprensión” y resisten a la “explicación” de quienes habitan en otro escenario.
La influencia del medio social tal vez sea mínima en este caso. No obstante, es preciso recordar que en Río de Janeiro existen aún las llamadas “brigadas de la muerte”, cuya especialidad es aniquilar niños de las favelas. Los protagonistas de la película Cidade de Deus eran niños que habitaban un barrio carenciado. De aquellos actores circunstanciales, unos 40 chicos, sólo uno continúa con vida.
* Psicoanalista.
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