Viernes, 6 de enero de 2012 | Hoy
Por Juan Forn
Un jefazo de Moscú de paso por Kolymá se queja de que las actividades culturales del campo “cojean de ambos pies”. Kolymá es Siberia, el gulag, el infierno blanco, los olvidados de Dios. “Todo, salvo las piedras, nos estaba prohibido”, dice Varlam Shalamov. En Kolymá los pájaros no cantan. Las flores, fugaces y anémicas, no tienen olor. Ni los árboles huelen en ese corto verano de aire frío que en realidad es una primavera enceguecedora, sin una gota de lluvia. Pero para el jefazo lo que le andaba faltando a la moral de los presos era actividad cultural. Mandaron llamar al preso encargado de tales menesteres, que en su vida real había sido mayor del Ejército Rojo, el mayor Pugachov, y éste le contestó al jefazo que no se preocupara: “Estamos preparando una obra de la que hablará toda Kolymá”. La obra era una fuga. Pugachov y los suyos eran una nueva especie en Kolymá. Eran, como Shalamov, presos políticos, enemigos del pueblo. Pero no eran como los demás prisioneros políticos llegados desde los años ’30 a Siberia: no se derrumbaban moralmente preguntándose qué habían hecho, cómo pudo hacerles eso la Revolución. Eran hombres de acción, puro reflejo animal: venían de pelear como leones contra los nazis, de arriesgar el pellejo escapando de los lager para volver a sus filas y empuñar de nuevo las armas. Pero la guerra ya estaba ganada y Stalin los mandó a Siberia. Los mandó cuando acababa el otoño, creyendo que el invierno los quebraría, los igualaría a los demás presos políticos. Ellos se tomaron el invierno para estudiar el terreno, en condiciones infrahumanas, trazaron un plan enloquecido, esperaron el momento oportuno con la llegada de la primavera, y un día se fugaron.
Los agarraron a todos. Los tuvieron que matar para agarrarlos, y al único que agarraron vivo, agonizante, lo revivieron y después lo cosieron a balazos. Se desquitaron con él porque cuando sólo les faltaba encontrar a Pugachov, y lo encontraron, éste se disparó en el paladar la última bala que le quedaba, mirándolos fieramente a los ojos. Dice Shalamov que cuando se enfrentaron los guardias y los presos fugados, ambos bandos exhibieron equivalente temeridad: los presos porque no iban a entregarse vivos, los guardias porque sabían que serían convertidos en presos en cuanto sus superiores se enteraran de la fuga. Dice Shalamov que su país es un país de esperanzas absurdas, hechas de rumores, sospechas, conjeturas e hipótesis, y que por eso cualquier acontecimiento crece hasta convertirse en leyenda antes de que el informe del jefe local logre llegar, llevado por el más veloz correo, hasta las altas esferas. Eso es la literatura rusa, si se lo piensa un poco (en el final de Los hermanos Karamazov, Dostoievski escribe: “Lo que se dice aquí se oye en toda Rusia”). La fuga de Pugachov, el relato de la fuga de Pugachov, corrió como mercurio derramado por Kolymá, fue la actividad cultural por excelencia de aquel verano y el invierno siguiente. Shalamov estaba allí y vivió para contarlo. Lo contó en catorce páginas alucinantes, y en otros setenta cuentos más, que rara vez son más largos, y a veces necesitan apenas tres páginas para llegar hasta el fondo de la médula espinal de quien las lee.
Shalamov había sido deportado a Siberia de jovencito, pasó veinticuatro años allá, pudo volver recién después de la muerte de Stalin: no tenía cincuenta y parecía de setenta (había quedado sordo, perdido la vista de un ojo, tenía Parkinson). Se pasó los ocho años siguientes escribiendo, uno tras otro, setenta cuentos como el de la fuga de Pugachov. Consideraba su vida acabada, sólo le importaba dejar en papel su experiencia en Kolymá y tallaba cada pieza de su mosaico como un miniaturista loco. Hasta que, en noviembre de 1962, la revista Novy Mir publicó un cuento llamado “Un día en la vida de Iván Denisovich” de un desconocido llamado Alexander Solzhenitsyn. Era la primera descripción del gulag que aparecía en letra impresa. Se decía que el propio Kruschev había dado el visto bueno para que se publicara. Shalamov la leyó en su cochambroso cuarto, le escribió a Solzhenitsyn (que era once años menor y que había pasado diez años menos que él en Siberia), le mostró sus cuentos, le preguntó qué hacer con ellos. Solzhenitsyn le dijo que no eran lo suficientemente “artísticos” (aunque a continuación le propuso que lo ayudara a escribir Archipiélago Gulag; Shalamov le contestó que lo que tenía para contar sólo podía escribirlo solo). Mientras tanto, Brezhnev eyectó a Kruschev, acabó con el deshielo, convirtió a Solzhenitsyn en una bandera de la disidencia (y lo echó de la URSS cuando él logró filtrar a Occidente y publicar allá su Archipiélago) y Shalamov siguió escribiendo como un muerto en vida sus cuentos. Cada vez escribía menos, hasta que en 1973 no escribió más. Pero algunos de esos cuentos empezaron a circular de mano en mano, en samizdat, alguien los cruzó al otro lado y un periódico de rusos blancos en Nueva York los publicó.
Shalamov repudió la publicación desde Novy Mir. Fue la primera y última prosa suya que vio en letra impresa en su vida. Dijo que no era un disidente, que no era bandera de nadie. Nadie le creyó: o pensaron que era un cobarde o que lo habían obligado a firmar. La mayoría creía que lo habían obligado: en 1979 el Pen Club francés anunció que le daría a Shalamov el Premio de la Libertad. Las autoridades rusas lo internaron en un asilo para débiles mentales, donde murió, ido y solo, tres años después. El último de sus Relatos de Kolymá es la historia de una rama seca de alerce que llega por correo a Moscú. La destinataria la pone en una lata y llena la lata con agua de la canilla, “esa agua muerta de las cañerías moscovitas”. Pasan varios días y la mujer se despierta una noche por un vago olor a trementina, que no sabe de dónde viene. Es la rama de alerce, las ínfimas agujas de pinocha que asoman de sus nudos. El alerce es el único árbol que huele en Kolymá. De allí viene la rama. La destinataria de la rama es la viuda de un poeta que murió en Kolymá. Shalamov no la nombra, pero sabemos que es la extraordinaria Nadezhda Mandelstam, porque en otro cuento relata la muerte del gran Ossip (“sus compañeros de barraca ocultaron su muerte dos días para quedarse con su ración de pan, de modo que el poeta murió dos días antes de su muerte, que lo sepan sus futuros biógrafos”). Dice Shalamov que, al principio, el olor del alerce parece el olor de la descomposición, el olor de los muertos. Pero si uno inspira hondamente y con atención, comprende lentamente que ése es el olor de la vida, de la resistencia, de la victoria.
La literatura rusa está hecha en madera de alerce. Shalamov nos lo enseñó.
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