Domingo, 25 de marzo de 2012 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
El celador se llama Gielty. Como todo hombre tocado por la varita del poder, se había hecho malo, violento. Tal vez demasiado. Porque la varita del poder a algunos los vuelve malos, a otros perversos y sádicos y a otros no consigue derrotarlos, siguen siendo como eran. Si eran buenos, buenos. Si eran malos, malos. Gielty es brutal, grandote, ejerce una dictadura que padecen los internos de un colegio irlandés erigido por Capilla del Señor, allá por la década del ’30, a la que aún se suele llamar infame, algo que oblitera encontrar un nombre para las que vinieron después y no sólo holgadamente la superaron sino que incurrieron en todo tipo de aberraciones impensables hasta desde los claustros de ese internado en Capilla del Señor, reino del celador Gielty.
Se habla, en estas líneas, de un notable cuento de Rodolfo Walsh, “Un oscuro día de justicia”, que éste escribe por noviembre de 1967 –poco tiempo después de la muerte de Ernesto Guevara en el corazón húmedo de la selva boliviana– y habrá de publicar en 1973, poco tiempo antes del regreso de un viejo general que retornaba para salvar la patria y era recibido por un pueblo esperanzado. Tanto, que esa esperanza sumó millones de personas que caminaron por una larga autopista hacia un palco desde el que hablaría el salvador de la patria y desde el que –inesperadamente– hicieron fuego a mansalva los profesionales de la muerte conchabados para custodiarlo. Pocas veces una fiesta terminó tan mal, una esperanza se trizó en tantos pedazos de infelicidad. Así, el cuento largo de Walsh o su novela corta (en rigor, Siglo XXI la edita en un pequeño librito, autónoma, como nouvelle o novella) tiene el brillo temporal de la consecuencia –el tío Malcolm debe ser leído hacia atrás como metáfora de la muerte del Che– o del profetismo –el tío Malcolm debe ser leído hacia adelante como metáfora del regreso de Perón.
“Un oscuro día de justicia”, un relato escrito con minucia, con obsesión por las reglas y los esplendores de la lengua, con la mirada puesta en Borges, con quien Walsh se medía, cuenta la buena nueva de la muerte de los héroes, de su inutilidad. El sometimiento a Gielty sigue sin alteraciones. No es –incluso– difícil advertir que el celador está perdiendo la cordura. Cualquiera sabe que perder la cordura lleva a una sola y única encrucijada, lleva a encontrar la locura. Los días sábado todos los integrantes del internado eran sometidos a lecturas espirituales. “Gielty, siendo uno de los hombres más doctos del Colegio y acaso una promesa de la teología o de la ciencia, descollaba” (Walsh, Obra literaria completa, Siglo XXI, México, 1981, p. 471). Ese sábado parecía estar más iluminado que nunca. Si usamos la palabra “iluminación” es porque estamos en medio de un cuento que transcurre en un colegio religioso. Y “la luz” es un elemento central de las teologías, de la cristiana sin duda. La “luz” es siempre –en su faz más profunda– la de la gracia, la de fe o la del Señor. (Nota: Observemos hasta qué punto el omnipresente Heidegger de la filosofía actual está preñado de misticismo. Ya en Ser y Tiempo, su libro menos místico, o mejor dicho: su gran libro antropológico existencial, habla del mundo de lo óntico, el de los entes, para decir que no hay separación entre lo óntico y lo ontológico, lo perteneciente al plano del ser, pues “los entes son a la luz del ser”, el ser “ilumina” a los entes. Si en Heidegger, de una punta a la otra, el ser no es Dios sólo se debe a la buena voluntad y al esfuerzo de sus exegetas.) De un modo sesgado inicialmente y claro y directo después, Gielty se ubica, alto, en la tarima, con su pelo y su bigote rojos y brillantes, con la cara estragada o irreconocible por la fijeza de sus ojos (unos ojos fijos, helados, inmóviles no pueden sino entregar una de las caras más indudables de la locura) y se larga a hablar de Las Partes del Ojo. ¿Qué será eso? ¿Tiene, el ojo, partes? ¿Está, el ojo, partido? ¿Está, Gielty, loco? No cabe duda. Esa locura lo lleva a culminar brillantemente su discurso teológico. Todo apuntaba a la Revelación Divina. La luz de la Salvación surge del ojo de Dios y es el ojo del que se preparara a ser salvado por Su gracia el que la recibe. La certeza de la locura de Gielty aterroriza –más que a todos– al interno Collins. Durante esos días, Gielty lo ha obligado a trompearse con el Gato, que es superior a él, que boxea mejor y pega más duro. Collins no aguanta más. Recurre entonces a la que imagina como su única, posible salvación: el tío Malcolm. Le escribe una carta. Le confiesa que no quiere pelear más con el Gato. Que pronto morirá en alguna de esas peleas que Gielty provoca para su íntimo placer. Que Gielty está loco. Que todos los del internado padecen sus extravíos: “Así que por favor y por favor no dejes de venir, te lo pide tu sobrino que te quiere y que te admira atentamente” (Ibid., p. 474). La carta llega a conocimiento de los otros internos. Todos –que, como protección, se agrupan en algo que llaman la Liga y en la que Collins es desdeñado– la aceptan. Todos temen a Gielty. Más aún, así: loco. Porque “la conducta y la locura del celador Gielty eran ya una ofensa para todos, y es posible que alguna de sus bofetadas, arranques insensatos de furor, sarcasmos que escaldaban el alma, hubieran afectado a miembros verdaderos de la Liga” (Ibid., p. 474). Se decide esperar al tío Malcolm.
Días después llega una carta del personaje providencial. Promete lo que todos quieren que prometa: “El domingo iré, trompearé al celador Gielty hasta la muerte”. La espera se hace dura, dolorosa. Y éste es un punto axial del relato. Los internos (a los que Walsh empieza a llamar “el pueblo”) se impotentizan en la espera. Tal vez Gielty debió advertir que no habría de tener otro momento más favorable. Cuando el pueblo lo espera todo del Salvador, que no es el pueblo, que vendrá para ayudar al pueblo pero jamás para ser parte de él, que será siempre Otro frente al pueblo, Otro más fuerte, más seductor, más imprescindible que el pueblo mismo ya que la potencia del pueblo ha sido puesta en él, aquí, el pueblo se encuentra en su momento de mayor indefensión, de mayor debilidad. Todo lo espera del héroe. Toda su fuerza (en el modo de la esperanza) la ha puesto en-el-que-vendrá a salvarlo. El pueblo es sólo el pathos de la espera. Nunca, como durante esos días, Gielty estuvo más seguro. Nadie habría de atentar contra él. Porque el destinado a hacerlo aún no estaba, no existía dentro de los límites del internado sino meramente en la fe de los que deseaban y esperaban su llegada como el instante mágico (¿como la iluminación?) en que todo habría de solucionarse. Aquí, el pueblo de los irlandeses internados, semeja a los personajes de Beckett, Vladimiro y Estragón, que esperan a Godot. Hay una diferencia: Vladimiro y Estragón no quieren que Godot venga. El sentido de sus vidas es esperarlo. Si viene, ese sentido se destruye. Tendrán que inventar uno que incluya a Godot. No sabrán cómo. Es lo que se le reveló imposible al pueblo que esperaba a Perón. Perón vino. Todos quienes lo esperaban dijeron: “Vino para nosotros”. Y estalló la guerra entre facciones y esa guerra se tragó al héroe. Porque una cosa es el héroe que se espera y une a todos en esa espera y otra el héroe que está en la tierra baldía de quienes ya no lo esperan porque ahora “está aquí”. En esta encrucijada feroz, el héroe demuestra que, aun entre los suyos, sigue siendo el jefe, el único que puede llevarlos a la victoria, o se transforma en uno más, uno como tantos, no salva a nadie, ni a él se salva y muere. ¿Qué hará Malcolm? Malcolm llega. Los vítores de los internos celebran su presencia. Pelea con el celador Gielty. Se distrae (su vanidad lo distrae, cree que ha ganado, lo cree antes de tiempo y se solaza exhibiéndose ante el pueblo, saludándolo triunfal) y esa distracción le cuesta el triunfo. Gielty lo golpea brutalmente, una y otra vez. Lo humilla. Y se va. Entonces Walsh hace algo que –narrativamente– no habría hecho un gran escritor como él era, pero el militante (que también era y que cada vez sofocaba más al escritor, aunque nunca lograría ahogarlo: la “Carta a la Junta” está notablemente escrita y Walsh estudió las Catilinarias de Cicerón para que ese estilo, el suyo, fuera incisivo, porque una verdad, si está bien escrita, vale por veinte o por cien) no puede evitar: explicita el sentido del cuento. No se arriesga a que el lector, por sí mismo, lo entienda. Es tal su necesidad de ser comprendido, de llegar con su toque de alarma, que no le importa dejar de lado algunos buenos modales de la literatura. “Miren, por si no lo entendieron, este cuento quiere decir lo que ahora explico”. Y explica: “El pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza” (Ibid., p. 483). Se trata de un cuento contra los héroes providenciales. Apuesta a la garra de los pueblos. A su propia sustantividad. ¿Qué hizo el mismísimo Walsh en este campo? Creo que ganó. El héroe Perón se murió como murió el tío Malcolm, “un héroe en la mitad del camino” (Ibid., p. 483). ¿Y Firmenich? ¿Creyó Walsh en la conducción montonera? ¿Tuvo Firmenich algo del tío Malcolm, en el modo, aún más fértil, del jefe que conduce desde adentro y no desde la patria del mito que posibilita al héroe externo? No para Walsh. Discute y rompe con esa conducción. Le matan a su hija. No se exilia. No va a crear a Italia, entre brillos y luces de europeos siempre enamorados de las guerrillas latinoamericanas, el Partido Montonero. Se queda en una quinta, con su compañera Lilia. Y escribe su “Carta a la Junta”. Es el único en un país de cobardes, cómplices y delatores, que se le atreve a un gesto así. El, ahora, es el héroe solitario. (Acaso el punto de partida –o uno de ellos– del héroe colectivo.) Cuando mete su Carta en el buzón, cuando balea a los milicos con su mínimo calibre 22, cuando hace eso, él, en ese exacto instante de su tumultuosa temporalidad, es su propio héroe, su propio tío Malcolm.
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