Domingo, 25 de marzo de 2012 | Hoy
Por Sandra Russo
De pronto, uno tras otro, en catarata, empezaron a circular muchos discursos sobre el cuerpo femenino. Es muy interesante prestarles atención, porque en cada uno de ellos el cuerpo de las mujeres es un supuesto, en cada uno de ellos se puede rastrear el origen de una mirada religiosa. Pero si las mujeres realmente somos sujetos de derecho, ese derecho no puede ser confesional.
La presentación de un proyecto para la despenalización del aborto, sostenido en el trabajo que un colectivo de mujeres viene desarrollando desde hace años y apuntalado con más de cincuenta firmas que cortan transversalmente a casi todos los partidos políticos; la acordada de la Corte Suprema sobre la ley vigente, que termina con la interpretación dudosa de una coma que privaba a las mujeres violadas de la opción de interrumpir un embarazo; la derogación a través del Congreso de la figura del avenimiento, una rémora patriarcal si las había, y que convertía la violación de una mujer en una violación a la honra de su padre; la acusación moral velada de realismo negro en las declaraciones del ministro de Salud correntino, enganchadas a un discurso ya existente y recurrente en las derechas, en las que se cuela una mirada de profundo desprecio por los pobres, y en los que se materializa la frase de Lennon: la mujer es el negro del mundo. Ese discurso hace más pobres a las jóvenes pobres y negras; las hace tan pobres que les quita la decencia y hasta el deseo de la maternidad, y les deja solamente los cuerpos, que embarazados valen lo que una asignación.
El debate sobre el aborto, además de ser largamente esperado por muchas militantes de género de diversas extracciones ideológicas y sociales, es un debate que pide a gritos la realidad. Si ese grito no se escucha, si el drama del aborto clandestino no ha llegado antes a la verdadera mesa de debate sobre salud pública, hoy sabemos mejor que nunca a qué se debe. Forma parte del combo, no se puede escindir ese drama, que mata a mujeres jóvenes pobres, que es una de las principales causas de muerte de mujeres jóvenes, de la lectura general de la historia que estamos haciendo por otro lado. Todas las que se mueren son pobres.
De algún modo, los cuerpos femeninos se han colado en el cambio de paradigma, y son éstos los cuerpos femeninos de esta vuelta de página: los que hace décadas vienen pidiendo, desde la más estricta y firme ciudadanía, que se levante, que se desincruste de esos cuerpos la mirada confesional del Estado.
Esas mujeres vienen pidiendo que el Estado deje de mirar sus cuerpos separados de sus mentes, piden el derecho a vivir de acuerdo con sus propias creencias, piden no ser metidas con fórceps en los cánones en los que viven a gusto las mujeres católicas. Básicamente, eso yace en el fondo. Y ahí es que el debate sobre el aborto se vuelve un debate sobre derechos de ciudadanía ampliados: católicas y no católicas y mujeres de cualquier credo y agnósticas y lo que fuere podemos encontrar enormes abanicos de coincidencias, pero no creemos lo mismo sobre nuestros cuerpos ni sobre el destino de nuestras almas. Muchísimas mujeres no sólo creen en Dios, sino también en Jesucristo, en la Virgen María y en todos los santos. Pero muchísimas no. Los caminos de la espiritualidad también son múltiples.
La mirada confesional del Estado es lo que reafirman algunas voces, como la del gobernador salteño Juan Manuel Urtubey, que “no acepta” la acordada e insiste con judicializar las violaciones. Esa posición se junta con el fallo que en esa provincia obliga a que en las escuelas públicas no se enseñe catecismo, y que no acata. Y también se junta, en el ángulo perverso de esa línea de pensamiento, con el hecho de que en esa provincia tampoco les sean facilitados a las mujeres programas de sexualidad responsable. Si el Estado no facilita educación sexual y herramientas para tener una sexualidad responsable, ese Estado fomenta los embarazos no deseados. Ahí se ve también muy claro que las políticas salteñas, como las de otras provincias, caen sobre los ciudadanos y las ciudadanas definiéndolos a priori como católicos. El catolicismo practicante es el que emana del discurso público. Es cierto que hay idiosincrasias y hay matices. Por eso, porque todos estos temas son complejos, íntimos y políticos, porque se ponen en juego costumbres, ideas y fe, sería bueno partir de ese primer escalón conceptual que implica este debate: las mujeres católicas –que no están “enfrente”: son nuestras madres, nuestras amigas, nuestras compañeras de trabajo– tienen todo el derecho a vivir y a actuar de acuerdo con el modo en que se los manda su conciencia. Las que no somos católicas también.
Por un lado, hay una derecha que hace circular el sentido común y el interés público dentro de los márgenes de la religión de algunos. No es casual que de ese mismo nicho de pensamiento salga no sólo la idea de que a partir de ahora muchas mujeres falsearán violaciones para allanarse un aborto, sino también la otra que ya es recurrente: que las mujeres pobres se embarazan porque son “máquinas de parir para cobrar subsidios”. Es la misma derecha que hasta ahora les negó a las mujeres pobres las herramientas para prevenir los embarazos, porque sus ideas no provienen de un análisis racional de la realidad, sino de un dogma.
En los grandes medios se editorializa al respecto, pero con ejes delirantes. Las “dogmáticas” sólo son registradas cuando se trata de inventarle la biografía al viceministro de Economía. Los dogmas, para la derecha, sólo pueden ser de izquierda, sólo pueden ser aquellos “que buscan destruir el estilo de vida argentino”, que es la muletilla que hemos escuchado cientos de veces y en nombre de la cual se han hecho cosas aberrantes. La derecha no registra su propio dogma como tal, sino como el célebre estado natural de las cosas. No hay tal estado natural. Bienvenido el debate.
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