Domingo, 5 de mayo de 2013 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
El ensayo que acaba de publicar Ricardo Forster es un acontecimiento moral. Apuesta a las ideas, al pensamiento riguroso, a la lucidez. Alejado del odio, de la injuria, de la chicana fácil, de las iras de clase, sólo se propone pensar. Insólito ejercicio en un país en que ya son demasiados quienes no lo hacen. O fingen pensar, pero sólo cultivan la habilidad para disfrazar de elegante discursividad el odio que comparten con quienes los leen y encuentran en sus líneas el camino a seguir. De aquí que califique a este libro de acontecimiento moral. Abre o –al menos– sigue apostando a la posibilidad de un camino alternativo, a una novedad, dentro del campo de las ideas. Bienvenido sea un libro sin odio, bien escrito, con una discursividad clara (que siempre tiene su origen en una buena prosa), profundo, que busca en los hechos, no una necesariedad dialéctica pero sí esas persistencias o pertenencias sin las que nada puede entenderse, que fue la propuesta del temprano posmodernismo de la fragmentación o de los dialectos del admirado por estas tierras Gianni Vattimo, algo que sólo puede explicar la pobreza intelectual, el dualismo que nos arrasa, la aspereza binaria que nos empobrece. Forster escribe para tratar de entendernos mejor. Para que podamos –al menos– intentar un diálogo. Construir un espacio de reflexión que nos aleje de la incipiente, amenazante violencia. A eso le llamo acontecimiento moral. Todo lo que trate de vitalizar la vida, de hacer más transitable y menos sangrienta la historia, es moral.
De Casullo, la influencia en el libro de Forster es grande. Se trata del reconocimiento a un gran compañero y acaso a un maestro. Dieron clases en la UBA y de esa experiencia queda el testimonio insoslayable de Itinerarios de la modernidad. Acaso pocos fueron los no sorprendidos con el giro de Forster hacia la política. El estudioso de Benjamin y el problema –central en todos los tiempos, pero en el nuestro ya trágico, urgente– del mal no parecía el más destinado a abrazar con pasión una causa política. Pero, son sus palabras, “el kirchnerismo vino a enloquecer a la historia”. Creo que también decía al decir eso: y, con fuerza irresistible, a mí. De este modo, desde esa locura fundante apoyada por la más rigurosa conceptualización, por una inteligencia que aborda todos los temas con solvencia y una brillantez que no está al servicio de velar deficiencias especulativas, sino al de potenciarlas, escribe Forster este libro que comentamos: La anomalía kirchnerista (cuya presentación en la Feria del Libro se describe en la página 35 de esta edición). Trata inicialmente la cuestión del populismo. Parece que ese monstruo ha regresado para destemplar las vidas serenas de los ciudadanos consumidores. “Todo se trastoca cuando (el populismo) introduce una cuña plebeya e igualitaria y sale a cuestionar el modelo de apropiación de la riqueza del bloque hegemónico” (Planeta, Buenos Aires, 2013, p. 21). El antagonismo racionalidad-irracionalidad sigue como fundamento de la historia argentina. El orden republicano del que habla la derecha una y otra vez y jamás pudo imponer (salvo al costo de negar a las mayorías o acudir al golpe de estado: menos con Menem, que les puso el peronismo a su servicio) siempre se vio amenazado “por esas ‘masas negras’” (p. 22). Alberdi distinguió entre una democracia bárbara y una democracia civilizada. Decía que la solución del problema argentino era la unión de las dos. Nunca se dio. En el siglo XIX, la democracia civilizada aniquiló a la bárbara y siempre lo hará en las décadas siguientes, en el siglo XX. En el XXI recibe la mala noticia de la anomalía (una extravagancia, una ex-centricidad al orden republicano de la burguesía) del kirchnerismo y ya ha perdido la paciencia. Esto es más de lo que puede tolerar. Es la pesadilla de Mitre. La que plantea Milcíades Peña: ¡Felipe Varela en el Fuerte de Buenos Aires! La izquierda se suma a esta condena con una conceptualización harto repetida: el populismo sólo se propone imponer un discurso demagógico (actualmente se abusa de las sinonimias en el intento, vano, de posar de actualizados, incluso sofisticados: se habla de impostura o de relato ficcional, conceptos acaso ofrecidos por Sarlo o Kovadloff) en tanto deja intransformada la estructura de poder que ha proclamado venir a transformar (Forster, Ibid., p. 23).
Forster es preciso en sus análisis de las figuras ideológicas de la escena política. Por ejemplo: “Nuestros progresistas, todos provenientes de la mitología de la revolución, antiguos cultores de los diversos marxismos y populismos transgresores, han mutado (¡y se le dice “converso” a Víctor Hugo Morales!, J.P.F.) en defensores a ultranza de una alquimia de liberal capitalismo, multiculturalismo importado de los departamentos de estudios culturales anglosajones, institucionalismo dogmático y rechazo visceral a cualquier recuperación de la política como conflicto” (Forster, Ibid., p. 27). Habríamos deseado que aquí Forster mencionara la neurótica negación del pensamiento de Jean-Paul Sartre, que reiría a carcajadas, acompañado por Marx, si le dijeran que la historia como conflicto y antagonismo se la encuentra hoy en Carl Schmitt y su polarización amigo-enemigo. Se recurre a los nazis para evitar a los marxistas. Además, ¡la Crítica de la razón dialéctica es un libro tan largo y difícil! De acuerdo, pero sigue siendo para mí –y sé que para Forster también– la más grande summa metodológica de nuestro tiempo. (¿Nos obligarán a esperar el regreso de Sartre en un avión negro, a postular que es el hecho maldito de la filosofía del imperio y sus departamentos de estudios culturales?)
El análisis de los discursos ideológicos que se arrojan sobre CFK encuentra en el estrafalario artículo de Aguinis sobre las simetrías entre las juventudes hitlerianas y La Cámpora, una inmejorable materia para exhibir los oscuros extravíos a que el odio somete al discurso inteligente. No suele Aguinis penetrar en el discurso inteligente. Lo suyo es el dislate impúdico. Aguinis, piensa Forster, banaliza el horror nazi. Dice que las juventudes hitlerianas eran superiores a las “bandas parapoliciales del cristinismo” porque al menos “tenían ideales”. ¿Cómo? ¿Qué ideales tenían? Los que hayan sido confluyeron en una guerra que sumó entre cincuenta y sesenta millones de muertos. ¿Tiene eso parangón con La Cámpora o algún otro encuadramiento del gobierno nacional, popular y democrático, que postula CFK? Pero, antes, Aguinis incurrió en un delito. Decir el dislate de La Cámpora y las juventudes hitleristas será un arrebato entre otros. Pero no es un delito. Decir que CFK sufre una depresión bipolar (enfermedad mental gravísima) en la Feria del Libro, junto a Jorge Fontevechia y frente a un auditorio colmado es un delito. CFK no era su paciente. Aguinis ni la conocía en persona. Todo profesional serio no hace público, no sólo ningún diagnóstico, sino acaso menos uno de bipolaridad. Escribe Forster: “Cuando en función de la lógica del odio y el prejuicio se pasan ciertos umbrales, ya no estamos delante de una disputa genuina en el interior de una sociedad democrática, que sabe y debe aceptar las diferencias, sino que algunos acaban por hundirse en el pantano de la malversación ética” (Forster, Ibid., p.255).
Nuestro autor dedica sus buenas páginas al análisis de las notas de Sarlo en La Nación. Hasta que llega a preguntar por qué Sarlo no se pregunta ciertas cosas que debiera. Por ejemplo: “¿Se preguntará Sarlo por qué los lectores de La Nación festejan y se sienten tan identificados con sus artículos obsesionados por la figura de Cristina? ¿Y que los dueños del principal diario de la derecha argentina la tengan como una de sus columnistas estrellas, no le hace el mínimo ruido cuando revisa su historia?” (Ibid., p. 245). Le reprocha que no se pregunte por “el famoso lugar de la enunciación”, que no se ocupe de los verdaderos rostros del poder económico, ni de la crisis económica mundial, de los golpes de mercado, de las corporaciones mediáticas, que haya desaparecido de su vocabulario “cualquier referencia a la derecha, al poder corporativo e, incluso, al neoliberalismo” (Ibid., p.246). Y concluye: “Los actuales ‘progresistas’ prefieren desviar su atención hacia los semblantes, las estéticas, el estilo discursivo de Cristina, los simulacros, las ‘carencias republicanas’, el ‘hegemonismo autoritario’ expresado en el uso de la cadena nacional, la supuesta falta de ‘calidad institucional’ y el infaltable latiguillo de la ‘corrupción’. Lo demás es silencio” (Ibid., p. 246). No es arbitrario suponer que el “lugar de la enunciación” en que Sarlo se para es el más adecuado para lo que hoy dice. Habría, también, que rastrear un itinerario que ha girado a la derecha desde el retorno de la democracia para no sorprenderse tanto por su “cambio”. Y habría que leer su prólogo al libro de Héctor Ricardo Leis (Un testamento de los años ’70. Terrorismo, política y verdad en Argentina), libro en que su autor propone “una única lista y un único memorial donde estén los nombres de todos los muertos y desaparecidos: los que mataron la guerrilla, la Triple A y las Fuerzas Armadas” (Sarlo, La trampa terrorista, sobre la violencia de los setenta, prólogo al libro de Héctor Ricardo Leis), para no sorprenderse por un giro aún más profundo hacia la derecha en los tiempos venideros. Que no sea así es algo hondamente deseable para la buena salud de la democracia argentina. Pero el Prólogo al libro del revolucionario que sobrevivió “y siguió pensando” (como si otros se hubieran dedicado a tomar mate bajo la parra del patio en un camino irreversible hacia la idiotez) tiene párrafos escalofriantes que nada bueno hacen esperar. Ojalá me equivoque.
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