Domingo, 5 de mayo de 2013 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Roberto “Tito” Cossa
¿Cuánta gente salió a la calle a protestar contra el Gobierno el 18 de abril? Según el diario La Nación, un millón en todo el país. Un columnista de Clarín elevó la apuesta: dos millones. Pareció una cifra exagerada pero, aun así, fueron muchos. ¿Cuántos no salieron porque no estaban en el país, porque tenían una pierna enyesada, porque se quedaron a cuidar a los chicos, porque justo ese día cumplían años o por tantos otros desalientos? Vaya a saber.
No tengo pruebas, pero estoy seguro de que el kirchnerismo, con toda su artillería, puede empardar ese número. Y ambos hablan en nombre del pueblo.
Pero... ¿cuántos son unos y otros? ¿Cuatro, cinco millones de argentinos peleadores? Si le sumamos los argentinos que no salen a patear las calles, pero que igualmente se interesan por la política, leen los diarios, miran los programas especializados por la televisión, discuten en la casa o en el trabajo; en fin, los que les interesa la política, ¿cuántos somos? ¿Otros diez millones?
Ahora bien, ¿cuántos somos los argentinos adultos? ¿Treinta millones? En cualquier caso los indiferentes igualan o superan la cifra de los politizados. Aquí, y en el mundo, se los conoce como la “mayoría silenciosa”. ¿Qué piensan?
Nadie lo sabe. Son silenciosos.
Desconozco si los sociólogos han acumulado estudios, investigaciones y teorías sobre esa inmensa masa de compatriotas. Supongo que sí. Pero estoy seguro de que es imposible saber qué piensan individualmente. No se aglutinan, no se organizan, no tienen referentes que los represente. ¿Cómo saber lo que piensan políticamente?
Por supuesto que tampoco yo tengo idea. Pero seguramente, usted lector, usted lectora –politizado/a– tiene a mano más de un silencioso.
Si observo a mis silenciosos en la familia, en el trabajo, en la vida, creo que todos tienen un denominador común: no quieren lío. Todo lo que pretenden es una vida segura: un trabajo, una familia y un futuro. Desde ya que hay silenciosos que tienen sueños, pero no son ambiciosos, no arriesgan.
El silencioso es individualista, pero también puede tener gestos solidarios, siempre y cuando él los protagonice, en la familia, en el barrio. Pueden donar sangre para un vecino, participar de la cooperativa del colegio, trabajar gratis en el club del barrio.
Obviamente, no le gustan ni la política ni los políticos. Les desconfían. En los tiempos de mi juventud decían “la política no me da de comer”. Hoy piensan que los políticos son todos chorros; como mínimo, aprovechadores.
Los silenciosos no entienden el discurso de la izquierda. No lo entienden ni les importa conocerlo. Respetan al empresario “porque da trabajo”, sin preguntarse qué hace el patrón con el trabajo que él produce.
Hay silenciosos a quienes lo único que los apasiona es el deporte, el fútbol especialmente. Una noche de tenida de la barra de café hablábamos del genocidio nazi. Todos opinamos, salvo el Gordo Gómez, que permanecía callado. Alguien le preguntó su opinión:
–A mí lo único que me interesa es que gane Boca.
Pero ocurre que los silenciosos votan, sin entusiasmo, pero votan. Se deslizan de un sector a otro con suma facilidad. Muchos saben por qué votan. Les va más o menos bien y apuestan al gobierno de turno, especialmente si enfrente no hay un candidato que le garantice que les va a seguir yendo bien. Otros se dejan llevar por las imágenes que les envían los medios, especialmente –y hoy más que nunca– la televisión.
¿Para dónde van los silenciosos en estos días? Como siempre, es difícil saberlo. Tengo la sensación de que no les gusta la guerra desatada entre el Gobierno y la oposición. Les de- sagrada el barullo y eligen la neutralidad. Mis silenciosos me dicen “no estoy con Clarín ni con el Gobierno”; “está bien que metan presos a los militares pero también deberían juzgar a los guerrilleros” o “basta de agredir a los milicos, a ver si todavía regresan”. El silencioso, como se sabe, es más bien timorato.
Veremos, en octubre, para qué lado disparan.
Epílogo 1: Conozco muy poco de Islandia. Sé que es un país muy chico, de poco más de 300.000 habitantes, situado en el extremo norte de Europa. Durante un tiempo fue el modelo del neoliberalismo, el más exitoso, decían. Hasta que estalló la burbuja. Asumió un gobierno progresista conducido por una mujer de apellido difícil que se propuso hacer frente al poder financiero. Algunas cosas mejoraron, pero seguramente no todas. Hace pocos días llegaron las nuevas elecciones y los islandeses, mayoritariamente, votaron por... ¡los neoliberales!
Epílogo 2: Un periodista venezolano explicaba así por qué un 9 por ciento de ciudadanos que habían votado a Chávez se pasaron a Capriles:
–Muchos de ellos no tenían nada. El chavismo les dio casa, salud y educación. Ahora se sienten de clase media y... ¡piden orden!
¡Ay, Dios mío! ¡La gente!
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