Domingo, 29 de diciembre de 2013 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
¿Qué es el infierno? Durante estos días mucha gente dice: “Esto es un infierno”. Con temperaturas de 37 grados, ¿qué otra cosa podrían decir? El lugar del Mal, donde habita Satán, donde se castigan los pecados, arde, quema. Muchos de los que están ahí son seres que se han entregado en vida a los pecados de la carne, al “deleite carnal”, según dice Santo Tomás en la Summa Theologica. El deleite carnal es caliente. Durante siglos se ha enunciado la frase: “Estoy caliente”. O “tengo una calentura que vuelo”. Frase que se aplica a una infección en un dedo gordo del pie (que provoca alta fiebre) como a los reclamos, a los aullidos de los genitales. Reclaman ser saciados. También esto es fiebre. La fiebre del sexo. El sexo febril. Fiebre de sábado a la noche. O una frase bastante desagradable que solía escuchar de niño sobre algunas mujeres: “Tiene fiebre uterina”. ¿Qué era eso? Era un castigo, una fiebre insaciable que apresaba a ciertas mujeres y hacía de ellas esclavas del sexo.
El infierno castiga con el fuego. En el paraíso no hay fuego. Está la bondad divina que premia a los que han llevado una vida de santidad con las bondades del buen tiempo. Dios no es frío, abriga, cobija. Pero no quema. Porque el frío extremo también puede ser castigo: Siberia. Ni Siberia, ni Buenos Aires, hoy. Los dos extremos son malos.
El calor suele ser bueno. Si se mantiene en un nivel en que las personas puedan actuar, no tirarse en una cama bajo un ventilador o (si su nivel se los permite) bajo los placeres de un aire acondicionado, si no se corta la luz. En este caso salen a la calle con sus cacerolas y protestan indignados. Algo que da más calor. Pero, bajo temperaturas altas y a la vez estimulantes, el calor lleva al sexo. A los días calientes. “Esa mina me tiene tan caliente que voy a estallar.” “¿Viste el lomo que tiene? Me sudo toda.” Aquí, el sexo lleva al amor. O al sexo. O, casi siempre, a la cama y no para dormir. El ardor es caliente. Y toda relación sexual, si es buena, es ardorosa. Si es mala, es fría. “¿Ese? No lo calentás ni loca. Hacé la prueba. Vas a perder el tiempo.” O: “Es una heladera”. O: “No levanta temperatura ni prendiéndole fuego a la cama. Con él adentro, claro”.
La razón es fría. La pasión, caliente. “Su pasión lo quemaba.” Apolo es frío, racional. Dioniso arde, es orgiástico, invita a su fiesta irracional hasta perder el principio de individuación. Las guerras son calientes. Los cañones echan fuego. Los lanzallamas. El napalm. Pero los cadáveres son fríos. La Muerte es fría. No tiene ni carne. Es puro hueso. Nadie hace el amor con la Muerte. Con la Vida, sí. La Vida debiera ser un espacio en que sólo –o sobre todo– se hace el amor. Pero la Muerte es parte de la Vida. La hiere congelándola. Congelándola, la mata.
En el año 1981, Lawrence Kasdan lleva a cabo una película formidable basada en el esquema tradicional de James M. Cain: pareja infernal de amantes tiene que matar al marido de ella para ser felices y heredar su fortuna. Se llama Body Heat –aquí le ponen Cuerpos ardientes– y tiene a unos muy jóvenes y ultra sexuados William Hurt y Kathleen Turner que se van a devorar en medio de llamaradas incontenibles. Pocas veces la relación sexo-calor se expresó tan bien. La primera vez que él se le acerca, ella lo rechaza con una frase amada por los cinéfilos ya que es la primera que dice Kathleen Turner en el cine: “Soy una mujer casada”. Pero Hurt está totalmente loco por el calor. Y ella, por más casada que esté, siente tanto fuego, tanta quemazón en su cuerpo que olvida la libreta de matrimonio, esa basura burocrática. El la sigue hasta su casa. Ella está detrás de un gran ventanal, recostada contra una pared y una de sus manos se apoya cerca de su pubis. Es una imagen que podría trastornar a cualquiera. Más aún impulsada por ese clima calenturiento, que no cesa, que sólo te hace perder la razón y te hace capaz de cualquier cosa. Ella no se mueve pero lo mira con una cara de gata en celo que el tipo ya es un fuego desbocado, el incendio del Reichstag, algo así, pero sin connotaciones políticas. Sólo sexuales. Hurt busca, busca con qué romper el ventanal. Encuentra una silla de jardín sólida y la usa como ariete de conquistador. Rompe el ventanal y se arroja sobre ella. Ahí, un desparramo. Cojen como conejos. Y siempre el calor. En estos films, las mujeres tienen invariablemente los labios humedecidos, y el bozo –apenas una pelusa, pues las estrellas no tienen bozo, y si no miren a Salma Hayek que hizo a una Frida Kahlo sin un solo pelito sobre el labio: ¡Frida Kahlo!– perlado por gotitas pecadoras que expresan su goce. Más tarde los vemos en una tina llena de cubitos de hielo. Buscan, durante al menos un instante, calmar el fuego que los aprisiona. Hurt agarra un manotazo de cubitos y los arroja sobre su pene. Ríe y comenta: “Se me va a romper”.
El otro film lo dirige Bob Rafelson y lo interpretan Jack Nicholson y Jessica Lange. Se trata –aquí sí– de El cartero siempre llama dos veces. No voy a entrar en polémicas. Este film fue maltratado por compararlo con la primera versión de Tay Garnett con John Garfield y Lana Turner, que luce unos conjuntos, vea, adorables. Garfield, como siempre, estaba bien. Pero yo detesto a Lana Turner, ese ídolo de Manuel Puig. Jessica Lange, en cambio, es una verdadera mujer y una gran actriz. Nicholson está notable. El guión es de David Mamet y la fotografía de Sven Nikvist. La dirigió Bob Rafelson. Alguna vez lo conocí y le pregunté: “¿Cómo hicieron Nicholson y Lange esas escenas de amor?”. Muy naturalmente me respondió: Acting (Actuando). La escena de más alta temperatura es cuando Nicholson la arroja sobre una mesa de panadería llena de harina y ahí se mandan un coito con tanto fuego que casi hacen pancitos.
Mi último ejemplo (hay cientos de ellos) es Duelo al sol. Ya el título habla del calor. Porque el sol es el culpable de todo. Gregory Peck y Jennifer Jones se hacen el amor a balazos. El la mata a ella y ella lo mata a él. Aquí el orgasmo es morir. No la Muerte, morir. Siempre se ha relacionado al orgasmo con la Muerte. Pero no es la Muerte, sino morir para seguir viviendo. Algo que sólo el sexo permite experimentar. Y otra experiencia también: la mística. Algo de lo que el sexo tiene mucho.
Ahora bien, todo esto requiere que el calor sea suficiente para levantar el ardor de los amantes, pero no para ahogarlo. En días como los que vivimos, esas escenas que narré no podrían haber sucedido. “Lo siento, nena, con este calor no puedo hacer nada. Mejor nos tomamos una cerveza.” “De acuerdo.” Termina la película. Rabioso, el público incendia el cine. Así, incurren en el mayor pecado de esta sociedad: ataque a la propiedad privada. Todos los que han pecado con tal gravedad van al infierno. Ahí arderán eternamente. Y eternamente se arrepentirán: “También nosotros tendríamos que haber elegido una cerveza”.
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