CONTRATAPA

El señor Doel y la señorita Hanff

 Por Juan Forn

Nunca fue tan grande la diferencia de poder adquisitivo entre norteamericanos e ingleses como en los años posteriores a la Segunda Guerra. En 1949 era diez veces más barato comprarle por correo a una de las venerables librerías de usados en Londres una hermosa edición vieja de un libro que bajar a comprarlo nuevo y recién impreso en una librería de Nueva York. Siglo y medio antes, Hazlitt había escrito famosamente que no les encontraba la gracia a los libros flamantes: “En cambio, cuando un libro se abre en mis manos por aquella página que su anterior dueño leía más a menudo, yo saludo como a un camarada a quien tuvo ese libro antes que yo”.

A Helene Hanff le pasaba lo mismo que a Hazlitt, pero con menos lustre. Vivía en un cuarto alquilado de Nueva York, llevaba quince años aporreando en su máquina de escribir obras de teatro que a nadie en Broadway le habían interesado, vivía con lo estrictamente necesario para whisky y cigarrillos, cuando descubrió en el verano de 1949 que podía darse el lujo de comprar hermosos libros viejos ingleses por monedas y sin moverse de su casa. Empezó mandando una carta tímida a la librería Marks & Co, de Charing Cross. El libro que le llegó era tan hermoso que le daba vergüenza ponerlo en sus estantes hechos con cajones de fruta, le confesó a su corresponsal en Marks & Co, y a partir de entonces no paró de confesarle cosas y pedirle más libros y preguntarle por la familia y azuzarlo por su indolencia cuando tardaba en contestarle, hasta que un día de 1969 le llegó una carta de Marks & Co donde lamentaban informarle que, luego de cuarenta años de trabajar para la firma, el señor Frank Doel había fallecido.

Helene seguía sin haber estrenado una sola de sus obras, pero el advenimiento de la televisión le había dado un nicho: fue durante unos años guionista de El Show de Ellery Queen (“Oye, Frank, estoy pensando en ambientar un episodio en una librería de viejo, ¿qué prefieres ser: asesino o cadáver?”), luego trabajó para el Hallmark History Show (“La historia de John Donne rescatando a su futura esposa de la Torre de Londres fue un éxito; pagará la mitad de lo que le debo a mi dentista”), pero entonces las cadenas de televisión se mudaron a California, y Helene prefirió quedarse en Nueva York (“No sé manejar, detesto el calor y las autopistas... no es para mí”) y volvió a quedarse sin trabajo: el mismo día que recibió la noticia de la muerte de Frank le llegó un telegrama de la NBC, anunciando que ya no requerirían más de sus servicios.

Helene se sentó esa tarde en su departamento, con una botella de whisky y las cartas que había cruzado con Frank Doel a lo largo de esos veinte años. El plan era sólo emborracharse, pero por la mitad de la botella se dejó llevar por la emoción, seleccionó un puñado de ellas, las puso en un sobre y se las mandó a su agente, a ver si alguna revista quería publicarlas, como una despedida al viejo Frank. El texto no interesó a ninguna revista pero, para estupor del agente, una editorial quiso publicarlo como librito. Tenía ochenta páginas y estaba hecho enteramente de esos pedidos de libros y sus respuestas. Pasó sin pena ni gloria, pero algunos ejemplares llegaron a Inglaterra, a alguien de la BBC se le ocurrió hacerlo por radio, alguien escuchó la versión radial y la transformó en obra de teatro y la estrenó en el West End, Mel Brooks estaba de paso por Londres y la vio, su esposa estaba a punto de cumplir cincuenta años en esos días, su esposa era Anne Bancroft: el regalo fue comprar los derechos y hacer una película con ella como Helene y Anthony Hopkins como Frank. El libro se había publicado en el ‘71 y ya estábamos en 1986: Anne Bancroft ya no era la señora Robinson y Anthony Hopkins no era aún Hannibal Lecter, estaban perfectos, la película fue un éxito, el libro también, Helene Hanff terminó saludando en persona a la reina de Inglaterra por ese puñado de cartas de una carilla o dos que, a lo largo de veinte años, escribió sin la menor conciencia de que estaba escribiendo, creyendo que pedía libros solamente, a un hombre al que nunca le vio la cara.

A nadie se le ocurrió invitarla a participar en la adaptación radial, teatral o cinematográfica de su propio libro, a pesar de su larga experiencia como guionista. Sólo la BBC Radio pensó en ella: le ofrecieron una columna en un programa para mujeres llamado La hora de las amas de casa, en la que contaba cómo era vivir en Nueva York para una mujer sola (Helene nunca se casó). Después del éxito de la película, convirtió sin mayor suerte todas esas columnas en una guía de la ciudad “para peatones impenitentes, pero miedosos”, y también logró publicar una autobiografía contando sus fracasos en el mundo del teatro, en donde confesaba, por ejemplo, que era buena inventando diálogos, pero no las historias en las que debían ocurrir esos diálogos. “He hablado en mi cabeza toda mi vida. Empecé a hacerlo de niña, en los tiempos de la Depresión, cuando mi padre me llevaba con él al teatro todas las semanas aunque no tuviera dinero; entrábamos con la función empezada para no tener que pagar. Así he visto todo lo que se estrenó en Broadway en los últimos cincuenta años: nunca he sabido del todo en qué historia ocurrían los diálogos en mi cabeza.”

Dije que Helene nunca se casó. Vivió sola, en el mismo departamentito alquilado en Nueva York, hasta que se la llevaron a un geriátrico, octogenaria, diabética y en silla de ruedas, pero aún aferrada a su paquete de cigarrillos y su botella de whisky. En una de las cartas de 84 Charing Cross Road (dirección de la librería Marks & Co en Londres, título que le puso a su librito de correspondencia con Frank), Helene le contaba: “Va contra mis principios comprar un libro que no he leído previamente, sería como comprar un vestido sin probármelo antes. Tengo sólo tres estanterías en este departamento. No entran más, y apenas me quedan libros de los cuales desprenderme. Cada primavera hago una limpieza y me deshago de lo que no volveré a leer. Mis amigos se escandalizan. Son muy peculiares: les importan mucho menos los libros, compran a ciegas, a veces ni los leen, pero jamás los tiran... ¡porque son de tapa dura! Personalmente creo que no hay nada menos sacrosanto que un libro mediocre”.

Las tres estanterías hechas con cajones de fruta seguían ahí cuando la entrevistó el New York Times, poco antes de que se la llevaran al geriátrico. Sólo le había hecho un agregado a la biblioteca en todos esos años: la pizarra de ofertas de Marks & Co, que un fan le mandó desde Londres cuando la librería cerró, poco después de las muertes sucesivas de Frank y el señor Marks. Helene no llegó a conocer la librería, como nunca vio a Frank, aunque buena parte de la correspondencia entre ambos habla de un siempre postergado viaje de ella a Londres. En una de esas cartas, Helene dice: “Un muchacho muy sarcástico me dijo que los turistas viajan a Inglaterra con ideas preconcebidas; por eso encuentran lo que buscan. Lo que yo buscaría en Inglaterra es la Inglaterra de la literatura inglesa”. A vuelta de correo, con inefable laconismo inglés, Frank le contesta: “Pues todavía está entre nosotros”.

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