Este es un cuento sobre un amor desmesurado. También es la historia de tres amigos que se reencuentran en su pueblo; dos se fueron hace tiempo; el tercero aún vive allí. Lo escribí luego de leer otro cuento en este mismo diario (creo). No recuerdo ni el título ni el autor. Si me dieran a elegir un tema para escribir el resto de mi vida, elegiría la vida de los pueblos pequeños como en el que nací y, sobre todo, de lo que significa nacer y vivir en un lugar del que sabés que tarde o temprano te vas a ir, sea a estudiar, sea por fugar de la pasividad. Es lo que mis padres me dijeron desde siempre: del pueblo había que irse a buscar lo que allí no existía: estudios, proyectos, futuro. Y no se trata de una simple mudanza. Es abandonar lo previsible por lo desconocido. Los amigos por amigos posibles. Los primeros amores por mujeres sin nombres ni caras. Es, en definitiva, abandonar la infancia. Ahora, en mi pueblo no hay contaminación, ladrones, pobreza y abundan las mujeres con destino de almanaque, ¿hay que irse, realmente? Algunos dirán que sí, para encontrarse, por los mismos motivos que un día hay que abandonar la casa paterna. En todo caso no es algo que deba resolver un cuento. No soy de los que creen que haya que irse a París para entender qué es ser argentino, algo que yo entendí yéndome a París. Con el pueblo de la infancia puede suceder algo parecido. Te vas para ver el mundo, y un día volvés (a ése o a otro pueblo parecido) buscando la paz y la calma que ese mundo que fuiste a buscar ya no te brinda. Puede pasar también que un día descubras que lo que saliste a buscar estaba cerca, en la casa de la vecinita, o era la vecinita misma. Pero para entender eso era necesario ir al fondo del mar y volver con vida. De algo así habla este cuento.