Domingo, 12 de junio de 2016 | Hoy
Por Adrián Paenza
Mi sobrinita Paula tiene 11 años. Hace poco tiempo descubrió un video-cassette en su casa y sorprendida, se lo llevó a sus padres tratando de entender qué era. Digo, no es que encontró un disco de vinilo de 78 rpm (revoluciones por minuto) o una radio Spika (de las primeras que aparecieron a transistores). No, estoy hablando de un video-cassette. Los primeros emergieron en la Argentina alrededor de 1982. Todavía tengo guardadas algunas grabaciones de “Todos los Goles”, el programa que hacíamos en Canal 9 y conservo en un VHS el momento de la asunción de Raúl Alfonsín como nuevo presidente. Pasó tiempo, sí, pero no 300 años. Para Paula, no hubo vida “analógica”, todo es “digital”. No hay vida sin computadoras.
Pero la historia que quiero contar acá tiene que ver con una curiosidad natural que tuvo Paula. Como ella siempre nos escucha hablar (a toda la familia) de nuestros errores, de nuestras dudas, de vivir en un permanente estado de consulta, le surgió la siguiente pregunta: “todo bien, los humanos nos equivocamos seguido o, en todo caso, nos equivocamos... ¿y las máquinas qué? ¿no se equivocan nunca?”
La verdad es que las máquinas –en general– se equivocan poco. No digo que sean infalibles, pero los errores son mucho más previsibles: fatiga de material, pobre mantenimiento, baja calidad de algunos componentes, etc., pero, en promedio, se equivocan muchísimo menos que nosotros. De hecho, no me atrevo a decir que los accidentes que han tenido los aviones se debieron siempre a errores humanos, pero si los protocolos de seguridad fueron cumplidos y observados como indican los manuales.. debería decir que sí.. que casi siempre fue por errores humanos.
Sin embargo, hay un ejemplo muy especial, casi increíble, y que terminó involucrando a una de las empresas más grandes y de mayor prestigio en el mundo: INTEL. Quizás usted nunca prestó atención pero es muy probable que alguno de los productos que fabrica INTEL forme parte de su vida cotidiana. Es que los microchips están en el corazón de su computadora, en su teléfono celular e incluso en algunos hornos a micro-ondas. Pero me desvié.
Corría el año 1994. Lynchburg es una ciudad de menos de 75 mil personas en el estado de Virginia en los Estados Unidos. En la universidad local (el Lynchburg College), trabajaba Thomas Nicely, doctor en matemática, profesor de Probabilidades y Estadística y especialista en Teoría de Números. Las aplicaciones de esta rama de la matemática a la vida cotidiana están documentadas largamente, sobre todo en el último par de décadas en donde se hizo cada vez más imperiosa la necesidad de encriptar o proteger contraseñas para tarjetas de crédito, cajeros automáticos, correos electrónicos, etc.
Nicely necesitaba hacer algunas cálculos que involucraban números muy grandes, con muchísimos dígitos y también con números muy pequeños, con muchísimos decimales. Pero lo que era muy relevante para él, era el grado de precisión con el que hacía esas cuentas. En la vida cotidiana (en general) ninguna persona está atenta a lo que pasa después del segundo decimal. Sin embargo, poder distinguir el décimo o quincuagésimo decimal, era muy importante para el trabajo de Nicely.
En ese momento, aparecieron en el mercado computadoras con un nuevo procesador, muchísimo más rápido que todos los que se conocían hasta allí. Lo fabricaba INTEL con el nombre de Pentium (algunos de ustedes lo deben recordar porque llegaron para reemplazar a las “famosos” 486). La universidad de Lynchburg (a unos 300 kilómetros al sudoeste de Washington, la capital de Estados Unidos) compró varias computadoras y Nicely supo que el tiempo que habría de invertir en sus cálculos sería muchísimo más corto. Y las comenzó a usar.
Lo sorprendente es que, con el cambio, en lugar de mejorar todo, empezó a tropezarse con varias inconsistencias... errores. Sin saber a qué atribuirlos, empezó a descartar todas las posibilidades, incluyendo naturalmente, errores en sus propios algoritmos. Pero nada parecía resolver las incongruencias. Después de haber invertido más de cinco meses tratando de descubrir dónde estaba el problema y ya –casi– desesperado, se permitió pensar algo increíble: ¿no sería un error en el chip de las nuevas computadoras?
Había una forma inmediata de comprobar si esa “locura” podría tener asidero: excluir las Pentium y volver a las “viejas” 486 que tenía antes.
Nicely se sobresaltó: ahora todo parecía funcionar bien. Es cierto que tardaba mucho más tiempo, pero lo notable es que el resultado que obtenía era el esperable. Eso era –justamente– lo que tenía que pasar. Pero entonces, había descubierto algo que ciertamente no podía esperar: no era él, ¡era la computadora!
Obviamente, no se podía quedar él con esa información sin advertírselo a la propia compañía que los fabricaba (INTEL) sino también compartirlo con toda la comunidad científica. El 24 de octubre de 1994 Nicely dio el primer paso y tomó la decisión: llamó por teléfono a INTEL.
La persona que lo atendió se ofreció a seguir los pasos que Nicely le proponía. En vista que el error se reproducía tal como él le había anticipado, el empleado de INTEL le hizo una confesión que lo dejó aturdido: la empresa ya había detectado el problema cinco meses antes, en mayo del mismo año. Sin embargo, le dijeron que a ellos les parecía un detalle mínimo y que no sería relevante para la abrumadora mayoría de los usuarios, cosa que es muy posible que fuera cierta.
Pero ese fue solamente el principio de la historia. ¿A quién podría importarle un joven matemático inmerso en una universidad local de una ciudad pequeña de Virginia? A nadie. Y esto se replica en múltiples partes del mundo, la Argentina incluida: en la mayoría de los casos la atención que uno recibe está en función del “músculo” (poder, dinero) que uno es capaz de exhibir.
Seis días después, como nadie dentro de INTEL le ofrecía una solución o se hacía cargo de la situación, Nicely decidió escribir un mail. El mensaje era contundente y apuntaba a toda la comunidad científica y técnica: ¡cuidado con usar cualquier computadora Pentium que contuviera el chip de 66MHz de INTEL! El riesgo era enorme porque los resultados dejaban de ser confiables. Naturalmente, eso es lo peor que se le puede decir a alguien que necesita usar una computadora a la que tiene que “creerle” los resultados. Nicely sabía muy bien lo que hacía.
De haber habido “trending topics” en aquella época, el problema que Nicely denunciaba hubiera alcanzado esa categoría en forma inmediata y no solo en Virginia, o en Estados Unidos, sino en todo el mundo. Muchísima gente se ocupó de verificar y confirmar el error que comenzó a circular con el nombre de “Pentium FDIV bug”.
Pero la historia continúa por la impericia de quienes estaban –en ese momento– al frente de la compañía. Tomaron una pésima decisión: aceptaron, sí, que había un error; pero amparados en que ellos sospechaban que habría de afectar a un número reducidísimo de usuarios, “desafiaron” a que quienes tenían una computadora con un procesador Pentium a que le “demostraran” a INTEL que el trabajo que hacían se vería afectado por ese problema. Puesto en “cristiano”, sería algo así como invertir la carga de la prueba: era el usuario quien tenía que demostrar que lo afectaba en lugar de la empresa reemplazar inmediatamente un producto que venía fallado de fábrica.
Eso desató un verdadero huracán. Inicialmente, las protestas llegaban del lado de los individuos, en forma aislada. Hasta allí, la gente de INTEL habrá pensado que podría tapar el sol con la mano. Pero cometieron otro error. Y fue cuando entró en escena otro gigante: IBM. En ese momento IBM tenía en el mercado computadoras con un microprocesador (el IBM 5x86C) que competía con la línea Pentium de INTEL. Cuando la gente de IBM se unió al coro de críticas, casi mofándose de sus “rivales”, allí cambió la historia.
INTEL recibió el golpe de IBM en las “encías” y necesitó producir un cambio en su estrategia que resolviera no solo el problema puntual, sino también el problema futuro que se avecinaba por el descrédito en el que había caído. Y encontró la fórmula que si la hubiera usado de entrada se hubiera evitado el mal trago por el que pasó: decidió que reemplazaría todas las computadoras que contuvieran ese microchip.
INTEL lo anunció el 20 de diciembre de 1994, y aunque, como era previsible, solamente un grupo muy pequeño de usuarios se acogieron a la oferta, el impacto económico y de prestigio fue tremendo: en su declaración impositiva presentada el 17 de enero de 1995, INTEL reportó que todo el “affaire FDIV bug” les había costado.... ¡485 millones de dólares!
Y todo eso por no haber obrado con un poco de sentido común: aceptar el error, reconocer la falla, ofrecer el cambio como era esperable y el asunto hubiera quedado circunscripto a un grupo muy pequeño/minúsculo de usuarios. Como no denunciaron el problema –salvo internamente– al ser descubierto y enfrentar a la sociedad en tono desafiante, ayudó a crear una percepción aún peor: el problema debe ser realmente siniestro, cuando no era (ni fue) así.
La soberbia/arrogancia de aquellos que “casi todo lo pueden con la prepotencia del dinero”, les impidió ver la solución más adecuada. Y hoy, más de 20 años después, quedaron para siempre ligados al escándalo más imponente e impresionante en la historia de la computación: un gigante como INTEL, una empresa de extraordinario (y bien ganado prestigio), tiene una mancha que pudo haber evitado con un pequeño gesto de humildad.
Aún ahora, cuando uno rastrea “errores en las computadoras” ya sea en el océano de información que provee internet o en cualquier libro que haga un recuento razonable de este tipo de fallas, aparece inexorablemente el “Pentium FDIV bug”, o sea, el error en ese microchip.
Eso sí, después de toda esta historia, pude contestarle a Paula: sí, las computadoras también se equivocan, pero aunque no lo parezca, el error, una vez más, lo habíamos cometido nosotros, los humanos.
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