CONTRATAPA

La hora de la indignación

 Por José Pablo Feinmann

La indignación no es la violencia. Es el punto en que la razón se une a la pasión (o la pasión se suma a la razón) para decir basta, para no aceptar más dilaciones ni medias tintas. A veces nos hartamos de comprender. Nos hartamos de ser burlados. De la risa de los canallas. De los criminales impunes. Del triunfo del mal. Se amontonaron 85 cadáveres bajo los escombros de la AMIA. Y hay algo que todo argentino medianamente honesto, medianamente sincero o sensible sabe. Y uno escribe “medianamente” porque vive en un país que no quiere saber. Que entierra una y otra vez su pasado, si le molesta. Los muertos de la AMIA molestan. Pero no a todos. Hay, también aquí, un mecanismo macabro y cobarde: “Les pasó a otros”. Igual que con los muertos del Reich de 1976. Los buenos e inocentes ciudadanos argentinos dicen sin cesar que los “subversivos” se la buscaron. La palabra “subversivo” la usan para diferenciarse de ellos. De los que murieron. Eran “subversivos”. “Yo –dice este sombrío, minúsculo personaje nacional– nunca fui subversivo.” Por consiguiente, deduce, no le pasó nada. Los que desaparecieron eran eso: “subversivos”. Coinciden en esto con una feroz pero excepcionalmente reveladora frase del general Camps: “Nosotros no matamos personas, matamos subversivos”. El argentimedio se sosiega. “Eso (el secuestro, la tortura, la desaparición) les pasó a otros.” El mismo mecanismo se repite con la AMIA. “Eso (la voladura, la masacre, el amontonamiento de cadáveres, los cuerpos convertidos en basura, las manos que salen de los escombros, la tarea de las grúas que arrastran ladrillos, cemento y trozos humanos) les pasó a los otros.” Esta vez los “otros” son los judíos. El argentimedio dice: “Yo no fui subversivo, ¿qué me importa si los tiraron vivos desde los aviones?”. Y también, hoy, ahora, dice otra vez: “Yo no soy judío, ¿qué me importa si les volaron la AMIA?”. Y en algún lugar de su mezquina conciencia se repite una frase que lo constituye, que lo define: “Estos judíos, al fin y al cabo, siempre en líos. Primero con los alemanes. Después con los árabes. Son cosas de ellos. Asuntos de ellos. ¿Qué sé yo qué hicieron? Es una guerra entre ellos y los árabes. Nosotros, nada que ver. Ellos matan árabes, los árabes los matan a ellos”. El argentino (en desalentadora mayoría) piensa así. Suprimo aquí el término “argentimedio”. O lo podríamos dejar si entendemos por él algo como “el argentino promedio”. Pero no alcanza con restringirlo a la clase media. Así piensan empresarios. Hombres del poder. Políticos. Almaceneros. Taxistas. Y una enorme cantidad de las clases empobrecidas, brutalizadas por la exclusión y el hambre. Sabemos que la pobreza aniquila el alma. Nadie vio esto mejor que Ettore Scola en Feos, sucios y malos, película fundamental para entender la miseria. Basta de decir que hay pobres buenos. Claro que hay pobres buenos. Hay buenos y malos en todas partes. Pero la pobreza no alimenta la bondad. No queremos pobres buenos. Queremos que no haya pobres. Ni buenos ni malos. Pero este país, el nuestro, el que amamos, está lleno de miserables. Mi admirado amigo Rep (con una inmediatez admirable, que no exhibió, lamentablemente, el Gobierno) dibujó ayer a su siempre triste personaje Lukas más triste que nunca. Escribió con grandes letras la palabra impunidad. Y Lukas completa la tristeza de todas las tristezas al decir: “Tu nombre es Argentina”.
Si Miguel Rep tiene razón (y la tiene), hay que decir, indignándonos, que “Argentina es el nombre de la impunidad”. Su sinónimo. Y que esa sinonimia es una mancha en nuestra conciencia moral, en nuestra dignidad, en nuestra identidad como nación. Hoy, cuando con pasión y una que otra razonable certeza buscamos una identidad que nos defienda de la globalización imperial. Hoy, cuando queremos dibujar un rostro propio para unirlo al de otros países de América y elevar algo nuestro castigado orgullo, ¿tenemos que añadirle al esencial trazado de nuestro rostro la indiferencia helada ante los crímenes impunes? Si alguien cree que la muerte por desapariciónles pasó a los “subversivos” porque eran “otros” es, decididamente, un canalla. Eso les pasó a decenas de miles de argentinos inocentes (jamás juzgados por nadie, ni por la más elemental forma de justicia), agredidos por el aparato de un Estado poderoso entregado al ejercicio del terror en la modalidad –para colmo– de la crueldad y la vejación y la venganza social. Si alguien cree que los que murieron en la masacre de la AMIA fueron “otros” porque eran “judíos”, también es un impecable canalla. Todas esas muertes son nuestras. Cierta vez un político (no impulsado por ninguna intención indigna) dijo que esa tragedia, la de la AMIA, nos obligaba a ser “todos judíos”. “Hoy somos todos judíos.” No, somos todos argentinos. Los que murieron en la AMIA fueron argentinos. Argentinos que no profesaban la tan proclamada “religión oficial del Estado argentino”. (Este es otro tema. Otra indignidad. Otra segregación. Otra fuente de creación de “otros”. “Los no católicos.” O peor aún: “Los no creyentes”. O, en su forma más patética, “los que no profesan la religión del Estado argentino”. Estas formulaciones tienen demasiado que ver en la percepción que el argentino tiene del judío como “Otro”. ¡Es alguien que no profesa la religión de nuestro país! Es increíble el poder que tienen estos rescoldos medievales, estos largos brazos de la Inquisición, en la creación de antisemitas. Hegel decía que lo Absoluto había pasado entre los judíos y éstos no habían sabido reconocerlo. ¡Qué forma tan exquisita de proferir el viejo, repugnante anatema: los judíos mataron a Dios! Bien, seamos claros, sinceros: que el Estado argentino, sumido en un arcaísmo torquemadista, siga insistiendo en la mentada “religión oficial”, que la Iglesia arroje sermones sobre los presidentes y viva de los menguados dineros de la población porque es connatural a un país constituido por masones, es decididamente arcaico. Pero hay algo peor. Es segregacionista.) El Estado argentino es para todos. Incluye en sí y respeta a todos los cultos. Alguna vez tendremos un presidente judío. Difícil saber (luego de la triste actuación del señor Beraja) si eso acelerará el esclarecimiento del crimen de la AMIA. Pero mostrará a todos que un judío, en la Argentina, no es un “Otro”. Y si llega a presidente y quiere jurar sobre los cuentos hermosos de Scholem Aleijem, que lo haga. Al fin y al cabo, Uriburu, Onganía, Videla, Massera, Jaime Smart, los Menéndez, Ibérico Saint-Jean y cientos de otros juraron sobre los “Santos Evangelios” pero, en verdad, habrían jurado más sinceramente sobre “Los Protocolos de los Sabios de Sión”.
Se acabó. Esto no va más. No se puede tolerar. El presidente Kirchner tiene que asumir personalmente la nueva etapa de la investigación. Hay que decir todo lo que haga falta decir. Hay que decir la verdad: caiga quien caiga y cueste lo que cueste. Si K no asume esto en persona, lo capitalizará la derecha. Y el señor Blumberg (quien, en rigor, no sé si alguna vez dijo algo de la AMIA) acaso coseche adherentes de un judaísmo desesperado en sus próximas marchas. Y la revista Gente va a salir con dos velitas de regalo: una para los muertos por la delincuencia, otra para los masacrados en la AMIA. Lo mejor de la Argentina tiene que recuperar su fe en el Estado, en su capacidad de generar Justicia. Laura Ginsberg, a quien todos respetamos, dice que nada espera de lo próximo. Dice, también, que nada espera de un Gobierno que encarcela a “luchadores sociales”. Si cree que los activistas de Quebracho son “luchadores sociales”, se equivoca. Pero cuando dice que nada espera del futuro está desafiando la imaginación y el coraje de un Gobierno que apostó, desde su inicio, a los derechos humanos. Más que un Gobierno, un Presidente: Néstor Kirchner. O se pone al frente de esto o la causa de la AMIA será instrumentada por la derecha. Por Radio Diez. Por Hadad. Por Menem, en definitiva. O sea, por los culpables. Sería la más terrible de las paradojas.

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