ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Esas traviesas liebres
Por Julio Nudler
El asombroso caso del fiduciante Eduardo Eurnekian, revelado el lunes último por este diario, es sólo –para usar la trillada frase– la punta del iceberg. El, que en pleno menemismo vendió CableVisión y otras sociedades, embolsando 715 millones de dólares, sin por ello estar obligado a tributar nada porque la plusvalía en la venta de acciones estaba –y en principio sigue estando– exenta en la Argentina, se halló de pronto con ese inmenso patrimonio declarado –2200 millones de pesos actuales–, sobre el cual debería pagar un 0,75 por ciento ($ 16,5 millones) anualmente por el impuesto a los Bienes Personales, más el impuesto a las Ganancias sobre la renta financiera que le prodigase, siempre que esa renta proviniera del exterior, previo envío del capital afuera. Eurnekian resolvió el problema constituyendo sendos fideicomisos en paraísos fiscales caribeños, a partir de lo cual no pagó ni Bienes Personales ni Ganancias porque, en apariencia, ese dinero ya no le pertenecía. Sendas entidades fiduciarias administrarían los fondos, y a su muerte los acreditarían a los beneficiarios designados, que entretanto tampoco tributarían nada. Pero como el empresario se reservó el privilegio de nombrar a los directores del fideicomiso, reteniendo así la capacidad de decidir en qué invertir los recursos, y le dio carácter revocable, la AFIP consideró que no había tenido voluntad de desapoderarse de esa porción de su inmensa fortuna e inició acciones contra él, las que no sólo conducirían a cobrarle (durante casi diez años dejó de ingresar entre 32 y 47 millones anuales, si se supone conservadoramente que aquel platal le rindió entre 2 y 3 por ciento anual de beneficio, a lo que habría que añadir una cifra sideral por intereses y multas) sino también a arrojarlo a una prisión. Pero, como reveló en exclusiva Página/12, la Justicia sobreseyó a Eurnekian. El mismo día en que este matutino realizó esa publicación, Alberto Abad, titular de la AFIP, salió a anunciar que el organismo apelaría.
Ese conspicuo representante de la burguesía nacional no fue el único que se encontró con un grueso capital líquido declarado, quemándole en las manos. Virtualmente todos los que vendieron sus empresas a multinacionales tuvieron que blanquear la operación, no por su deseo sino por imposición de los inversores (ya se sabe que en algunos aspectos es preferible la burguesía foránea a la autóctona). Por ende, aunque al vender no tributaron nada sobre esas enormes ganancias de capital que obtenían, acogiéndose a un tácito blanqueo gratuito, luego debían empezar a contribuir, lo cual no entraba en sus planes.
Así como Eurnekian apeló a la fórmula del fideicomiso revocable, que otros descartaron por considerarla indefendible (¡cuán equivocados estaban!, ¡cómo subestimaron la benevolencia de los jueces argentinos!), la mayoría fugó el dinero a algún edén tributario, dándose de inmediato a la tarea de buscar la forma de dar de baja ese capital de su patrimonio imponible. Es decir, negrearlo. Esa necesidad creó una creciente demanda de pérdidas: magnates en busca de malos negocios que les generasen terribles quebrantos, en la ficción obviamente. Así, cuando se fundía o funde un fondo de inversión, como acaba de ocurrir con uno, tratan de conseguir papeles apócrifos que documenten que tenían invertidos allí cierto número de millones, lamentablemente esfumados. Podrán luego decirle a la AFIP que esa plata se evaporó, con pruebas incursas en la falsedad ideológica. Es un ardid emparentado con el de las facturas truchas.
Al conocerse el provisorio final feliz del caso Eurnekian, otros potentados comenzaron a interesarse en la modalidad, que ahora cuenta con jurisprudencia favorable. Algo curioso es que algunas de las maniobras más comunes entre los opulentos son conocidas de cerca –y probablemente practicadas– por los más cotizados consultoreseconómicos, en general de tendencia liberal conservadora, pero jamás señaladas por ellos como un problema fiscal. Hallan preferible concentrar su artillería en el gasto público, en los impuestos “distorsivos”, las contribuciones patronales y las retenciones. Un caso muy difundido es el de los barrios privados, countries y clubes de golf, llanos habitados por la liebre pero no por quienes la corren.
Quien recorra zonas como las de Pilar, Pacheco y otras notará una febril actividad constructora, en que la diversas formas de evasión y elusión actúan como un tácito subsidio fiscal, quizá tan cuantioso como el gasto social pero orientado al revés, para volver más ricos a los ya ricos. En esos vergeles perimetrados, y a diferencia de los edificios en propiedad horizontal, el inmueble propio –lote más casa– no incluye en su precio el costo de las instalaciones y los espacios comunes. Estos suelen figurar como activos de una sociedad (a veces sin fines de lucro), cada una de cuyas acciones se transfiere paralela pero separadamente al adquirente de un inmueble, y además sirve para filtrar a los interesados y admitir sólo a los no indeseables.
Una estratagema habitual por parte de la empresa promotora del emprendimiento consiste en subvaluar el inmueble y sobrevaluar la acción, dado que la transferencia de ésta está exenta cuando el vendedor no es “habitualista”. Cuando el vendedor del terreno y la residencia es una persona física, la operación está gravada por el impuesto a la Transferencia de Inmuebles y paga el 1,5 por ciento del precio. Si se tratase de una sociedad, tributaría el 35 por ciento sobre la ganancia. De hecho, mientras que el comprador de un departamento no paga aparte por los pasillos o los ascensores, el de un country y acomodos similares adquiere con una acción el derecho a utilizar como propias las canchas, la piscina, el clubhouse y la garita con sus hostiles custodios. Esta operatoria está aprobada por una norma bonaerense, pero no es legalmente admitida en la ciudad de Buenos Aires.
En ocasiones se suscitan pleitos enojosos. En un caso reciente, la empresa promotora de un barrio cerrado sólo logró vender el 70 por ciento de los lotes, pero se negaba a pagar las expensas correspondientes al 30 por ciento restante. Su pretensión era que los condóminos le compraran las parcelas baldías y dispusieran de ellas. Ante la negativa de los habitantes, los amenazó con transferirle los lotes sobrantes a marginales, presión que surtió milagroso efecto, arribándose a un pronto acuerdo.
Aunque las tretas impositivas de los compatriotas ricos siguen agravando la inequidad del régimen tributario, algunas maniobras tradicionales se han vuelto complicadas en los últimos años. Las innumerables sociedades offshore uruguayas, inventadas por miles de propietarios de bienes raíces para hacerlas aparecer como dueñas de su patrimonio, están cayendo en desgracia por una serie de normas restrictivas de la Inspección General de Justicia. Ahora se ha vuelto difícil deshacerse de ellas (o sea de sus activos), porque cuando una anónima extranjera vende un inmueble situado en el país, el escribano interviniente está obligado a ir en consulta a la DGI, y el final previsible es que se deba pagar un impuesto del 25 a 30 por ciento del valor del bien.
También hay que recordar que en 2001, braceando en el naufragio, Domingo Cavallo, en uso de los superpoderes, gravó con un 15 por ciento la plusvalía de las acciones sin cotización bursátil. Ahora nadie sabe a ciencia cierta si esa norma rige o no. De cualquier forma, los millonarios gozan de ventajas seguras como la siguiente: pueden apartar una porción de su fortuna y constituir con ella, preferentemente en un paraíso fiscal, un fideicomiso irrevocable (al revés que Eurnekian) en beneficio, por ejemplo, de los hijos, para que reciban ese tesoro al fallecer el padre. En tal caso, y sin duda alguna, durante los años que a éste le resten de vida esa torta y la renta que devengue no tributarán nada en país alguno.Hay tributaristas que opinan que si los beneficiarios fueran residentes, deberían pagar una alícuota sobre el valor del derecho creditorio que detentan contra el fiduciario, aunque provisoriamente no tengan disposición de los fondos. Pero es apenas una opinión. La AFIP ha guardado silencio. En principio, no se sabe que haya respondido a los planteos de preguntas vinculantes al respecto, así llamadas porque la respuesta del organismo, cuando la da, es vinculante para él y para el preguntón.