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En la causa AMIA falta bajar a tierra

 Por Martín Granovsky

El comienzo daba frío el último jueves a las seis y media. Diez años después del atentado a la AMIA era impresionante escuchar cómo los tres jueces del tribunal oral absolvían uno a uno a los cinco acusados por la bomba. Pero después vino cierta tibieza. En una de las decisiones más importantes desde el juicio a las juntas de 1985, Gerardo Larrambebere, Miguel Pons y Guillermo Gordo ordenaron que la Justicia investigue a los magistrados Juan José Galeano, Norberto Oyarbide y Gabriel Cavallo y a ex funcionarios de Carlos Menem como su jefe de Inteligencia, Hugo Anzorreguy, y su ministro del Interior, Carlos Corach.
Falta conocer los fundamentos del fallo para establecer mejor una comparación. En 1985, la Cámara Federal llegó a la conclusión de que los acusados habían cometido sus crímenes dentro de un plan sistemático para matar, torturar, secuestrar y robar. El veredicto del jueves –de acuerdo con una lectura política, por ahora– es que el menemismo también aplicó un plan sistemático en la causa AMIA. El objetivo era, por lo menos, encubrir. Y después, igual que en la dictadura, encubrir el encubrimiento. Borrar las pruebas. Destruir indicios. Disolver culpas y responsabilidades. En eso consiste la impunidad.
“El juicio por AMIA quedó en la nada”, tituló ayer Clarín. En realidad, ése era el título para la investigación de Galeano, el juez que acompañó a Menem, justamente, en la construcción de la nada. España averiguó quién cometió el genocidio de Atocha en solo 16 días. A la Argentina no le alcanzaron diez años.
La verdadera noticia del veredicto no es la nada. Todo lo contrario. Se trata de una de las acusaciones más duras contra la impunidad sistemática. La desolación por la falta de culpables al cabo de diez años ya estaba. Lo nuevo es que ahora, quizás, se pueda llegar a una conclusión sobre el atentado. Y, sobre todo, que la Argentina puede procesar y encerrar a ex funcionarios que pulverizaron sus instituciones.
Como nunca sucedió desde 1983, existe un Gobierno que no quiere ser cómplice del encubrimiento. El presidente Néstor Kirchner abrió archivos y les quitó la protección política del Poder Ejecutivo a los constructores de la nada. Incluso escribió una carta al procurador Esteban Righi pidiéndole que instruyera a los fiscales para acusar por encubrimiento a los sospechosos de complicidad con el crimen.
La actitud oficial hacia la AMIA marca una posición nueva. Pero afronta dos riesgos.
El primer riesgo es que el Estado confunda su principal interlocutor.
El principal interlocutor no es Jorge Kirzembaum, el vicepresidente a cargo de la Delegación de Asociaciones Israelitas de la Argentina, que se escandaliza ahora pero calló diez años mientras toleraba la nada. La DAIA recibió reproches, por ejemplo del rabino Daniel Goldman, por su papel permeable a los militares durante los crímenes de la dictadura y al encubrimiento luego del atentado del ’94. Sería frívolo considerar que ésa es una interna de la comunidad judía. No puede serlo, entre otras cosas, porque la DAIA no representa de ninguna manera a los judíos argentinos, en su mayoría no encuadrados en instituciones.
Ni siquiera la comunidad judía argentina y mundial debe ser el principal interlocutor del Gobierno, aunque es obvio que su sensibilidad es enorme: murieron 86 personas en una bomba contra la entidad social de los judíos argentinos.
El Estado, cuando pelea contra la impunidad desde el propio Estado, les habla a todos los argentinos, incluidos los judíos y los familiares de las víctimas. Por eso, su papel como Estado es explicar a la sociedad cómo funciona el delito (lo hizo la Conadep, lo hizo el juicio a las juntas, lo hizo el veredicto sobre AMIA, lo hizo la carta de Kirchner a Righi) mientras busca la forma de agilizar la investigación. En ese punto aparece el segundo riesgo: que, decidido a explicar y a trabajar en serio, el Estado siga sin reformar la Justicia federal y continúe, de ese modo, atándose las piernas antes de la carrera.
El Ejecutivo tiene un representante en el Consejo de la Magistratura, Joaquín Da Rocha. Hasta ahora Da Rocha no tomó la iniciativa para acusar a los magistrados más sospechosos del fuero federal. Uno es el propio Galeano. Otro, para salir de la Capital Federal, el santiagueño Angel Toledo, que convalidó el poder irregular de Carlos Juárez y su Raúl Moneta doméstico, el empresario Néstor Carlos Ick.
No basta con la iniciativa de Da Rocha. Pero un movimiento suyo sería un signo de que el Ejecutivo baja a tierra su compromiso de pelear contra el encubrimiento. Sería como cuando, en julio del 2003, Kirchner criticó por cadena a Julio Nazareno. Eso no es faltar a ningún deber republicano: es, simplemente, ejercer la voluntad política.
Otra pata de una estrategia para cambiar la Justicia federal es la Procuración a cargo de Righi. El procurador es, él mismo, una víctima de la represión y la impunidad. Tiene legitimidad suficiente como para que nadie se extrañe si demuestra que no llegó para vegetar o limitarse a dictaminar ante la Corte Suprema. Puede utilizar a los fiscales más entusiastas –que existen, porque no solo hay gente cansada dentro del Estado– para impulsar causas y poner en evidencia a los jueces expertos en dormir expedientes. Y puede sacudir de su modorra a fiscales que contestan “ahora no tengo tiempo, hay mucho trabajo”, como escucharon de Alejandro Molina Pico los hermanos Crespo cuando fueron a denunciar una coima en el caso Ciccone, donde el Estado es acreedor nada menos que con 250 millones de pesos.
No es tan difícil. Cuando hay voluntad política, decisión de bajar a tierra y vocación por remover a los jueces modelo Galeano, siempre aparecen un Carlos Arslanian o un Julio Strassera. Y se embalan.

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