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El brillo invisible, la sed verdadera
Por Sandra Russo
Hace poco me reencontré con una carta que en 1979 una chica de diecinueve años mandó al Expreso Imaginario. Esa carta tuvo un notable rebote en el correo de lectores de la revista. La carta hablaba, un poco ingenuamente, de cierto tipo de soledad generacional. Muchos se sintieron identificados, menos una tal Laura Ponte, que opinó que la autora de la carta era una groupie de cuarta. Laura, que resultó ser la lesbiana que Roberto Pettinato lleva en su interior desde hace tanto, después de todo tenía razón. Un par de meses después de la carta y en parte gracias a ella, no podía creer lo que me estaba pasando. Era la jefa de prensa de Almendra.
Son esos momentos de la vida que después uno atesora como oro, una alhaja en la propia biografía. Venía de terminar el secundario en Quilmes y de pronto me había mudado sola a Belgrano, a dos cuadras del primer piso de Teodoro García y Cabildo, donde funcionaba el Expreso. En ese PH empapelado con las tapas fabulosas que dibujaba Fontova, yo escuchaba atentamente las instrucciones de Alberto Ohanian, el dueño del Expreso y el manager de Spinetta. Se estaba planificando la reunión de Almendra a diez años de su disolución, después de Invisible, de Pescado Rabioso y de Aquelarre. No tenía la menor idea de qué era ser “jefe de prensa” ni de qué era el periodismo. Ninguno de los que circulaban por ese PH parecía tener ninguna relación con el periodismo. El periodismo en dictadura no era algo deseable. Era Gente, Para Ti, los grandes diarios que ahora defienden la democracia pero que en 1979 no veían, no decían y no escuchaban.
Resultó fácil. Para esa prensa canalla, un grupo de rock como Almendra era “inocuo”. El Expreso también era “inocuo”. Pasatiempos juveniles, pensaban. Y populares. Mi trabajo fue un éxito casi sin que yo moviera un dedo. Hubo tapas de revistas dominicales y gran despliegue periodístico. Cuando vi el afiche callejero para los conciertos de Obras me estremecí: era una foto de ellos cuatro y un texto muy cortito que hacía referencia a una generación exterminada. ¿Hace falta decir que en 1979 eso no tenía nada de “inocuo”?
Por los conciertos de Obras pasaron más de 30 mil personas. Había sed. Los militares habían cerrado todas las canillas, por eso había tanta sed. Y eso se repitió un año más tarde, en la gira nacional, cuando veíamos llenarse a tope todos los estadios, y el gran fenómeno de la comunicación entre esos cuatro músicos y el público se ponía en marcha. Una complicidad multitudinaria fue el aura de cada uno de esos shows. El público entendía perfectamente lo que los militares no alcanzaban a captar. Las letras de Almendra no eran políticas, eran poéticas. ¿Pero para qué debería servir la política en su expresión más sana si no es para acercar la belleza a la gente?
Noche tras noche, primero en Obras y después en cada estadio del interior del país, vi cómo una expresión estética puede ser tan poderosa, tan irrebatible, cómo de eso y nada más que de eso consta el arte cuando corre por los mejores carriles, los amplios. Cada vez que eso sucedía el desastre quedaba en suspenso, había una tregua, la música y las letras mandaban a miles de personas a un territorio fértil y dadivoso que la dictadura mantenía cerrado y alambrado en la vida cotidiana. Después de diez años, y en aquel país demudado y oscuro, Almendra traía el recuerdo de la libertad y mostraba una señal hacia adelante. Cada uno de esos conciertos fue lo menos “inocuo” que presencié en mi vida. Los militares nunca entendieron la pedrada, el estallido, el fulgor político de la belleza almendrada.