Viernes, 29 de septiembre de 2006 | Hoy
Por Jack Fuchs *
Pasaron 62 años desde que fui una sombra en el campo de concentración de Dachau, cerca de Munich. En nuestro “block” o barraca éramos 50. Todos habíamos llegado de Auschwitz. Conocíamos cuál había sido el destino de nuestros familiares. Habían perecido allí. Conocíamos también cuál sería el nuestro, probablemente el mismo. Y de hecho, fuimos pocos los que sobrevivimos.
Provenientes de Polonia, Grecia, Checoslovaquia, Lituania y Alemania, estábamos todos allí, en septiembre de 1944, cuando Roma y París ya habían sido liberadas de la ocupación nazi, así como la ex Unión Soviética y gran parte de Polonia también. Pero la maquinaria de la muerte seguía viva.
Hay fechas que hacen recordar y revivir momentos dramáticos. La que se acerca ahora es una de ellas: Iom Kipur, el Día del Perdón, una de las más significativas del calendario judío. No puedo evitar volver a aquella noche de 1944, cuando luego de un día de trabajo, muertos de cansancio y de hambre, llenos de desesperación, hubo uno entre nosotros que recordó que esa mismísima noche comenzaba Iom Kipur. Había logrado entrar al campo con un pequeño libro de rezos, no sabíamos cómo, ya que ese simple hecho podría haberle costado la vida. El llanto nos invadió a todos. Confieso que aunque no entendí las palabras que pronunciaba durante el rezo, reconocí la melodía de esa súplica que siempre me conmovió, y especialmente en esas circunstancias, cuando sonaron con intenso dolor. Hoy como ayer, vuelvo a recordar mi niñez, acompañando a mi padre a la sinagoga en Lodz, mi ciudad natal.
Pasaron los años y aún no entiendo qué perdón debíamos solicitar cuando, despojados de todo –familia, casa, hasta nuestro propio nombre, convertido en un número–, todavía quedaba el ritual de pedir absolución. Fe o tradición, o la combinación de ambas, no podía desaparecer tan fácilmente. Había, más allá de todo, algo que nos era absolutamente propio: una plegaria tan conmovedora como triste.
Pasaron los años. Sigo sin entender cómo este joven había arriesgado su vida e ingresado ese pequeño libro de rezos, escondiéndolo, vaya uno a saber dónde, ya que lo único que nos era permitido conservar eran nuestros zapatos.
Pasaron los años. Sigo sin entender el motivo de esa plegaria y hoy, 62 años después, no le encuentro significado que no sea sino el de una religiosidad sin religión.
En el campo de Dachau, durante algún tiempo no tuvimos conciencia del paso de las horas. No había calendarios ni relojes. Lo único que nos mantenía atados a una realidad temporal eran los toques de sirena. Pero a pesar de ello, hubo uno entre nosotros –o tal vez más de uno– que recordó que era Iom Kipur ese día, recordó Kol Nidrei, y en él todos recordamos.
De la misma manera hoy, como cada año cuando se aproximan estas fechas del calendario, recuerdo que no soy el mismo que aquella noche de víspera de Iom Kipur escuchó y elevó esa plegaria, desde el dolor, la soledad, la resignación, ignorando si al día siguiente estaríamos aún vivos. No soy el mismo pero, de la misma manera que todos los que sobrevivimos a guetos y campos de concentración, me sigo debatiendo ante un dilema existencial: recuerdo o pesadilla... olvidar o aferrarse a la necesidad de evocar.
Tal vez haya, en algún lugar, un espacio para la religiosidad. Probablemente la urgencia, una vez más, sea la de revivir a aquellos que no tuvieron la posibilidad de repetir la plegaria, en libertad.
* Sobreviviente de Auschwitz. Pedagogo y escritor. Su último libro es Dilemas de la memoria.
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