Sábado, 11 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Sandra Russo
Maya creció en un pueblo norteamericano de poco más de trescientos habitantes. A pocos kilómetros de allí creció Tom, su marido y el padre de sus cuatro hijas. Pero Maya y Tom no se conocieron en un McDonald’s ni en esas kermesses campesinas yanquis en las que se canta música country y los hombres usan sombreros y las mujeres el pelo batido. El flechazo fue en el campo, pero en Japón. Es que Maya y Tom son desde muy jóvenes ese tipo de ciudadanos globales que se están multiplicando y que deambulan sin apuro por latitudes extrañas, excéntricas, si por centro de este mundo se toma su país de origen.
Desde hace algunos años Maya está en Buenos Aires, como tantos otros extranjeros que llegaron a ver qué pintaba por el Sur y se colgaron de eso que visto de afuera es tan atractivo y visto de adentro es agotador: todo lo que pasa. La realidad de los países centrales les parece, a esos extranjeros, una naturaleza muerta comparada con el frenesí político y cultural de los países emergentes por los que ellos se pasean. Y Buenos Aires, opinan, está que arde. En los bares de Palermo o de San Telmo es corriente ver al rubio o a la rubia sentados con un nativo –un porteño de esos que no desaprovechan oportunidades– enseñándoles castellano. Muchos de los extranjeros que llegan se quedan pegados: quieren aprender el idioma y bailar tango, por supuesto. Pero van por más. Han venido a buscar al compadrito que las vuelva locas. Creen que Buenos Aires es un reservorio de un tipo de masculinidad que en el Norte se extingue, acechada por la metrosexualidad.
Maya está poniendo en marcha un proyecto que ella pergeñó y al que está adhiriendo a sus amigas norteamericanas que ya están aquí y a las que van a ir llegando: aprender español escribiendo cartas calientes, y tener como profesor a un gay. Como suelen hacer los norteamericanos y no los argentinos, Maya ha evaluado su proyecto y cree que es buenísimo y rentable. Esas norteamericanas vienen a calentarse, chicos. Y no quieren un profesor que les enseñe a pedir el pollo más cocido, sino uno que las entrene en el arte de la seducción y, si es posible, en el del vuelo erótico de la palabra.
Si se lo piensa, es lógico. Para qué perder el tiempo. Saben lo que buscan. Y van por ello. Quieren probar aunque sea de paso un bocado de macho, una porción de amante latino capaz de enlazarlas por la cintura e indicarles los pasos, pedir por ellas la comida, elegir el vino, mamarlas y después hacer de ellas lo que quiera: buscan a Valentino, cuya homosexualidad nunca fue obstáculo para que las norteamericanas creyeran devotamente en la leyenda del insaciable amante mediterráneo.
Maya buscó un profesor bilingüe gay porque, obviamente, el espacio del aprendizaje tiene que estar despejado y tiene que haber confianza para desplegar cuanta guarrada se les pase por la mente. Y la propuesta prende entre mujeres de habla inglesa que están pasando una temporada en la Argentina y quieren sacarle todo el jugo posible al Sur. Sí, ya sé, pueden asociar jugo con lo que quieran.
Mientras otros turistas se limitan a sacar fotos y ver el Cabildo desde una combi, hay muchos otros que extienden sus estadías y expresan de muchas maneras el deseo de mezclarse, de convivir, de pololear aquí. ¿Seremos fascinantes? A juzgar por el reclutamiento de Maya entre rubias ávidas de escribir cartas calientes a destinatarios locales, para alguna gente, sí. Hay que pedirles a los muchachos argentinos que si reciben una de esas cartas traten de estar a la altura de las circunstancias, y que al menos con esas rubias se comporten como ejemplares vistosos que a puertas cerradas no decepcionan. Que no se queden dormidos, que si van al cine y la película es triste, no lloren, y que lo primero que hagan cuando las conozcan no sea sacar la billetera... para mostrarles las fotos de sus hijos.
Acuérdense de que ellas están hambrientas de pelo en pecho. Y por favor, si se hicieron claritos, antes de la cita, chicos, póngase un tono sobre tono.
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