Jueves, 14 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Adrián Paenza
Diciembre y marzo son dos meses muy particulares para los estudiantes: son meses de exámenes. Lo que sigue es una propuesta para pensar. No pretende ser un “tratado” sobre nada. Sólo son algunas reflexiones, dudas que tengo, después de más de cuarenta años de docencia.
Un maestro, un profesor, es quien asume –entre sus tareas– la de averiguar si los alumnos estudiaron, se prepararon, si comprendieron, si dedicaron tiempo y esfuerzo... En pocas palabras: si “saben”. Pero en general, nos debemos a nosotros mismos una pregunta: ¿los interesamos antes? ¿Quién tiene ganas de dedicar su tiempo, su energía y esfuerzo a algo que no le interesa? ¿Sabemos los docentes despertar curiosidades? ¿Quién nos preparó para eso? ¿Quién nos enseñó o enseña a generar apetito por aprender? ¿Quién se preocupa por bucear en los gustos o inclinaciones de los jóvenes para ayudarlos a desarrollarse por allí?
Haga una prueba: tome un niño de tres años y cuéntenle cómo se concibe una criatura. Es muy posible que si usted tiene buena sintonía con el niño, él lo escuche, pero después salga corriendo a jugar con otra cosa. En cambio, si usted hace las mismas reflexiones delante de un niño de seis o siete años, verá cómo el interés es diferente, la atención es distinta. ¿Por qué? Porque lo está ayudando a encontrar la respuesta a una pregunta que él ya se hizo. El mayor problema de la educación en los primeros niveles es que los docentes dan respuestas a preguntas que los niños no se hicieron; tener que tolerar eso es decididamente muy aburrido.
¿Por qué no probamos al revés? ¿Puede todo docente explicar por qué enseña lo que enseña? ¿Puede explicar para qué sirve lo que dice? ¿Es capaz de contar el origen del problema que llevó a la solución que quiere que aprendamos? ¿Quién dijo que la tarea del docente es sólo dar respuestas? La primera cosa que un buen docente debiera hacer es tratar de generar preguntas. ¿Usted se sentaría a escuchar respuestas a preguntas que no se hizo? ¿Lo haría con ganas? ¿Lo haría con interés? ¿Cuánto tiempo le dedicaría? ¿Por qué lo haría? Quizás, para cumplir, por elegancia, por respeto, porque no le queda más remedio, porque está obligado por las circunstancias, pero trataría de escapar de la situación lo más rápido posible. Los jóvenes o los niños no pueden.
En cambio, si uno logra despertar la curiosidad de alguien, si le pulsa la cuerda adecuada, el joven saldrá en búsqueda de la respuesta porque le interesa encontrarla. La encontrará solo, se la preguntará al compañero, a los padres, al maestro/a, la buscará en un libro... no sé. Algo va a hacer, porque está motorizado por su propio interés.
La situación, vista desde un alumno, podría resumirse así (con la exageración que necesito para poder dar énfasis a lo que pienso): “Por qué estoy obligado a venir en el momento que me dicen, a pensar en lo que me dicen, a no mirar lo que otros escribieron y publicaron al respecto, a no poder discutirlo con mis compañeros, a tener que hacerlo en un tiempo fijo, a no poder ir al baño si necesito hacerlo, a no poder comer si tengo hambre o beber si tengo sed, y encima puede que me sorprendan con preguntas sin darme tiempo para preparar las respuestas?”.
Puesto todo junto, ¿no luce patético? Es probable que varios alumnos no logren nunca resolver los problemas del examen que tienen delante, pero no porque desconozcan la solución, sino porque quizá no lleguen nunca a superar todas las vallas que vienen antes.
Desde el año 1993 estamos haciendo una experiencia en la Competencia de Matemática que lleva el nombre de mi padre. Los alumnos de todo el país que se presentan a rendir la prueba pueden optar por anotarse en pareja. Esto es: si quieren, pueden rendir individualmente, pero si no, pueden elegir un compañero o compañera para pensar los problemas en conjunto, buscarse alguien con quien discutir y polemizar los ejercicios. Este método, ¿no se parece más a la vida real? ¿No nos llenamos la boca diciendo que tratamos de fomentar el trabajo en grupo, las consultas bibliográficas, las interconsultas con otros especialistas, las discusiones, los foros, los debates... en el mundo de todos los días? ¿Por qué no tratamos de reproducir estas situaciones en la ficción de un aprendizaje circunstancial?
En el colegio primario o secundario, en donde los maestros o profesores tienen un contacto cotidiano con los alumnos –si la relación interactiva docente-alumno funcionara efectivamente como tal– no entiendo las pruebas por sorpresa. ¿No es suficiente esa relación que dura meses para detectar quién es el que entendió y quién no? ¿Hace falta como método didáctico tirarles la pelota como si estuvieran jugando al “distraído”? Estos sistemas de examinación tienen un fuerte componente de “desconfianza”. Pareciera que el docente sospecha que el alumno no estudió o que no sabe, o que se va a copiar, y entonces lo quiere descubrir. Y allí empieza la lucha. Una lucha estéril e incomprensible, que exhibe la disociación más curiosa: “nadie pelearía contra quien lo ayuda ni trataría de engañarlo”.
Quizás el problema ocurra porque el alumno no logra descubrir que la relación está dada en esos términos, y como la responsabilidad mayor pasa por los que estamos de este lado, no hay dudas de que los que tenemos que cambiar somos nosotros.
No propongo el “no examen”. Es obvio que para poder progresar en cualquier carrera, en cualquier estadio de la educación, uno tiene que demostrar –de alguna forma– que sabe lo que debería saber. Eso está fuera de discusión. Discrepo con la metodología, me resisto a este “tipo” de examen, sencillamente porque no tengo claro que mida lo que pretende medir.
De lo que sí estoy seguro es de que en este siglo habrá muchos cambios al respecto. Pero hace falta que empecemos. Y una buena manera de empezar es empezar por casa, discutiendo por qué enseñamos lo que enseñamos, por qué enseñamos “esto” en lugar de “esto otro”, para qué sirve lo que enseñamos, “qué preguntas contesta lo que enseñamos” y aún más importante: “¿quién hizo las preguntas: el alumno o el docente?”.
La formación de nuestros niños está –en parte– en manos de los docentes. El Estado tiene en sus manos que vulnerar la hipocresía histórica de decir que lo que más le interesa es la educación y después hace poco por ella. Crear centros de capacitación acordes con esta lógica es el primer paso. Pero proveer mejores condiciones de trabajo y pagar sueldos no sólo “dignos”, sino los mejores, es una obligación para el futuro inmediato. Cualquier otra cosa es “más de lo mismo”.
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