CONTRATAPA › 8 DE MAYO DE 2007

La guerra ha terminado, ¡viva la guerra!

 Por Jack Fuchs *

Este parece ser el grito de nuestra época. En realidad, de todas. El 8 de mayo es un nuevo aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial. Es la fecha oficial para conmemorarlo en Europa, a pesar de que la guerra continuó en el Pacífico hasta agosto de 1945, finalizando en ese momento con la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, y la derrota japonesa. En estos últimos 62 años no han dejado de estallar muchas otras guerras. Guerras frías y calientes se sucedieron sin tregua, dejando millones de muertos alrededor del planeta.

Releyendo en estos días ¿Cómo podemos cometer lo impensable? Genocidio: el cáncer humano –impactante libro de Israel Charny que realiza una profunda búsqueda hacia la comprensión de la esencia del genocidio–, vuelvo a preguntarme sobre el origen de la esencia destructiva del ser humano y la necesidad de justificar lo injustificable, como forma de negar nuestra inherente violencia.

Los intentos de explicar tanto los genocidios como las guerras generalmente focalizan en los motivos históricos, políticos, económicos que los legitimizan en nombre de este u otro propósito nacional, religioso, racial o el que se encuentre.

Al igual que Charny, considero que la identificación de estos eventos a “gran escala” en sí mismos no ayuda a explicar realmente el fenómeno humano que consiste en esa terrible habilidad que tiene el hombre de destruir a su prójimo. La mayoría de los análisis sobre esta esencia destructiva sólo relacionan estos hechos con las fuerzas socio-históricas y no toman en cuenta la naturaleza propia del ser humano. La debilidad de los argumentos salta a la vista.

Todo esto conduce a muchas preguntas, o más bien enigmas que todavía no han sido resueltos. ¿Qué lleva a los que se encuentran en el poder a dar órdenes infames a aquellos que están en las trincheras, hambrientos y muertos de frío, mientras ellos lustran sus botas como espejos, en el interior de una oficina? Hitler decidió la forma en que debían luchar y morir sus soldados sin rendirse; también decidió la suya. ¿Acaso salió de su bunker con un arma en el momento de encontrarse rodeado e intentó por lo menos matar a algún enemigo con sus propias manos antes de que lo atraparan? No lo hizo. Decidió quitarse la vida él mismo.

¿Por qué buscar explicaciones cuando ocurren hechos violentos y asignarlos a trastornos de la personalidad del que los ejecuta, y en el caso de terroristas suicidas, afirmar que lo hicieron por creer en una causa justa? La violencia es violencia, justificada por una ideología política o de cualquier orden.

En las guerras existen dos partes que se enfrentan; ¿dónde está la tercera, la que en realidad concentra a la mayor parte de las personas, aquella que debería intentar sofocar el enfrentamiento?

Las estadísticas no dejan de ser escalofriantes, los grandes números ya no producen ningún efecto: decenas que mueren actualmente, día a día, en Irak, los cientos que mueren en Somalia semana a semana. En los seis años que duró la Segunda Guerra Mundial murieron 60 millones de personas. El genocidio armenio de principios del siglo XX cobró un millón y medio de víctimas. La lista de acontecimientos bélicos y genocidios de distinta magnitud en la historia de la humanidad resulta interminable. Pienso desordenadamente en la masacre de Nanking, la guerra en Corea y Vietnam, las guerras civiles en Africa y Asia, las guerras civiles en Centroamérica, la guerra Irán-Irak, la guerra en los Balcanes, las numerosas guerras de descolonización tanto en América como en Africa y Asia, la Guerra Civil Española, la Inquisición, las Cruzadas... Son sólo algunos de los acontecimientos que sumaron, a través del tiempo, millones de víctimas.

Las guerras se terminan; se cuentan las pérdidas, humanas y materiales. De ambos lados, tanto vencidos como vencedores las sufren. Pero la verdadera guerra no acaba nunca.

¿Qué unidad de tiempo tomamos para darnos cuenta de lo terrible de la cotidianidad de la guerra? ¿Un día, una semana, un año, décadas?

La lectura de las noticias sobre las tragedias que suceden todos los días nos provocan escozor, nos movilizan. Pero, casi enseguida, damos vuelta la página. La imagen es demasiado espantosa y potente. Nos pone frente a nuestra propia monstruosidad. Cada 8 de mayo surgen en mí preguntas; muchas de ellas se repiten año tras año, debo admitir. Tampoco puedo negar cierto fatalismo en mi pensamiento, que no cambia, año tras año. Albert Einstein dijo en una ocasión: “El mundo no está en peligro por las malas personas sino por las buenas que permiten la maldad”.

* Escritor y pedagogo, sobreviviente del Holocausto.

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