SOCIEDAD › OPINION

Sufrir en el aeropuerto

 Por Marta Dillon

¿Cuánto es tolerable aguantar la bronca? ¿De qué se trata la urbanidad cuando ese mismo contrato –que todos y todas establecemos para convivir– se rompe unilateral y arbitrariamente, sin compensación a la vista, sin explicaciones tampoco? Tal reflexión vana se presentó la madrugada del último sábado cuando después de haber esperado cinco horas en un aeropuerto sin aire acondicionado –el termómetro marcaba algo más de 26, la humedad superaba el 100 por ciento– y con sillas propias de salas de inquisición, la empresa Aerolíneas Argentinas comunicó a los pasajeros ahí resignados (a la espera) que el vuelo Santa Fe-Buenos Aires quedaba cancelado. Y no sólo eso: como la culpa de la cancelación no era de la empresa sino del radar del aeroparque porteño, pues la empresa no se haría cargo de nosotros, pasajeros a la deriva, mucho menos de nuestros gastos ocasionados por la cancelación. Sí, por supuesto, el pasaje servía si alguien decidía volar otro día el mismo tramo; claro que el próximo vuelo disponible tendría lugar el lunes siguiente... y además no habría lugar para todos. ¿Que devuelvan el dinero del pasaje? Por supuesto, pero había que esperar que abran las oficinas comerciales, que se analice en qué forma abonó cada cliente y en qué ventanilla había pagado, porque en ésa y no en otra se reembolsaría el dinero. Pero sobre eso no podrían dar seguridad sobre los detalles. Conclusión: cinco horas que empezaron a correr el viernes a las 20 avanzaban sobre el sábado sin que nada ni nadie pudiera asegurar la vuelta a casa. Las cincuenta personas que allí varadas nos miramos unas a otras: ¿y ahora? Como si alguien hubiera dado una señal, la estupefacción se convirtió en gritos airados frente a la cara de piedra del hombre que repetía su condición: “Soy sólo un empleado”. Una chica con un bebé de cinco meses empezó a llorar en silencio: no tenía plata para hotel, tenía miedo de ir a la terminal de micros a la una de la mañana y quedarse otra vez varada por falta de pasaje. Alguien empezó a fumar olvidando la prohibición, sólo para ver si alguien se animaba, en ese contexto, a decirle lo que debía hacer. Muchas más personas prendieron sus cigarrillos. Los gritos empezaron a arañar el cielo que el avión de AA no surcaría. Que le paguen el hotel a la madre del bebé. En realidad, que nos los paguen a todos, más los gastos de traslado a Buenos Aires. “¡Ah, no!”, dijo el empleado, “¿Miren si el micro choca? ¡La empresa (AA) no puede hacerse cargo!”. Claro, es fácil de entender, te dejan tirada, sin poder volver a casa, sin importarles si tenías dinero o no para afrontar el imprevisto que ellos generaron y si te pasa algo, a llorar a la iglesia o al templo de su gusto. Total, todo eso sucede en un aeropuerto de Santa Fe, antiguo y olvidado, ¿quién se iba a enterar?

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