Miércoles, 4 de julio de 2007 | Hoy
Por Enrique Medina
En el estante hay dos cubiertas de viejos longplay luciendo espléndidas fotos de Janis Joplin y Barbra Streisand. De su pecho, la propietaria del negocio agarra un mechón de pelos, lo huele y lo vuelca sobre la espalda, sin saber que ese acto estremece al empleado que enfunda la ropa limpia. La admiración a las cantantes por parte de esta mujer que lucha contra la computadora no es por supuestas desviaciones singulares sino porque también fue cantante y quiso brillar como ellas, pero a pesar del esfuerzo profesional mucho no se pudo alcanzar, apenas si hasta ahí y gracias. Por lo que, en el jardín de la angustia, hubo necesidad de bifurcar senderos y se llegó a lo que se llegó, sin llantos. Y aquí está, manejando una lavandería con la misma honorabilidad con la que Don Rodari vendía mayonesa y chorizo colorado en su fiambrería de barrio. El apego a dichas mujeres alcanzó desproporciones que la llevaron a imitar maquillajes, redondos y enormes anteojos tornasolados, desprolijidad en el pelo largo y polleras coloridas hasta el suelo, todo ello produciendo una imagen que nadie dudaba volaría muy alto. Pero no fue así. Hoy, algo amenguada, su estampa aún mantiene atractivo y no es raro que algún cliente le piropee las canas que ella se enorgullece en no ocultar, o esas manos perfectas con las que supo ganar dinero haciendo publicidad para cremas en cine y televisión. Entre tanto, en este día inobjetable, la mujer se mece en otro andarivel metafísico: está escribiendo sus memorias. Piensa y repiensa lo que escribe porque tiene un hijo, y no sabe hasta qué punto el muchacho se distanciará o espantará de sus confesiones, que es como desea titular el libro. El, que al estar por recibirse de abogado bien se puede inferir que tonto no es, y que por supuesto sabe cosas por la misma madre, otras por chismes y otras que simplemente van descubriéndose, siempre ha mostrado un respeto y un cariño que no por lógicos ella ha dejado de valorar. Pero otra cosa es otra cosa, calcula y especula. Y como hay mucho para remover, para arriba y para abajo y todos los costados, no es cuestión de ser irresponsable, por lo tanto está en un brete: o escribe el libro para ella, o escribe el libro para los demás.
Escribir para ella es volver a meterse hasta el fondo del berenjenal, disfrutar mucho, amargarse algo, avergonzarse de lo que corresponda y sufrir la melancolía de este cigarrillo que acaba de inutilizar en el cenicero. Escribir para los demás, medita y repiensa, es escribir al pedo. Y ella quiere escribir para saber quién fue, si fue una alimaña o una flor o un yogur descremado. Y claro, piensa la mujer mientras le sonríe a la señora y le cobra por las sábanas y el acolchado, no es nada malo ni punible escribir bonito y para Doña Rosa, lo que ocurre es que mi intención es otra, así que, adorado y querido hijito, es bueno que sepas que tu adorada y querida madre fue una mujer con sexo y privadísima historia, qué embromar. Se huele el pelo, lo echa hacia atrás sin preocuparse de los efectos, y escribe: “En realidad nosotros nunca estuvimos enamorados, nos unía el secreto de conocer al asesino de Flora. Para la policía había sido un accidente fatal. Fue en ese tiempo que la movida empezó a saltar andariveles y el ambiente se puso inaguantable y pesadísimo...”.
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