DEPORTES › OPINION

Tristeza nacional (en Colombia)

 Por Eric Nepomuceno

Desde Río de Janeiro

Quizá la imagen más conmovedora de este Mundial se dio ayer: David Luiz, zaguero, héroe de la victoria brasileña, tratando de consolar a James Rodríguez, genio absoluto de la formidable selección colombiana. Hubo un intercambio de camisetas. Y el brasileño, en un gesto de dignidad en un Mundial donde hasta el hijo de uno de los vicepresidentes de la FIFA es detectado con ingresos vendidos en el mercado negro, o sea, un Mundial de la FIFA, correspondió, concediendo varias entrevistas con la camiseta del colombiano. Curiosidades de una cordialidad: David Luiz es mucho más alto que James Rodríguez. Así que, en las entrevistas, el brasileño parecía metido en un corsé estrecho, en cuyo pecho aparecía escrito el nombre de su rival. Que quede claro: rival, adversario. Pero respetable. Enemigo, jamás.

Ha sido, de lejos, el mejor desempeño en todos los partidos disputados por Brasil. Si contra Alemania, el martes que viene, logramos jugar como hicimos con Colombia en el primer tiempo, que se frían los alemanes. Pero si jugamos como hicimos en el segundo tiempo contra Colombia, los fritos seremos nosotros. Y sin Neymar. Vaya Mundial.

Alguien me dice que antes del abrazo de David Luiz con James Rodríguez hubo otro, quizá más emocionante: el de Dani Alves, que fue relegado al banquillo por Felipao, con el mismo James Rodríguez, tratando de darle algún consuelo.

Puede que sí, puede que no: lo que importa es que, en ese duelo a muerte, vencedores supieron respetar y hasta consolar a derrotados. Y vida que sigue. Porque los derrotados pusieron pecho a la lucha, y la lucha ha sido hermosa y digna.

Ahora empieza otra etapa. Para Brasil, una etapa en que no sólo el fútbol interesa. Bueno, interesa como prioridad, pero no como tema único. Tenemos elecciones presidenciales. Enfrentamos, todos los brasileños, hasta aquí, una campaña muy bien orquestada cuyo objetivo era comprobar que el Mundial sería un desastre. Hasta en la cancha. Y la verdad es que nada de eso de vio. Para sorpresa de mucha gente, yo inclusive, las cosas marchan bien. ¿Qué reflejos tendrá eso en las elecciones generales de octubre? Nadie sabe. Los siempre sabios expertos, los especialistas en explicar todo después de lo ocurrido, bueno, dicen que los reflejos serán apenas relativos.

Pues que me perdonen mis siete lectores y medio (eso de “medio lector” se refiere a una niña que no suele leerme todos los días, a pesar de que yo escriba todos los días no para cumplir con órdenes de mis jefes sino para que me lea): no es posible, por ahora, saber a ciencia cierta qué reflejos tendrá el Mundial en las elecciones de octubre para Dilma Rousseff. Si le va mal, seguro le hará algún daño, pero vaya a saberse cuál.

En todo caso, hay algo que es tradición en mi país, y que me alegra, y que quiero compartir con ustedes: sabemos, de una o de otra manera, separar las alegrías y tristezas del fútbol de las tristezas y alegrías del cotidiano. En épocas de la dictadura más cruel que vivimos –me refiero específicamente a 1970–, logramos nuestro tercer título Mundial. Amigos, amigas mías me cuentan que, cuando los partidos, eran llevados a ver lo que se daba en la cancha lado a lado con sus torturadores. Y que hinchaban por Brasil, porque sabían que alguna vez se terminaría aquel infierno que vivían y que el futuro seguiría al alcance de sus manos.

Y además sabían algo aún más tenebroso: cuando Brasil ganaba, al día siguiente se torturaba menos. Los torturadores celebraban y se distraían.

Ese es un tiempo pasado. Tiempo negro, tiempo que ojalá no vuelva jamás. Hablemos de hoy, de ayer. Derrotamos a Colombia, seguimos en el Mundial.

David Luiz, que no es más que un muchacho, trató de consolar a James Rodríguez, que tampoco es más que un muchacho.

Vaya Mundial, vaya dignidad.

Ganamos, claro. Somos los vencedores. Pero Colombia no ha sido derrotada. Perdió, es verdad. Pero perder es parte de la vida.

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Imagen: AFP
 
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