Jueves, 15 de junio de 2006 | Hoy
Neustadt, un lugar en el camino a Herzogenaurach, significa ciudad nueva. Neu, nuevo; stadt, ciudad. Los alemanes no tienen ni la remota idea de lo que puede significar en la Argentina ese nombre. O ese apellido, que al fin de cuentas les representaría lo mismo. Hasta ahora resultó imposible verificar si el origen del periodista más emblemático durante la dictadura, su propalador ideológico más acabado en dupla junto a Mariano Grondona, deviene de esa pequeña localidad de Baviera. En la Argentina, Neustadt simboliza lo viejo; sin embargo, en Alemania lo opuesto, lo nuevo. Extraña curiosidad que no lo es tanto, si comprobamos que existen varios Neustadt en el país del Mundial. Ciudades nuevas, no en un sentido literal, porque todas las cosas envejecen, hasta los poblados. En nuestro suelo, por fortuna, hace tiempo declinaron las ideas del formador de opinión que más pulió la piedra filosofal de las privatizaciones. Lo que no quiere decir que hayan desaparecido. No, apenas están agazapadas para dar el zarpazo cuando soplen nuevos vientos. Como su programa, “Tiempo Nuevo”, que tenía el mismo adjetivo de la ciudad y ahora significa lo contrario.
Recorrer Alemania en tren es una delicia que los argentinos nunca disfrutamos, ni siquiera en la época de su desarrollo y apogeo. Hoy, pensar en el ferrocarril es pensar en el desarraigo que causaron los cierres de ramales, en centenares de pueblos excluidos, en la loca privatización de los ’90. Durante el Mundial, la prensa escrita goza de un privilegio desusado. Los viajes en ICE, IB, IE, o cualquiera de las siglas con que se denominan las diferentes clases de trenes, son gratuitos o casi. Sólo hay que pagar si se desea reservar un confortable asiento (tres euros). Comprobamos los escribas –como lo hizo este enviado– que gozamos de la ventaja de la gratuidad, cuando nos cruzamos con Víctor Hugo, Alejandro Apo y otros colegas en la estación de Nuremberg, camino a Hamburgo, para ver el partido de Argentina con Costa de Marfil. Ellos, por ser periodistas radiales, abonaron los pasajes a razón de 100 euros por cabeza. Y eso que les hicieron una rebaja del 50 por ciento. Como fuere, ése y todos los viajes valen la pena.
Verlos a escasos metros, unos de otros, nos permitió comparar musculaturas. Nuestros conspicuos barrabravas, algunos de físicos torneados, otros gordos y panzones como esos changarines que se forjan el lomo de sol a sol, no tienen nada que envidiarles a los patovicas alemanes. Los muskelprotze, como los llaman aquí, con cierto desprecio, están donde la organización del Mundial los necesite. En las prácticas de la Selección, cruzándose entre periodistas y jugadores, en los accesos a los vestuarios, en la zona mixta para entrevistas, allí donde se requiere disuadir a partir del físico o de una simple elongación de bíceps. Hasta ahora, no han cruzado más que miradas con las barras made in Argentina. Por fortuna.
La seguridad para un pasajero en un aeropuerto de América latina puede convertirse en inseguridad, si se cruza el océano Atlántico, en cualquier terminal europea. ¿Hay un error de apreciación? No. Pudimos constatarlo en carne propia durante el trayecto de Madrid a Francfort. El bolso más grande, que había sido despachado a la bodega del avión con una resina especial en Ezeiza –para evitar posibles robos– llegó en iguales condiciones a Madrid, pero no de la capital española a la Manhattan alemana, como llaman a Francfort, el centro financiero más importante de aquí. Quizá, el responsable de una de las dos aduanas europeas pensó que, en ese bulto verde, se escondía algún mensaje cifrado de Bin Laden. O que llegaba algún cargamento de dudoso origen. Por eso, revolvió todo. Pero el indicio de que el cargamento, sin su cobertura exterior había llegado intacto lo dio la cámara fotográfica. Estaba dada vuelta, arriba de todo, sobre un par de toallas desordenadas.
En cualquier punto de Alemania es un ejercicio casi estéril encontrar papeles arrojados en el piso. Lo que abunda, sí, son los tachos de basura. Y para depositar allí los diferentes residuos: orgánicos, botellas, papeles, todo tiene su respectivo lugar, y los alemanes no se permiten equivocarse. No hace falta explicar el contraste con lo que estamos acostumbrados a ver en la Argentina. Basta recorrer las estaciones Constitución o Retiro cualquier día, a las 6 o 7 de la tarde, para comprobar la suciedad de los pisos.
Los alemanes, o al menos sus colectiveros, no las tienen todas consigo. En cambio, en la Argentina, con derecho, los conductores de colectivos consiguieron hace años una reivindicación histórica: se despreocuparon de entregar boletos y cobrarles a los pasajeros. Y, desde hace un tiempo ya considerable, sólo marcan el importe del viaje en la máquina expendedora y abren las puertas delantera o trasera. En Nuremberg, Francfort y probablemente en la mayoría de las ciudades germanas, los choferes cobran el boleto, dan el vuelto y están atentos a las madres que suben con sus cochecitos de bebés por la puerta del medio de unos ómnibus que semejan un ciempiés. Muchos de los conductores son de origen turco y usan barba al estilo talibán. Aunque claro, hacen todo a su tiempo, sin apurarse.
Al consumo de alcohol y, en particular de cerveza, resulta difícil compararlo con la ingesta de los bebedores argentinos. Lo que sí queda claro entre los consumidores alemanes es que hacen más ostensible su adicción a las bebidas. El día del partido inaugural, en la plaza central de Nuremberg y en muchos locales donde se proyectaba el partido entre la selección local y Costa Rica, los balones, más que balones, eran floreros de cerveza. Jóvenes, adultos, mujeres y hombres, todos cargaban con orgullo su provisión de “birra” y ninguno hubiera atravesado airoso un control de alcoholemia en las indescifrables carreteras alemanas.
A los alemanes y argentinos los une la pasión por el fútbol, aunque la explicitan de manera diferente. El golazo de Lahm, el primero del Mundial, los locales lo festejaron con moderación, algún choque entre botellas de cerveza y módicas expresiones de satisfacción. No hubo abrazos emocionados, gritos hasta desgañitarse ni otros ingredientes de nuestro folklore futbolero. Nada que ver. Los contrastes quedaron más en evidencia la noche del debut en Hamburgo, cuando nuestros hinchas llegaban al estadio cantando a más no poder, mostrando que podían unirse pese a las diferencias –los Borrachos del Tablón convivieron en armonía con los barras de Independiente, unos al lado de otros– y embanderarse orgullosos con los colores de sus respectivos clubes. Entre los alemanes no es sencillo ver a simpatizantes con las camisetas del Bayern Munich o del Borussia Dortmund. Por el contrario, abundaban entre los 20 mil argentinos que acompañaron a la Selección nacional, las de Boca, River, Independiente, Belgrano, Chacarita, Nueva Chicago y Defensores de Belgrano.
Cómo puede explicarse que un territorio no más grande que la provincia de Buenos Aires tenga unos 82 millones de habitantes. Alemania está cubierto de neustadt –como se explicó en la primera miscelánea–, ciudades nuevas y viejas, localidades grandes y pequeñas que se desparraman por una misma geografía a un puñado de kilómetros de distancia, unas de otras. Algo así como pueblitos pegados, recortados por una misma tijera, dibujados entre valles y colinas, mimetizados con los frondosos bosques que aparecen de norte a sur. En la Argentina y sobre todo en la extensa y despoblada Patagonia, esas postales serían de ficción.
El fútbol y la cerveza son productos de consumo compartidos, los trenes y el modo de tratar la basura no, pero por sobre todas las cosas, el euro es una moneda que a los argentinos nos causa dolor de cabeza. Cuatro a uno arriba en el cambio, el dinero europeo adelgaza nuestros bolsillos y nuestros cuerpos. En Alemania, los comerciantes locales siguieron la lógica de la FIFA: cobrar todo. En la calle peatonal de Nuremberg, la ciudad donde Hitler comenzó con sus grandes concentraciones de masas y su régimen terminó juzgado por un tribunal de los aliados vencedores en la Segunda Guerra Mundial, hay que pagar hasta el azúcar. Sí, no es una exageración. Un par de cucharadas de tan elemental producto para endulzar un licuado de banana costaron 20 centavos de euro. Unos ochenta centavos argentinos. Más vale tomar el café amargo.
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