Viernes, 12 de octubre de 2007 | Hoy
DEPORTES › OPINION
Por Pablo Vignone
Una de las más notables características de Ever Banega, el mediocampista de Boca arrastrado al ojo del huracán de la crisis del club tras la derrota en el superclásico, es su recia personalidad. La misma que desoye los silbidos cuando gambetea a tres o cuatro rivales sin largar la pelota y que, en caso de perderla, ignora los insultos y vuelve a intentar jugar como sabe y le gusta; la misma con la que separa los tantos y no mezcla una feísima derrota con su vida personal. Si le dieron la orden de encerrarse en su casa y desobedeció mostrándose en un boliche en esa misma noche, como se informa, sabrá qué límites transgredió. A lo que se expuso, o qué quiso producir con su decisión. Está claro: es responsable (de la clase que asume la responsabilidad).
Si el fútbol sostiene todavía la lucha moral entre escuelas, si los sacerdotes de una de ellas preferían literalmente que el avión se cayera al mar antes que retornar de una derrota, Banega muestra apego por la clase opuesta. No mezcla tantos. Y se la banca al punto de enfrentarse con el entrenador de Boca. Su personalidad se lo exige.
Ese mismo carácter templará sin duda el período de ostracismo con el que pagará la culpa colectiva. Eso es lo que sugiere este episodio en el que perdieron once pero uno debe hacerse cargo. Banega expiará públicamente la culpa compartida del plantel, porque, curiosamente, uno de los más férreos códigos que comparte el fútbol (eso de que lo que pasa en el grupo muere allí) se está violando con desenfado: hace tiempo que no se veían tantos trapos sucios al sol después de un superclásico.
Si los técnicos no tienen responsabilidad en la victoria (¿cuántos goles le hizo Caruso Lombardi a Boca? ¿cuántos a Independiente?) no sería justo cargársela en la derrota. Pero si el entrenador no juega, al menos arma el equipo y, se presume, que su contribución no sólo pasa por lo presuntamente táctico sino, especialmente, por lo anímico. Los técnicos que realmente triunfan en su profesión son los que transforman once voluntades dispares en un estado de ánimo invencible: esa era, por ejemplo, la auténtica magia de Carlos Bianchi. ¿Dónde pasó la noche del domingo Miguel Russo? ¿Preparaba el acto del día siguiente? ¿Pensaba ya colgar a un jugador que, de todas maneras, no puede jugar la próxima fecha? ¿Ideó sacrificar una figurita para asegurar la obediencia del resto? Si es así, Boca afronta problemas más graves que una derrota espantosa cuyos ecos ya reverberaban en exceso sin que hubiera que producir escándalo semejante o crucificar al díscolo que en la cancha –y también afuera– hace lo que cree que debe hacer y no lo que le mandan.
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