Sábado, 8 de marzo de 2008 | Hoy
ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
Por Alfredo Zaiat
El poder se construye con elementos objetivos que lo expresan y también con representaciones simbólicas que lo magnifican. Uno y otro aspecto van de la mano. Son características imprescindibles para los protagonistas que aspiran a ocupar un espacio central en el mundo de la política y de la economía. Hugo Moyano tiene un poder real apoyado en la jefatura de la CGT y en el contundente sindicato de camioneros, sector que se ha convertido en clave para el funcionamiento de la economía debido al desmantelamiento de la red ferroviaria de cargas. Ese poder lo expuso como nunca antes en el estadio de fútbol del Deportivo Español, colmado con trabajadores de su gremio, acompañado en el palco por Cristina y Néstor Kirchner. Esa capacidad de movilización es la exteriorización simbólica de ese poder, que se incrementa aún más por la obsesión de hombres de negocios y de la mayoría de los medios por Moyano, por la labor gremial de sus hijos, por sus vínculos con el ministro Julio De Vido y por su expansión en la estructura del transporte en el país. Esa obstinación sobre la figura de Moyano resulta, en última instancia, funcional a él porque le permite alimentar el proceso de construcción de su poder, real y simbólico.
Ese poder que tanto asusta a muchos, en perspectiva histórica del sindicalismo argentino, en cambio, no resulta tan rotundo. Casi la mitad de los trabajadores asalariados no se encuentran registrados por sus empleadores, lo que se conoce como empleo en negro. Y los sindicalizados suman 2,5 millones de trabajadores formales en las estimaciones más favorables a la CGT. En 1954, el total de afiliados a sindicatos era de casi 2,3 millones. Es cierto que en los últimos treinta años se produjo un terremoto laboral con la represión de la dictadura, la hiperinflación, la flexibilización y el elevado desempleo. Pero en números fríos, hoy con más población económicamente activa, la cantidad de trabajadores bajo el techo de un sindicato es casi igual que los contabilizados hace cincuenta años. Por lo tanto, el poder relativo de los sindicatos es menor y, en consecuencia, también el de sus líderes.
A comienzos de la década del ’40, la Unión Ferroviaria con unos 90 mil afiliados era el gremio más representativo, y sus acciones, junto con las de la Construcción, que reunía a cerca de 40 mil trabajadores, eran los que más inquietaban al poder político y al establishment. Los trenes eran el medio de transporte estratégico del país y el desarrollo urbano se aceleraba en esos años. En los ’60 y hasta mediados de los ’70, la Unión Obrera Metalúrgica ocupó el lugar relevante entre los gremios, con una cantidad de afiliados de 200.000 a 250.000 trabajadores, según la fuente. La UOM y otros sindicatos metalúrgicos, como Smata, con una importante capacidad de movilización y poder en una economía con base industrial, generaban el temor y las posiciones defensivas de la clase política tradicional y del empresariado. Hoy, el gremio de los camioneros reúne de 65 mil a 80 mil afiliados, dependiendo de quién hace las cuentas y considerando que Moyano captó unos 25 mil nuevos de otros gremios –Comercio, entre otros– desde 2003. El transporte terrestre se ha convertido en estratégico ante el desmantelamiento de la red ferroviaria. Con un crecimiento elevado y sostenido del mercado interno y de la exportación, la cantidad de bienes a transportar aumentó en forma exponencial. Pese a todo, los camioneros que son señalados como el peligro que acecha a la convivencia social agrupan a menos trabajadores que los gremios líderes de etapas anteriores de la economía.
Puede ser que Moyano no sea el mejor representante de los trabajadores; que tenga métodos que ofenden la buena convivencia con los empresarios; que se haya lanzado a ganar espacios de poder y caja en la estructura estatal para sus hombres; y que se propuso capturar empleados de otros gremios para encuadrarlo en el suyo generando una batalla intersindical. Puede ser que Moyano sea todo eso y muchas otras cosas más que no lo hacen alto, rubio y de ojos celestes. Pero, cuando se atemoriza con la figura de Moyano, en realidad se están definiendo espacios de la negociación en la dinámica de la puja por la distribución del ingreso, o sea de la discusión salarial. En otros términos, cómo se distribuye el excedente bruto de explotación. Cuando el poder económico advierte sobre el líder cegetista, tanto por su poder real y por el simbólico, busca disciplinar a los trabajadores en sus pedidos de ajuste de salarios y de mejores condiciones de trabajo. Hoy es Moyano; mañana será cualquier otro.
Aunque la representación mediática ofrezca una imagen poderosa y avasallante del sindicalismo, la realidad muestra una fragmentación del mercado laboral y una muy lenta recuperación de las organizaciones de los trabajadores luego de un período de devastación. La tasa de sindicalización, es decir los empleados que se afilian a un gremio, ha mejorado después de la crisis de 2001, pero aún se encuentra en niveles históricos bajos. Registro que reúne consenso entre los especialistas en este tema pese a las limitaciones que señala la investigadora del Ides Adriana Marshall sobre la ausencia de series confiables sobre afiliación sindical, práctica que les permite a los líderes gremiales inflar sus padrones para ocupar más espacios en la distribución del poder de la CGT. De acuerdo con los últimos datos publicados oficialmente, correspondientes a la Encuesta de Indicadores Laborales y a la Encuesta de Trabajadores en Empresas, la tasa de sindicalización alcanza al 37 por ciento. Pero un documento del Observatorio del Derecho Social de la CTA señala que ese dato orienta “a un análisis sesgado de la tasa de afiliación sindical, ya que se excluyó a los trabajadores no registrados”. Por lo tanto, el recálculo de esa tasa presentada en el informe del Observatorio titulado Dilemas y conflictos en torno a la representación directa en el lugar de trabajo, considerando el total de los asalariados –registrados y no registrados–, ubica el nivel de afiliación en el 20,4 por ciento. En ese documento se destaca la dificultad de contar con series confiables de sindicalización para realizar comparaciones históricas concluyentes. “Sin embargo, las investigaciones existentes permiten sostener que la actual sindicalización se encontraría en los niveles más bajos desde mediados de la década de los ’40.” Remite a un documento de los investigadores Alejandro Lamadrid y Alvaro Orsatti, que estimaron en un estudio publicado por la Asociación Argentina de Especialistas en Estudio del Trabajo, en 1991, el siguiente recorrido de la tasa de sindicalización:
1954: 48 por ciento.
1963: 40 por ciento.
1974: 43 por ciento.
1982-1983: 41 por ciento.
1989: 44 por ciento.
Tanto en la estimación oficial (37 por ciento) o en la recalculada por el Observatorio (20 por ciento), la actual tasa de sindicalización es la más baja en relación con esos años. En esas encuestas del Ministerio del Trabajo se revela, además, que el 43,8 por ciento de las empresas no tiene trabajadores afiliados a una organización sindical. En ese contexto, puede considerarse razonable que eso suceda en el sector de las pymes, pero lo sorprendente es que el 15,7 por ciento de las compañías de más de 200 empleados informara que no tiene afiliados sindicales. En el documento del Observatorio se destaca que “la debilidad de los niveles de afiliación se complementa con una muy reducida presencia sindical en los lugares de trabajo. En el 85 por ciento de las empresas no existe ninguna instancia de representación directa de los trabajadores”.
La CGT, Moyano y el resto de los sindicatos tradicionales tienen poder, pero mucho menos que el que tuvieron en el pasado, dado el actual estado de evolución de la organización de los trabajadores y de las relaciones de fuerza que nacen de los profundas transformaciones de las últimas décadas. Por ese motivo, pese a los fantasmas que convoca el establishment empresario y mediático, todavía no se ha expresado que ese poder real y simbólico del sindicalismo se traduzca en un aumento importante de la capacidad adquisitiva de los trabajadores, en mejores condiciones laborales y en la disminución de la precariedad y el empleo en negro.
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