Domingo, 1 de noviembre de 2009 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Alfredo Zaiat
El vínculo de la administración kirchnerista con el mundo financiero está dominado por uno de los tantos equívocos que el pensamiento conservador ha sabido imponer en el sentido común económico. La idea difundida acerca de la existencia de un desprecio oficial al crédito internacional y, por lo tanto, la creación de esa vulgar imagen de vivir de espaldas al mundo es fuente de esa confusión. Situación alimentada por representantes del establishment que insisten con el gaseoso “clima de negocios” y una política “amigable” con el mercado. Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner han capitalizado a su favor esa distorsionada construcción como si fueran gestiones enfrentadas al poder financiero. Si se piensa que ése ha sido el comportamiento, la reapertura del canje para los bonistas que rechazaron la primera oferta en 2005 constituye un retroceso en esa política. En cambio, si se evalúa que esa relación ha sido compleja pero no de oposición, esa nueva operación se encuadra dentro de la tradicional estrategia kirchnerista de negociación con el mundo financiero.
La tensión con el FMI puede generar ruidos en esta descripción, pero tanto la cancelación de la deuda con ese desprestigiado organismo internacional como la resistencia a sus auditorías tuvieron que ver con ganar márgenes de autonomía en la política económica más que de ruptura con el universo de las finanzas. Existen varios indicadores que marcan esa cercanía: el rechazo a eliminar la exención del Impuesto a las Ganancias a la renta financiera, la indiferencia mostrada hasta el momento sobre proyectos para cambiar la Ley de Entidades Financieras, la cancelación rigurosa de cada uno de los vencimientos de deuda hasta con reservas del Banco Central y la saludable vitalidad que contabilizan los balances de los bancos en estos años.
Desde la declaración de la cesación de pagos en 2001 Argentina no accede con facilidad al crédito internacional no por voluntad propia, sino porque ha sido castigada por liderar uno de los defaults de deuda soberana más voluminoso de la historia de países en desarrollo. No fue una decisión de soberanía económica premeditada la abstención de colocar deuda en el mercado. Estuvo forzada por las circunstancias, obligando a las cuentas públicas a un mayor esfuerzo vía superávit fiscal para cumplir con las obligaciones, así como también exigió al sector privado que financiara sus proyectos de expansión con reinversión de utilidades y escaso crédito. Por ese motivo, uno de los motores del crecimiento económico en el período 2003-2008 fue el ahorro interno (público y privado). En esos años, se identifican tres etapas que determinaron la veda al financiamiento externo:
- En 2003-2005, el estado de default de la deuda externa con bonistas, mientras se respetaban los compromisos con el Banco Mundial y el Fondo Monetario.
- En 2005-2007, la firme negociación para definir una elevada quita de capital en la refinanciación de esos pasivos impagos, lo que generó un reflujo de los capitales especulativos, además de la persistente hostilidad de los holdouts. Esto derivó en un alza de la tasa de interés, que tenía que ver con un castigo –financiero e ideológico– más que con la capacidad de repago, que es la principal variable para calificar y fijar el costo del crédito.
- En 2007-2009, la crisis global que cerró el flujo de créditos a los denominados mercados emergentes.
Durante las dos primeras, la colocación de deuda al gobierno de Venezuela fue el atajo de la gestión anterior para obtener financiamiento externo. Esa vía se interrumpió luego de una torpe emisión a una tasa de interés muy elevada, además de la liquidación de papeles que realizó la administración Chávez, afectando la cotización de esos bonos. En ese entonces, si hubiera habido otros interesados en comprar títulos públicos argentinos no se habrían despreciado. Este antecedente resulta relevante al momento de analizar el actual comportamiento del Gobierno, que busca seducir para obtener financiamiento externo.
La ley ganzúa, como la apodó el colega Mario Wainfeld el domingo pasado, para abrir la denominada cerrojo no es clave para conseguir ese crédito, aunque presenta un mejor escenario a los ojos de los financistas. Antes de presentar ese proyecto, que siguiendo el razonamiento de analistas conservadores se trataría de una norma que “viola la seguridad jurídica” al alterar reglas de juego, Argentina ya había recibido ofertas para colocar deuda, aunque a tasas altas. La abundancia de fondos excedentes en el mercado internacional, debido a los multimillonarios paquetes de rescate que implicaron una emisión fabulosa de dólares, está generando condiciones para esa reapertura. Otro factor relevante se encuentra en que América latina y Asia han sorteado con pocos daños la crisis internacional, lo que impulsa a grandes inversores especulativos a buscar rentas atractivas en esas plazas.
Esos capitales desembarcan comprando deuda analizando la capacidad de repago de esos países teniendo en cuenta su fortaleza fiscal, situación que han comprobado en estos meses de debacle global. El discurso acerca de las “señales” al mundo de las finanzas o la necesidad de reinsertarse en el circuito financiero internacional forma parte de una ortodoxia que ha mostrado su inutilidad. Una vez más ha quedado demostrado que no se necesita arreglar con los holdouts o tener una buena relación con el FMI para recibir ofertas de financistas ávidos de utilidades atractivas. Pueden ser parte de una política de “normalización” de relaciones con factores del poder financiero, pero en general la codicia del capital no se detiene en las formas diplomáticas. Así quedó en evidencia con el intenso recorrido al alza de las cotizaciones de los títulos públicos en lo que va del año. Esta suba también relativizó los comentarios indignados acerca de que el conflicto con el Indec provocó la disparada del riesgo país desde 2007. Con cambios menores en la organización del Instituto, apertura comunicacional de su actual conducción y un canje de bonos indexados con CER, el Indec dejó de afectar la sensibilidad de los operadores bursátiles. En lo que va del año, el indicador riesgo país se derrumbó de 1400 a 600 puntos.
En ese contexto, el Gobierno avanza con la ley ganzúa que apunta a normalizar una parte de la deuda en default reconociendo su existencia, pese a que en su momento se advirtió que si no participaba del canje quedaría fuera de registros. Su incorporación a la contabilidad pública implica un importante costo, no sólo político sino también de recursos. Con el supuesto de un 70 por ciento de aceptación, implicaría sumar de 7000 a 8000 millones de dólares al stock de deuda pública. Esto significaría adicionar un compromiso de 450 a 550 millones de dólares anuales por el pago de intereses. Una posibilidad es que esa operación permita emitir nueva deuda a tasas razonables para superar los próximos vencimientos sin apremios fiscales, y así liberar recursos para sostener una política activa del gasto público. Pero también existe la opción de que detrás de esa operación irrumpa la tentación de reanudar un nuevo ciclo de endeudamiento externo para financiar gastos corrientes. Así se ingresaría en un sendero cuyo desenlace es conocido y poco feliz. Es probable que disminuya la tasa de interés por el exceso de fondos especulativos en el mercado internacional más que por el nuevo canje. Por ese motivo, con la reapertura de la puerta al crédito internacional y tasas en descenso, se agiganta el riesgo de que el aroma de un buen Malbec pueda hacer sucumbir la beneficiosa abstinencia obligada a la que fue sometido un alcohólico reincidente.
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