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¿Podrá la Asignación Universal convertirse en una política de Estado?

 Por José Natanson

Imagen: Leandro Teysseire.

Una nota de David Cufré publicada en Página/12 recoge los datos de la primera investigación exhaustiva sobre el impacto de la Asignación Universal por Hijo. El estudio –elaborado por especialistas del Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino, el Programa de Formación Popular en Economía y el Conicet– señala que, desde la puesta en marcha del programa, la pobreza bajó entre 32,6 y 13,1 por ciento, según se tomen en cuenta los datos del Indec o los números de los institutos estadísticos de las provincias. Esto significa que salieron de la pobreza entre 1,4 y 1,8 millones de personas. La indigencia, en tanto, se redujo entre 68 y 54 por ciento, también de acuerdo con el índice de precios utilizado, lo que supone entre 1 y 1,5 millones de indigentes menos. La Asignación Universal, que hoy llega a 3.677.409 chicos que forman parte de 1.920.072 familias, también contribuyó, sorprendentemente, a reducir los niveles de desigualdad.

La semana pasada, después de pasearlo por el escándalo de las escuchas telefónicas, la Metropolitana y el tránsito, Marcelo Zlotogwiazda y Ernesto Tenembaum le preguntaron a Mauricio Macri qué opinaba de la Asignación Universal. “Que es muy buena”, respondió.

La reacción del jefe de Gobierno, que hasta el momento no había ofrecido mayores precisiones acerca su interés por los programas sociales universales, es una buena puerta de entrada al tema de las políticas de Estado, uno de los tópicos más revisitados del debate político actual.

Para cierto sentido común, una política de Estado –entendiendo como tal aquella que trasciende un gobierno determinado y se torna más o menos permanente– es una decisión que la dirigencia política toma alrededor de una mesa, escribe en un papel y queda congelada para siempre. En realidad, se trata de algo bastante más complejo.

Un ejemplo ilustra esta afirmación. Durante décadas, las dos potencias sudamericanas, Argentina y Brasil, protagonizaron una competencia geopolítica cuya manifestación más clara fue la escalada nuclear, lo que los convirtió en los dos únicos países de la región que cuentan con energía atómica. En 1975, Brasil, alarmado ante la supuesta ventaja que le llevaba la Argentina en la carrera, firmó un acuerdo con Alemania Occidental para la compra de ocho reactores, una planta para el reprocesamiento de plutonio y otra de enriquecimiento de uranio, que le permitirían realizar el ciclo nuclear completo dentro de sus fronteras. Aunque el convenio estaba orientado al uso pacífico, Argentina sospechó que la tecnología estaba siendo transferida a un proyecto paralelo, conocido como Solimaes, con el objetivo de construir armamento.

Esta competencia absurda, que vivió momentos de tensión como la movilización de tropas realizada en 1979 a raíz de la discusión por las cotas de Itaipú, comenzó a revertirse con la recuperación de las democracias. En 1985, Raúl Alfonsín y José Sarney firmaron una primera declaración conjunta, inicio de lo que luego sería un exitoso programa de cooperación nuclear basado en la construcción de confianza, que le ha dado a nuestro país algunos éxitos económicos relevantes (como la famosa venta del reactor a Australia) y que, según anunciaron Cristina Kirchner y Lula el año pasado, podría derivar en la construcción de una empresa binacional de enriquecimiento de uranio para su exportación comercial.

Y fue este acuerdo de paz el que, con los años, permitió un acercamiento económico entre ambos países cuyo hito fue el Tratado de Asunción de 1991, base del Mercosur. Pero ya no fue Alfonsín quien lo firmó sino Menem, que primero con Collor y luego con Fernando Henrique Cardoso le dio a la unión una orientación de apertura comercial, encaminada a la construcción de un mercado común estilo europeo con énfasis en las grandes empresas y la atracción de inversión extranjera, que sin embargo no excluyó la integración productiva en algunos sectores claves. En particular, fue notable la regionalización de la industria automotriz, que en los ‘80 se encontraba en virtual bancarrota y que gracias a un marco regulatorio común y políticas sectoriales conjuntas logró un salto importante, hoy consolidado con un alto componente de comercio intrafirma y como polo de atracción de nuevas inversiones.

Superada la etapa neoliberal, a partir de la llegada al poder de Kirchner y Lula, el Mercosur incorporó algunos componentes de concertación política, encaminados sobre todo a contener y estabilizar crisis de gobernabilidad en la región, como las que sufrieron en distintos momentos Venezuela, Bolivia y Paraguay, y garantizar la continuidad democrática. Sin grandes avances en la profundización de la integración aduanera, la sociedad con Brasil se amplió a aspectos financieros (mediante la eliminación del dólar del comercio binacional), incorporó nuevos socios (Venezuela) y exploró acuerdos en política internacional (aunque sin eliminar todas las desavenencias: Argentina, por ejemplo, se sigue oponiendo –sin mayores argumentos que la inercia conservadora de la línea diplomática de la Cancillería– a la aspiración brasileña a una banca permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU).

Retomando el hilo del argumento, una política de Estado no es un programa predefinido que se escribe en un documento y nunca se toca, como creen algunos analistas, como si fuera posible adoptar medidas estratégicas, de horizonte largo, sin sinuosidades ni conflictos, sin generar ganadores y perdedores, y como si su ausencia respondiera sólo al egoísmo intrínseco de los políticos. La historia enseña que las políticas de Estado son menos el resultado de un compromiso adoptado por generosidad patriótica que la consecuencia de una ecuación política que aprovecha una oportunidad histórica. Una política de Estado nace cuando una fuerza hegemónica impone, a menudo contra la opinión de la oposición, una medida exitosa que luego es asumida como propia por el resto los partidos. Se trata, en suma, del resultado complejo –y parcialmente cambiante– de la combinación de fuerzas políticas, equilibrios sociales, historia y cultura.

La relación con Brasil es un buen ejemplo. Lo que analistas como Carlos Escudé consideran que podría haber escalado a una confrontación estilo India-Pakistán se convirtió, desde los ’80, en la base para la consolidación de Sudamérica como un “espacio de paz” y en el germen de una sociedad que se mantuvo a lo largo de estos 25 años de democracia, aunque asumió un carácter de desmilitarización durante el alfonsinismo, de apertura comercial durante el menemismo y de concertación política durante el kirchnerismo.

Las declaraciones de Macri invitan a reflexionar acerca de la posibilidad de que la Asignación Universal se convierta en una política de Estado. Las ventajas de la medida son conocidas: contribuye a reducir la pobreza, la indigencia y la desigualdad; neutraliza las mediaciones clientelares de punteros y dirigentes; ayuda a fortalecer la mesa del hogar y superar la fragmentación familiar (cosa que por ejemplo no sucede con los comedores escolares); genera efectos positivos en términos de género (el dinero se entrega a las mujeres); funciona como un poderoso dinamizador de las economías locales, ya que casi todo el dinero se vuelca al consumo de alimentos; y, al no exigir grandes esfuerzos administrativos, puede implementarse –se ha demostrado– con una rapidez asombrosa.

Por todos estos motivos, la Asignación Universal es una medida difícil de atacar. Si se escucha bien, los líderes opositores critican uno o dos aspectos particulares de su implementación, pero ninguno ha dicho que, en caso de llegar al poder, esté dispuesto a eliminarla. Y no es el único caso. La nacionalización de los fondos previsionales también parece difícil de revertir. Y no sólo por inercia, que también la hay, sino porque se trata de una decisión que fortalece económicamente al sector público y le permite reducir la exposición al crédito externo mediante mecanismos de financiamiento intra-Estado. En otro nivel, podría pensarse lo mismo de las retenciones. Aunque en su momento los productores rurales contaron con el apoyo unánime de la oposición, el conglomerado anti-kirchnerista, que ha demostrado que está en condiciones de generar una mayoría en Diputados e incluso en el Senado, no parece muy dispuesto a avanzar en una rebaja de un impuesto que hoy explica cerca del 15 por ciento del total de la recaudación.

Porque una cosa son las declaraciones de campaña y las necesidades del posicionamiento mediático y otra muy diferente, las exigencias de la gobernabilidad. A veces conviene leer entre líneas y sospechar de los discursos: los políticos, incluso los más opositores, se animan a muchas cosas, pero sería raro que alguno esté dispuesto a pegarse un tiro en los pies.

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